Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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del señor Holmes son siempre bienvenidos —dijo—. Pase, caballero. No se acerque al tejón, que muerde. ¡Ah, desvergonzada! ¿Querías darle un mordisco al caballero, eh? —esto se lo dijo a una comadreja que asomaba su maligna cabeza de ojos rojizos entre los barrotes de su jaula—. De ese no se asuste, señor; es solo un lución. No tiene colmillos y lo dejo suelto para que acabe con las cucarachas. Tiene que perdonarme que haya estado algo seco con usted al principio. Es que los niños no me dejan en paz, y muchos de ellos vienen a esta calle solo para llamar a mi puerta. ¿Qué es lo que deseaba el señor Holmes?

      —Necesita uno de sus perros.

      —¡Ah! Será Toby, sin duda.

      —Sí, Toby era el nombre.

      —Toby vive en el número 7, aquí a la izquierda.

      Avanzó despacio con la vela entre la pintoresca familia de animales que había reunido a su alrededor. A la luz débil y vacilante de la vela pude entrever que desde todos los rincones nos miraban ojos relucientes y curiosos. Hasta las vigas que se extendían sobre nuestras cabezas estaban cubiertas de aves de aspecto solemne, que se movían perezosamente, cambiando el peso del cuerpo de una pata a la otra al despertarse a causa de nuestras voces.

      Toby resultó ser un animal feo, de pelo largo y orejas caídas, mitad spaniel y mitad ratonero, de colores castaño y blanco, de andares desgarbados y torpes. Tras dudar un momento, aceptó un terrón de azúcar que el viejo naturalista me había dado y, habiendo sellado así nuestra alianza, me siguió hasta el coche y no puso ninguna dificultad para acompañarme. Acababan de dar las tres en el reloj de palacio cuando llegué de nuevo al Pabellón Pondicherry. Allí me enteré de que el exboxeador McMurdo había sido arrestado como cómplice, y que junto con el señor Sholto lo habían conducido a comisaría. Dos agentes de uniforme vigilaban la puerta exterior, pero me dejaron pasar con el perro cuando mencioné el nombre del detective.

      Holmes estaba de pie en el umbral de la casa, con las manos en los bolsillos, fumando una pipa.

      —¡Ah, ya lo trae! —dijo—. ¡Buen perro, venga! Athelney Jones se ha marchado. Desde que usted nos dejó, ha habido aquí un auténtico derroche de energía. No solo ha detenido al amigo Thaddeus: también al portero, al ama de llaves y al criado indio. Tenemos toda la casa para nosotros solos, aparte de un sargento que está arriba. Deje al perro aquí y subamos.

      Atamos a Toby a la mesa del vestíbulo y volvimos a subir las escaleras. La habitación estaba tal como la habíamos dejado, aunque habían cubierto la figura central con una sábana. Apoyado en un rincón, había un sargento de policía de aspecto muy fatigado.

      —Déjeme su linterna sorda, sargento —dijo mi compañero—. Ahora, átenme al cuello este cordel, para colgármela por delante. Gracias. Ahora tengo que quitarme los zapatos y los calcetines. Haga el favor de llevárselos cuando baje, Watson. Yo voy a hacer un poco de escalada. Moje mi pañuelo en la creosota. Con eso bastará. Ahora suba un momento conmigo a la buhardilla.

      Trepamos a través del agujero y Holmes dirigió una vez más la luz hacia las pisadas en el polvo.

      —Quiero que se fije muy bien en estas pisadas —dijo—. ¿Nota algo de particular en ellas?

      —Que son de un niño o de una mujer pequeña —respondí.

      Aparte del tamaño, por supuesto. ¿No hay nada más?

      —A mí, francamente, me parecen como cualquier otra pisada.

      —Ni mucho menos. ¡Mire usted aquí! Esta es la huella de un pie derecho en el polvo. Ahora voy a dejar yo otra a su lado, con mi pie descalzo. ¿Cuál es la principal diferencia?

      —Los dedos de su pie están juntos. Los de la otra huella están claramente separados.

      —Exacto. Eso mismo. Acuérdese de esto. Y ahora, haga el favor de asomarse a esa trampilla y olfatee el marco de madera. Yo me quedaré aquí, porque llevo el pañuelo en la mano.

      Hice lo que me indicaba y al instante percibí un olor fuerte, como de alquitrán.

      —Ahí es donde puso el pie al escapar. Y si usted puede captar ese rastro, no creo que Toby tenga la menor dificultad. Baje ya mismo, suelte al perro, y prepárese a ver a Blondin.

      Para cuando salí al jardín, Sherlock Holmes estaba ya en el tejado, y parecía una enorme luciérnaga reptando muy despacio por el caballete. Lo perdí de vista cuando pasó por detrás de una batería de chimeneas, pero volvió a aparecer y después desapareció de nuevo por el otro lado. Doblé la esquina de la casa y lo encontré sentado en la esquina del alero.

      —¿Es usted, Watson? —gritó.

      —Sí.

      —Este es el lugar. ¿Qué es esa cosa negra que hay abajo?

      —Un barril de agua.

      —¿Con la tapa puesta?

      —¿Sí?

      —¿No hay por ahí una escalera?

      —No.

      —¡Condenado individuo! Esto es como para partirse el cuello. Yo debería poder bajar por donde él subió. La tubería parece bastante sólida. Allá vamos, pase lo que pase.

      Se oyó un arrastrar de pies y la luz de la linterna empezó a descender poco a poco por la esquina de la pared. Por fin, dando un ágil salto, Holmes aterrizó sobre el barril, y de ahí bajó al suelo.

      —Ha sido fácil seguirlo —dijo, mientras se ponía los calcetines y los zapatos—. Había tejas sueltas marcando todo el camino y con las prisas se le cayó esto. Esto confirma mi diagnóstico, como dicen ustedes los médicos.

      El objeto que me mostró era una bolsita tejida con hierbas de colores, con algunas cuentas brillantes ensartadas. Por el tamaño y la forma, no era muy diferente de una petaca. En su interior había media docena de espinas de madera oscura, con un extremo afilado y el otro redondo, iguales a la que tenía clavada Bartholomew Sholto.

      —Unas cosas infernales —dijo Holmes—. Tenga cuidado de no pincharse. Me alegra mucho haberlas encontrado, porque lo más probable es que el hombre no tuviera más que estas, y así hay menos peligro de que cualquier día de estos usted o yo acabemos con una de ellas clavada en la piel. Prefiero con mucho una bala Martini. ¿Se siente en forma para dar un paseo de seis millas, Watson?

      —Ciertamente —respondí.

      —¿Aguantará su pierna?

      —Claro que sí.

      —¡Vamos allá, perrito! ¡El bueno de Toby! ¡Huele, Toby, huele!

      Colocó el pañuelo mojado en creosota bajo el hocico del perro, y el animal lo olfateó, con las peludas patas muy separadas y la cabeza torcida en un gesto muy cómico, como si fuera un entendido en vinos apreciando el buqué de un famoso reserva. A continuación, Holmes arrojó lejos el pañuelo, ató una fuerte cuerda al collar del chucho y lo condujo al pie del barril de agua. Al instante, el animal estalló en una serie de gañidos agudos y trémulos y, con el hocico pegado al suelo y la cola en alto, se lanzó a seguir la pista a tal velocidad que mantenía la cuerda siempre tirante y nos obligaba a caminar lo más deprisa que podíamos.

      Empezaba a clarear poco a poco por el Este, y la luz fría y gris nos permitía ya ver a cierta distancia. El gran caserón cuadrado, con sus ventanas negras y vacías y sus muros altos y desnudos, se alzaba a nuestras espaldas, triste y desolado. Nuestro recorrido nos llevó a través de los terrenos de la casa, entrando y saliendo de las zanjas y agujeros que se abrían como cicatrices. Todo aquel lugar, con sus montones de tierra por todas partes y sus raquíticos arbustos, tenía un aspecto de ruina y malos augurios que casaba a la perfección con la siniestra tragedia que se cernía sobre él.

      Al llegar a la tapia exterior, Toby corrió a lo largo de su sombra dando gemidos de ansiedad, hasta que se detuvo en un rincón ocupado por un haya joven. En el ángulo de las dos paredes alguien había aflojado varios ladrillos, y las grietas resultantes estaban gastadas y redondeadas por