Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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hombre que me sujetaba pareció leer mis pensamientos, porque cuando yo tomaba aliento susurró: “No hagas ningún ruido. El fuerte está seguro. No hay perros rebeldes a este lado del río”. Se notaba en su voz que decía la verdad, y supe que si levantaba la voz era hombre muerto. Podía leerlo en los ojos castaños de aquel hombre. Así que aguardé en silencio, hasta enterarme de lo que querían de mí.

      »—Escúchame, sahib —dijo el más alto y feroz de los dos, al que llamaban Abdullah Khan—. O te pones de nuestra parte ahora mismo o tendremos que hacerte callar para siempre. El riesgo que corremos es demasiado grande para que vacilemos. O te unes a nosotros en cuerpo y alma, jurando sobre la cruz de los cristianos, o esta noche tu cuerpo irá a parar al foso y nosotros nos pasaremos a nuestros hermanos del ejército rebelde. No hay término medio. ¿Qué eliges, la vida o la muerte? Solo podemos darte tres minutos para decidir, porque el tiempo corre y todo tiene que hacerse antes de que vuelva a pasar la ronda.

      »—¿Cómo puedo decidir? —dije—. No me habéis explicado lo que queréis de mí. Pero os aseguro desde ahora que si es algo contra la seguridad del fuerte, no quiero saber nada del asunto y podéis clavarme el cuchillo en cuanto queráis.

      »—No se trata de nada contra el fuerte —dijo él—. Solo te pedimos que hagas lo que todos tus compatriotas vienen a hacer a esta tierra. Te proponemos que te hagas rico. Si te unes a nosotros esta noche, te juramos sobre este cuchillo desenvainado, y con el triple juramento que ningún sikh ha roto jamás, que tendrás tu parte equitativa del botín. Una cuarta parte del tesoro será tuya. No podemos hacer una oferta más justa.

      »—Pero ¿de qué tesoro me hablas? —pregunté—. Estoy tan dispuesto a hacerme rico como podáis estarlo vosotros, pero tenéis que decirme cómo vamos a lograrlo.

      »—Entonces, ¿estás dispuesto a jurar por los huesos de tu padre, por el honor de tu madre, por la cruz de tu religión, que no levantarás la mano ni dirás una palabra contra nosotros, ni ahora ni después?

      »—Lo juraré —dije—, siempre que el fuerte no corra peligro.

      »—En tal caso, mi compañero y yo juraremos que tendrás una cuarta parte del tesoro, que dividiremos a partes iguales entre nosotros cuatro.

      »—No somos más que tres —dije yo.

      »—No. Dost Akbar debe recibir su parte. Te contaremos la historia mientras lo esperamos. Quédate en la puerta, Mahomet Singh, y avisa cuando lleguen. El asunto es el siguiente, sahib, y te lo cuento porque sé que los feringhees se sienten obligados por sus juramentos y que podemos confiar en ti. Si fueras un embustero hindú, aunque hubieras jurado por todos los dioses de sus falsos templos, tu sangre habría corrido por mi cuchillo y tu cuerpo estaría ya en el agua. Pero los sikhs conocemos a los ingleses y los ingleses conocen a los sikhs. Escucha, pues, lo que voy a decirte.

      »“En las provincias del Norte hay un rajá que posee muchas riquezas, aunque sus tierras son pequeñas. Gran parte la heredó de su padre, y mucho más lo reunió él mismo, porque es un hombre de carácter ruin, más propenso a acaparar oro que a gastarlo. Cuando estalló la revuelta, quiso estar a bien con el león y con el tigre, con los cipayos y con el gobierno de la Compañía. Sin embargo, poco después empezó a creer que se acercaba el fin de los hombres blancos, porque las noticias que le llegaban de todas partes no hablaban más que de su muerte y su derrota. Aun así, como era hombre precavido, trazó sus planes de manera que, pasara lo que pasara, le quedara al menos la mitad de su tesoro. Todo el oro y la plata los guardó consigo en las bóvedas de su palacio; pero las piedras más preciosas y las perlas más perfectas que poseía las metió en un cofre de hierro y se las confió a un sirviente de confianza, para que este, disfrazado de mercader, las trajera a la fortaleza de Agra, donde estarían a salvo hasta que vuelva a haber paz. Así, si triunfan los rebeldes, él conservará su dinero; pero si vence la Compañía, salvará sus joyas. Después de dividir así su tesoro, se sumó a la causa de los cipayos, porque estos eran los más fuertes en torno a sus fronteras. Fíjate, sahib, en que al hacer esto, su propiedad se convierte en botín legítimo de los que se han mantenido leales.

      »“Este falso mercader, que viaja bajo el nombre de Achmet, se encuentra ahora en la ciudad de Agra y pretende entrar en el fuerte. Lleva como compañero de viaje a mi hermano de leche, Dost Akbar, que conoce su secreto. Dost Akbar le ha prometido guiarle esta noche a una puerta lateral del fuerte, y ha elegido esta para sus propósitos. Está a punto de llegar, y aquí nos encontrará a Mahomet Singh y a mí aguardándolo. Es un lugar solitario y nadie se enterará de su llegada. El mundo no volverá a saber del mercader Achmet, pero el gran tesoro del rajá se dividirá entre nosotros. ¿Qué dices a eso, sahib?

      »En Worcestershire, la vida de un hombre parece algo importante y sagrado; pero la cosa es muy diferente cuando estás rodeado de fuego y sangre y te has acostumbrado a tropezar con la muerte en cada esquina. Que Achmet el mercader viviera o muriera me tenía completamente sin cuidado, pero al oír hablar del tesoro se me había animado el corazón y pensé en lo que podría hacer con él en mi tierra, en la cara que pondría mi familia al ver que el vástago inútil regresaba con los bolsillos repletos de monedas de oro. Así que ya había tomado mi decisión. Sin embargo, Abdullah Khan, creyendo que aún vacilaba, insistió todavía un poco más.

      »—Ten en cuenta, sahib —dijo—, que si este hombre cae en manos del comandante, este le hará ahorcar o fusilar, y sus joyas pasarán a poder del Gobierno, sin que nadie salga ganando ni una rupia. Pues bien, si lo atrapamos nosotros, ¿por qué no íbamos a hacer también lo demás? Las joyas estarán igual de bien con nosotros que en las arcas de la Compañía. Hay suficiente para convertirnos a los cuatro en hombres ricos y poderosos. Nadie sabrá nada del asunto, porque estamos aislados de todos. ¿Puede haber una oportunidad mejor? Así pues, sahib, dime otra vez si estás con nosotros o si debemos considerarte como un enemigo.

      »—Estoy con vosotros en cuerpo y alma —dije.

      »—Está bien —respondió él, devolviéndome mi fusil—. Ya ves que nos fiamos de ti, porque creemos que, igual que nosotros, no faltarás a tu palabra. Ahora solo tenemos que esperar a que lleguen mi hermano y el mercader.

      »—¿Sabe tu hermano lo que vas a hacer? —pregunté.

      »—El plan es suyo. Él lo ha ideado. Vamos a la puerta a montar guardia junto a Mahomet Singh.

      »La lluvia seguía cayendo insistentemente, porque nos encontrábamos al comienzo de la estación lluviosa. Densas y oscuras nubes cruzaban por el cielo y resultaba difícil ver más allá de un tiro de piedra. Delante de nuestra puerta se abría un profundo foso, pero estaba casi seco por algunos lugares y era fácil cruzarlo. Me parecía extraño encontrarme allí con aquellos dos feroces punjabíes, aguardando a un hombre que se encaminaba hacia la muerte.

      »De pronto, mis ojos captaron el brillo de una linterna sorda al otro lado del foso. Desapareció entre los montículos de tierra y volvió a aparecer, acercándose despacio a nuestra posición.

      »—¡Ahí están! —exclamé.

      »—Tú les darás el alto, sahib, como de costumbre —susurró Abdullah—. Que no sospeche nada. Envíalo adentro con nosotros y nosotros haremos el resto mientras tú te quedas aquí de guardia. Ten preparada la linterna, para estar seguros de que es nuestro hombre.

      »La vacilante luz continuaba acercándose, deteniéndose unas veces y avanzando otras, hasta que pude distinguir dos figuras oscuras al otro lado del foso. Las dejé descender por el terraplén, chapotear a través del fango y trepar hasta la mitad del camino a la puerta, y entonces les di el alto.

      »—¿Quién va? —dije con voz apagada.

      »—Somos amigos —me respondieron. Descubrí mi linterna y proyecté un chorro de luz sobre ellos. El primero era un sikh enorme, con una barba negra que le llegaba casi hasta la faja. No siendo en una feria, jamás he visto un hombre tan alto. El otro era un tipo bajo y gordo, con un gran turbante amarillo, que llevaba en la mano un bulto envuelto en un chal. Parecía estar temblando de miedo, porque retorcía las manos como si tuviera fiebre y giraba constantemente la cabeza a derecha e izquierda,