Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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No abandona a sus amigos. Creo que podemos confiar en él.

      »—Es un negocio sucio —respondió el otro—. Pero, como tú dices, ese dinero nos sacaría a flote perfectamente.

      »—Muy bien, Small —dijo el mayor—, supongo que tendremos que aceptar sus condiciones. Pero, como es natural, antes tendremos que comprobar la veracidad de su historia. Dígame dónde está escondida la caja y yo solicitaré un permiso e iré a la India en el barco mensual de suministros, para investigar el asunto.

      »—No tan deprisa —dije yo, que me iba enfriando a medida que él se acaloraba—. Tengo que obtener el visto bueno de mis tres camaradas. Ya le digo que tenemos que ser los cuatro o ninguno.

      »—¡Tonterías! —estalló—. ¿Qué pintan esos tres negros en nuestro trato?

      »—Negros o azules —dije yo—, están conmigo en esto y vamos todos juntos.

      »Pues bien, el trato se cerró en una segunda reunión, a la que asistieron Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dost Akbar. Volvimos a discutir el asunto y al final nos pusimos de acuerdo. Nosotros proporcionaríamos a los dos oficiales sendos planos de aquella parte del fuerte de Agra, marcando el lugar en el que estaba escondido el tesoro. El mayor Sholto iría a la India a verificar nuestra historia. Si encontraba el cofre, debía dejarlo donde estaba, enviar un pequeño yate pertrechado para el viaje, con instrucciones de atracar frente a la isla de Rutland (ya nos las arreglaríamos nosotros para llegar allá), y por último, regresar a sus responsabilidades. A continuación, el capitán Morstan solicitaría un permiso, iría a reunirse con nosotros en Agra y allí repartiríamos por fin el tesoro. El capitán se llevaría su parte y la del mayor. Todo esto lo sellamos con los juramentos más solemnes que la mente pueda concebir y los labios pronunciar. Me pasé toda la noche dándole a la pluma, y por la mañana tenía terminados los dos planos, firmados con el signo de los cuatro: es decir, Abdullah, Akbar, Mahomet y yo.

      »Bien, caballeros, los estoy cansando con mi larga historia y sé que mi amigo el señor Jones está impaciente por dejarme bien guardado en la jaula. Seré lo más breve que pueda. Aquel canalla de Sholto marchó a la India, pero ya no regresó jamás. Muy poco tiempo después, el capitán Morstan me enseñó su nombre en una lista de pasajeros de un buque correo. Había muerto un tío suyo, dejándole en herencia una fortuna, y él había abandonado el ejército. Sin embargo, aquello no le impidió rebajarse hasta el punto de traicionar a cinco hombres como lo hizo con nosotros. Poco después, Morstan fue a Agra y, tal como esperábamos, descubrió que el tesoro había volado. Aquella sabandija lo había robado todo, sin cumplir ninguna de las condiciones bajo las que le habíamos confiado el secreto. Desde aquel día, viví solo para la venganza. Pensaba en ella de día y me recreaba en ella por la noche. Se convirtió en una pasión absorbente que me dominó por completo. No me importaba nada la ley, ni me asustaba la horca. Escapar, seguirle la pista a Sholto, echarle la mano al cuello... aquellos eran mis únicos pensamientos. Incluso el tesoro de Agra se había convertido para mí en algo secundario, comparado con el querer matar a Sholto.

      »Pues bien, en esta vida yo me he propuesto muchas cosas, y jamás hubo una que dejara de hacer. Pero pasaron largos años hasta que llegó mi momento. Ya les he dicho que había aprendido algo de medicina. Un día, cuando el doctor Somerton estaba en cama con fiebre, un grupo de presos recogió en el bosque a uno de aquellos pequeños isleño de Andamán. Estaba mortalmente enfermo y había buscado un lugar solitario para morir. Me hice cargo de él, aunque era tan venenoso como una cría de serpiente, y al cabo de un par de meses lo tuve curado y capaz de andar. A partir de entonces, me cogió cariño y se quedó siempre rondando alrededor de mi cabaña, sin regresar casi nunca a su bosque. Aprendí de él un poco de su idioma, y esto hizo que se encariñara aún más conmigo.

      »Tonga, porque así se llamaba, era un hábil piragüista y poseía una canoa grande y espaciosa. Cuando comprendí que sentía devoción por mí y que haría cualquier cosa por ayudarme, vi la oportunidad de fugarme. Hablé con él del asunto. Le dije que llevara su canoa cierta noche a un viejo embarcadero que nunca estaba vigilado y que me recogiera allí. Le indiqué además que llevara varias calabazas de agua y un buen montón de ñames, cocos y batatas.

      »¡Qué firme y leal era el pequeño Tonga! Nadie tuvo jamás un camarada más fiel. La noche convenida, llevó su bote al embarcadero. Pero dio la casualidad de que allí se encontraba uno de los guardias del presidio, un asqueroso afgano que jamás había dejado pasar una ocasión de insultarme y humillarme. Yo había jurado vengarme de él, y ahora tenía la oportunidad. Era como si el destino lo hubiera puesto en mi camino para que saldara cuentas con él antes de abandonar la isla. Estaba de pie a la orilla del agua, de espaldas a mí, con la carabina al hombro. Busqué una piedra con la que aplastarle los sesos, pero no encontré ninguna.

      »Entonces se me ocurrió una idea extraña, y supe dónde podía conseguir un arma. Me senté en la oscuridad y solté las correas de mi pata de palo. Con tres largos saltos a la pata coja, caí sobre él. Se llevó la carabina al hombro, pero yo le golpeé de lleno, hundiéndole toda la parte delantera del cráneo. Todavía se ve la muesca en la madera, donde pegó el golpe. Los dos caímos al suelo juntos, porque yo no pude mantener el equilibrio, pero cuando me incorporé vi que él se quedaba caído e inmóvil. Salté a la canoa y en menos de una hora estábamos ya bastante mar adentro. Tonga se había llevado todas sus posesiones, sus armas y sus dioses. Entre otras cosas, tenía una larga lanza de bambú y varias esteras de palma de cocotero, con las que construí una especie de vela. Navegamos sin rumbo fijo durante diez días, confiando en la suerte, y al undécimo nos recogió un barco mercante que iba de Singapur a Yidda con un pasaje de peregrinos malayos. Era una gente bastante rara, pero Tonga y yo tardamos muy poco en instalarnos entre ellos. Tenían una buena cualidad: que te dejaban en paz y no hacían preguntas.

      »En fin, si fuera a contarles todas las aventuras que corrimos mi pequeño camarada y yo, no creo que ustedes me lo agradecieran, porque los entretendría aquí hasta después de salir el sol. Fuimos de un lado a otro, dando tumbos por el mundo, y siempre ocurría algo que nos impedía llegar a Londres. Pero en ningún momento perdí de vista mi objetivo. Por las noches soñaba con Sholto. Lo habré matado en sueños cientos de veces. Pero por fin, hace tres o cuatro años, conseguimos llegar a Inglaterra. No me resultó muy difícil averiguar donde vivía Sholto, y me propuse descubrir si había vendido el tesoro o todavía lo tenía en su poder. Hice amistad con alguien que estaba en condiciones de ayudarme, y no doy nombres, porque no quiero meter en líos a nadie más, y pronto averigüé que aún tenía las joyas. Entonces intenté llegar hasta él de muchas maneras; pero era un tipo astuto, y siempre tenía dos boxeadores protegiéndolo, además de sus hijos y su khitmutgar.

      »Sin embargo, un día me avisaron de que se estaba muriendo. Corrí inmediatamente a su jardín, enloquecido al pensar que se me iba a escapar de las manos de aquella manera. Miré por la ventana y lo vi tendido en su cama, con uno de sus hijos a cada lado. Estaba dispuesto a entrar y enfrentarme a los tres, pero justo en aquel momento vi que se le desplomaba la mandíbula y comprendí que había muerto. A pesar de todo, aquella misma noche entré en su habitación y registré sus papeles para ver si había dejado alguna constancia de dónde estaban escondidas las joyas. Sin embargo, no encontré nada y tuve que marcharme, frustrado y enfurecido a más no poder. Antes de retirarme, se me ocurrió que si alguna vez volvía a ver a mis amigos sikhs, les agradaría saber que había dejado alguna señal de nuestro odio; así que garabateé el signo de los cuatro, igual que en el plano, y se lo clavé en el pecho con un alfiler. No podíamos permitir que lo llevaran a la tumba sin algún recuerdo de los hombres a los que había robado y engañado.

      »Por aquella época nos ganábamos la vida exhibiendo al pobre Tonga, en ferias y sitios así, como “el caníbal negro”. Comía carne cruda y bailaba su danza de guerra, y al final de la jornada siempre teníamos el sombrero lleno de peniques. Seguía al corriente de todo lo que sucedía en el Pabellón Pondicherry, y durante varios años no hubo novedades, aparte de que continuaban buscando el tesoro. Pero por fin llegó la noticia que tanto tiempo llevaba esperando: habían encontrado el tesoro. Estaba en el piso alto de la casa, en el laboratorio de química del señor Bartholomew Sholto. Me fui para allá de inmediato y eché un vistazo al sitio,