Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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ha comprometido seriamente.

      —Entonces yo no era más que príncipe heredero. Y, además, joven. Hoy mismo no tengo sino treinta años.

      —Es preciso recuperar esa fotografía.

      —Lo hemos intentado y fracasamos.

      —Su majestad tiene que pagar. Es preciso comprar esa fotografía.

      —Pero ella no quiere venderla.

      —Robársela entonces.

      —Cinco intentos han sido realizados. Ladrones a sueldo mío registraron su casa de arriba abajo por dos veces. En otra ocasión, mientras ella viajaba, sustrajimos su equipaje. Le tendimos celadas dos veces más. Siempre sin resultado.

      —¿Ningún rastro de la foto?

      —En absoluto.

      Holmes se echó a reír y dijo:

      —He ahí un problemita peliagudo.

      —Pero muy serio para mí —le replicó en tono de reconvención el rey.

      —Muchísimo, desde luego. Pero ¿qué se propone hacer ella con esa fotografía?

      —Arruinarme.

      —¿Cómo?

      —Estoy en vísperas de contraer matrimonio.

      —Eso tengo entendido.

      —Con Clotilde Lothman von Saxe Meningen. Hija segunda del rey de Escandinavia. Quizá sepa usted que es una familia de principios muy estrictos. Y ella misma es la esencia de la delicadeza. Bastaría una sombra de duda acerca de mi conducta para que todo se viniese abajo.

      —¿Y qué dice Irene Adler?

      —Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Estoy seguro de que lo hará. Usted no la conoce. Tiene un alma de acero. Posee el rostro de la más hermosa de las mujeres y el temperamento del más resuelto de los hombres. Es capaz de llegar a cualquier extremo antes de consentir que yo me case con otra mujer.

      —¿Está seguro de que no la ha enviado ya?

      —Lo estoy.

      —¿Por qué razón?

      —Porque ella aseguró que la enviará el día mismo en que se haga público el compromiso matrimonial. Y eso ocurrirá el lunes próximo.

      —Entonces tenemos por delante tres días aún —exclamó Holmes, bostezando—. Es una suerte, porque en este mismo instante traigo entre manos un par de asuntos de verdadera importancia, Supongo que su majestad permanecerá por ahora en Londres, ¿no es así?

      —Ciertamente. Usted me encontrará en el Langham, bajo el nombre de conde von Kramm.

      —Le haré llegar unas líneas para informarle de cómo llevamos el asunto.

      —Hágalo así, se lo suplico, porque vivo en una pura ansiedad.

      —Otra cosa. ¿Y la cuestión dinero?

      —Tiene usted carte blanche.

      —¿Sin limitaciones?

      —Le aseguro que daría una provincia de mi reino por tener en mi poder la fotografía.

      —¿Y para gastos de momento?

      El rey sacó de debajo de su capa un grueso talego de gamuza y lo puso encima de la mesa, diciendo:

      —Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes.

      Holmes garrapateó en su cuaderno un recibo, y se lo entregó.

      —¿Y la dirección de esa señorita? —preguntó.

      —Pabellón Briony. Serpentine Avenue, St. John’s Wood.

      Holmes tomó nota, y dijo:

      —Otra pregunta: ¿era la foto de tamaño exposición?

      —Sí que lo era.

      —Entonces, majestad, buenas noches, y espero que no tardaremos en tener alguna buena noticia para usted. Y a usted también, Watson, buenas noches —agregó, así que rodaron en la calle las ruedas del Brougham real—. Si tuviese la amabilidad de pasarse por aquí mañana por la tarde, a las tres, me gustaría charlar con usted de este asuntito.

      II

      A las tres en punto me encontraba yo en Baker Street, pero Holmes no había regresado todavía. La casera me informó que había salido de casa poco después de las ocho de la mañana. Me senté junto al fuego, no obstante, resuelto a esperarle por mucho que tardase. Esta investigación me había interesado profundamente: no estaba rodeada de ninguna de las características extraordinarias y horrendas que concurrían en los dos crímenes que he dejado ya relatados, pero la índole del caso y la alta posición del cliente de Holmes lo revestían de un carácter especial. La verdad es que, aparte de la naturaleza de la investigación que mi amigo emprendía, había algo en su magistral manera de abarcar las situaciones, y en su razonar agudo e incisivo, que convertía para mí en un placer el estudio de su sistema de trabajo, y el seguirle en los rápidos y sutiles métodos con que desenredaba los misterios más inextricables. Me hallaba yo tan habituado a verle triunfar que la posibilidad de un fracaso suyo ni siquiera me entraba en la cabeza.

      Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo, con aspecto de borracho, desaseado, de puntillas largas, cara abotagada y ropas indecorosas. A pesar de hallarme acostumbrado a la asombrosa habilidad de mi amigo para el uso de disfraces, tuve que examinarlo detenidamente antes de cerciorarme de que era él en persona Me saludó con una inclinación de cabeza y se metió en su dormitorio, del que volvió a salir antes de cinco minutos vestido con traje de mezclilla y con su aspecto respetable de siempre. Con las manos en los bolsillos, estiró las piernas frente al fuego y se rio a carcajadas por unos minutos.

      —Pero ¡quién iba a decirlo! —exclamó, se rio y luego se ahogó; y volvió a reír hasta tener que recostarse, cansado e impotente, en su sillón.

      —¿De qué se ríe?

      —La cosa tiene demasiada gracia. Estoy seguro de que no es usted capaz de adivinar en qué invertí la mañana, ni lo que acabé por hacer.

      —No puedo imaginármelo, aunque supongo que habrá estado estudiando las costumbres, y hasta quizá la casa de la señorita Irene Adler.

      —Exactamente, pero las consecuencias que se me originaron han sido bastante fuera de lo corriente. Se lo voy a contar. Salí esta mañana de casa poco después de las ocho, disfrazado de mozo de caballos sin trabajo. Existe entre la gente de caballerizas una asombrosa simpatía y hermandad masónica. Sea usted uno de ellos, y sabrá todo lo que hay que saber. Pronto di con el Pabellón Briony. Es una joyita de chalet, con jardín en la parte posterior, pero con su fachada de dos pisos construida en línea con la calle. La puerta tiene cerradura sencilla. A la derecha hay un cuarto de estar, bien amueblado, con ventanas largas, que llegan casi hasta el suelo y que tienen anticuados cierres ingleses de ventana, que cualquier niño pudiera abrir. En la fachada posterior no descubrí nada de particular, salvo que la ventana del pasillo puede alcanzarse desde el techo del edificio de la cochera. Caminé alrededor y lo examiné todo cuidadosamente y desde todo punto de vista, aunque sin descubrir ningún otro detalle de interés.

      —Luego me fui paseando tranquilamente por la calle de adelante y descubrí, tal como yo esperaba, unos establos en una travesía que corre a lo largo de una de las tapias del jardín. Eché una mano a los mozos de cuadra en la tarea de almohazar los caballos, y me lo pagaron con dos peniques, un vaso de leche cremosa, dos rellenos de la cazoleta de mi pipa con mal tabaco, y toda la información que yo podría querer acerca de la señorita Adler, sin contar con los que me dieron acerca de otra media docena de personas de la vecindad, en las cuales yo no tenía ningún interés, pero que no tuve más remedio que escuchar.

      —¿Y qué supo de Irene Adler? —le pregunté.

      —Pues verá