Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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que desembocan en Edgware Road.

      —Lo hizo usted muy bien, doctor —me dijo Holmes—. No hubiera sido posible mejorarlo. Todo ha salido perfectamente.

      —¿Tiene ya la fotografía?

      —Sé dónde está.

      —¿Y cómo lo descubrió?

      —Ella me lo indicó, como le dije a usted que lo haría.

      —Sigo a oscuras.

      —No quiero hacer un misterio del asunto —dijo, riéndose—. Era una cosa sencilla. Ya se daría usted cuenta de que todos cuantos estaban en la calle eran cómplices. Los había contratado para la velada.

      —Lo asumí.

      —Pues cuando se armó la trifulca, yo ocultaba en la mano una pequeña cantidad de pintura roja, húmeda. Me abalancé, caí, me di con fuerza en la cara con la palma de la mano, y ofrecí un espectáculo que movía a compasión. Es un truco ya viejo.

      —También llegué a imaginar ese detalle.

      —Luego me metieron en la casa. Ella no tenía más remedio que recibirme. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y tuvo que recibirme en el cuarto de estar, es decir, en la habitación misma en que yo sospechaba que se encontraba la fotografía. O allí o en su dormitorio, y yo estaba resuelto a ver en cuál de los dos. Me tendieron en el sofá, hice como que me ahogaba, no tuvieron más remedio que abrir la ventana, y tuvo usted de ese modo su oportunidad.

      —¿Y de qué le sirvió mi acción?

      —De ella dependía todo. Cuando una mujer cree que su casa está ardiendo, el instinto la lleva a precipitarse hacia el objeto que tiene en más aprecio. Es un impulso irresistible, del que más de una vez me he aprovechado. Recurrí a él cuando el escándalo de la suplantación de Darlington y en el del castillo de Arnsworth. Si la mujer es casada, corre a coger en brazos a su hijito; si es soltera, corre en busca de su estuche de joyas. Pues bien: era evidente para mí que nuestra dama de hoy no guardaba en casa nada que fuese más precioso para ella que lo que nosotros buscábamos. La alarma, simulando que había estallado un fuego, se dio admirablemente. El humo y el griterío eran como para sobresaltar a una persona de nervios de acero. Ella actuó de manera magnífica. La fotografía está en un escondite que hay detrás de un panel corredizo, encima mismo de la campanilla de llamada de la derecha. Ella se plantó allí en un instante, y la vi medio sacarla fuera. Cuando yo empecé a gritar que se trataba de una falsa alarma, volvió a colocarla en su sitio, echó una mirada al cohete, salió corriendo de la habitación, y no volví a verla. Me puse en pie y, dando toda clase de excusas, hui de la casa. Estuve dudando si apoderarme de la fotografía entonces mismo, pero el cochero había entrado en el cuarto de estar y no quitaba de mí sus ojos. Me pareció, pues, más seguro esperar. Con precipitarse demasiado se puede arruinar todo.

      —¿Y ahora? —le pregunté.

      —Nuestra investigación está prácticamente acabada. Mañana iré allí de visita con el rey, y usted puede acompañarnos, si le agrada. Nos pasarán al cuarto de estar mientras avisan a la señora, pero es probable que cuando ella se presente no nos encuentre ni a nosotros ni a la fotografía. Quizá constituye para su majestad una satisfacción el recuperarla con sus propias manos.

      —¿A qué hora irán ustedes?

      —A las ocho de la mañana. Ella no se habrá levantado todavía, de modo que tendremos el campo libre. Además, es preciso que actuemos con rapidez, porque quizá su matrimonio suponga un cambio completo en su vida y en sus costumbres. Es preciso que yo telegrafíe sin perder momento al rey.

      Habíamos llegado a Baker Street, y nos habíamos detenido delante de la puerta. Mi compañero rebuscaba la llave en sus bolsillos cuando alguien le dijo al pasar:

      —Buenas noches, señor Sherlock Holmes.

      Había en ese instante en la acera varias personas, pero el saludo parecía proceder de un joven delgado que vestía ancho gabán y que se alejó rápidamente. Holmes dijo mirando con fijeza hacia la calle débilmente alumbrada:

      —Yo he oído antes esa voz. ¿Quién diablos ha podido ser?

      III

      Dormí esa noche en Baker Street, y nos hallábamos desayunando nuestro café con tostadas cuando el rey de Bohemia entró con gran prisa en la habitación.

      —¿De verdad que se apoderó usted de ella? —exclamó agarrando a Sherlock Holmes por los dos hombros, y clavándole en la cara una ansiosa mirada.

      —Todavía no.

      —Pero ¿confía en hacerlo?

      —Confío.

      —Vamos entonces. Ya estoy impaciente por ponerme en camino.

      —Necesitamos un carruaje.

      —No, tengo esperando mi Brougham.

      —Eso simplifica las cosas.

      Bajamos a la calle, y nos pusimos una vez más en marcha hacia el Pabellón Briony.

      —Irene Adler se ha casado —hizo notar Holmes.

      —¡Que se ha casado! ¿Cuándo?

      —Ayer.

      —¿Y con quién?

      —Con un abogado inglés apellidado Norton.

      —Pero no es posible que esté enamorada de él.

      —Yo tengo ciertas esperanzas de que lo esté.

      —Y ¿por qué ha de esperarlo usted?

      —Porque ello le ahorraría a su majestad todo temor de futuras molestias. Si esa dama está enamorada de su marido, será que no lo está de su majestad. Si no ama a su majestad, no habrá motivo de que se entremeta en vuestros proyectos.

      —Eso es cierto. Sin embargo... ¡Pues bien: ojalá ella hubiese sido una mujer de mi misma posición social! ¡Qué gran reina habría sabido ser!

      El rey volvió a caer en un silencio ceñudo, que nadie rompió hasta que nuestro coche se detuvo en la Serpentine Avenue.

      La puerta del Pabellón Briony estaba abierta y vimos a una mujer anciana en lo alto de la escalinata. Nos miró con ojos burlones cuando nos apeamos del coche del rey, y nos dijo:

      —El señor Sherlock Holmes, ¿verdad?

      —Yo soy el señor Holmes —contestó mi compañero alzando la vista hacia ella con mirada de interrogación y de no pequeña sorpresa.

      —Me lo imaginé. Mi señora me dijo que usted vendría probablemente a visitarla. Se marchó esta mañana con su esposo en el tren que sale de Charing Cross a las cinco horas quince minutos con destino al Continente.

      —¡Cómo! —exclamó Sherlock Holmes retrocediendo como si hubiese recibido un golpe, y pálido de pesar y de sorpresa—. ¿Quiere usted decirme con ello que su señora abandonó ya Inglaterra?

      —Para nunca más volver.

      —¿Y los documentos? —preguntó con voz ronca el rey—. Todo está perdido.

      —Eso vamos a verlo.

      Sherlock Holmes apartó con el brazo a la criada y se precipitó al interior del cuarto de estar, seguido por el rey y por mí. Los muebles se hallaban desparramados en todas direcciones; los estantes, desmantelados; los cajones, abiertos, como si aquella dama lo hubiese registrado y saqueado todo antes de su fuga. Holmes se precipitó hacia el cordón de la campanilla, corrió un pequeño panel, y, metiendo la mano dentro del hueco, extrajo una fotografía y una carta. La fotografía era la de Irene Adler en traje de noche, y la carta llevaba el siguiente sobrescrito: “Para el señor Sherlock Holmes. La retirará él en persona”. Mi amigo rasgó el sobre, y nosotros tres la leímos al mismo tiempo. Estaba fechada a medianoche del día anterior, y decía así:

      “Mi querido señor Sherlock Holmes:

      La