Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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vivísimo y la expresión de disgusto y de pesar extremados que se leía en sus facciones.

      La mirada despierta de Sherlock Holmes me sorprendió en mi tarea, y mi amigo movió la cabeza, sonriéndome, en respuesta a mis miradas interrogantes:

      —Fuera de los hechos evidentes de que en tiempos pasados estuvo dedicado a trabajos manuales, de que toma rapé, de que es francmasón, de que estuvo en China y de que en estos últimos tiempos ha estado muy atareado en escribir no puedo sacar nada más en limpio.

      El señor Jabez Wilson se irguió en su asiento, puesto el dedo índice sobre el periódico, pero con los ojos en mi compañero.

      —Pero, por mi vida, ¿cómo ha podido usted saber todo eso, señor Holmes? ¿Cómo averiguó, por ejemplo, que yo he realizado trabajos manuales? Todo lo que ha dicho es tan verdad como el Evangelio: empecé mi carrera como carpintero de un barco.

      —Por sus manos, señor. La derecha es más grande que su mano izquierda. Usted trabajó con ella, y los músculos de la misma están más desarrollados.

      —Bien, pero ¿y lo del rapé y la francmasonería?

      —No quiero hacer una ofensa a su inteligencia explicándole de qué manera he descubierto eso, especialmente porque, contrariando bastante las reglas de su orden, usa usted un alfiler de corbata que representa un arco y un compás.

      —¡Ah! Se me había pasado eso por alto. Pero ¿y lo de la escritura?

      —Y ¿qué otra cosa puede significar el que el puño derecho de su manga esté tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el izquierdo muestra una superficie lisa cerca del codo, indicando el punto en que lo apoya sobre el pupitre?

      —Bien, ¿y lo de China?

      —El pez que lleva usted tatuado más arriba de la muñeca solo ha podido ser dibujado en China. Yo llevo haciendo un pequeño estudio acerca de los tatuajes, y he contribuido incluso a la literatura sobre ese tema. El detalle de colorear las escamas del pez con un leve color sonrosado es completamente característico de China. Si, además de eso, veo colgar de la cadena de su reloj una moneda china, el problema se simplifica aún más.

      El señor Jabez Wilson se rio con risa torpona, y dijo:

      —¡No lo hubiera creído! Al principio me pareció que lo que había hecho usted era una cosa por demás inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún mérito.

      —Comienzo a creer, Watson —dijo Holmes—, que es un error de parte mía el dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como no ignora usted, y si yo sigo siendo tan ingenuo, mi pobre celebridad, mucha o poca, va a naufragar. ¿Puede enseñarme usted ese anuncio, señor Wilson?

      —Sí, ya lo encontré —contestó él, con su dedo grueso y colorado fijo hacia la mitad de la columna—. Aquí está. Aquí empezó todo. Léalo usted mismo, señor.

      Le quité el periódico, y leí lo que sigue:

      “A la liga de los pelirrojos. Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins, Penn., EE. UU., se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a un salario de cuatro libras semanales a cambio de servicios de carácter puramente nominal. Todos los pelirrojos sanos de cuerpo y de inteligencia, y de edad superior a los veintiún años, pueden optar al puesto. Presentarse personalmente el lunes, a las once, a Duncan Ross en las oficinas de la Liga, Pope’s Court, número 7. Fleet Street”.

      —¿Qué diablos puede significar esto? —exclamé después de leer dos veces el extraordinario anuncio.

      Holmes se rio por lo bajo, y se retorció en su sillón, como solía hacer cuando estaba de buen humor.

      —¿Verdad que esto se sale un poco del camino trillado? —dijo—. Y ahora, señor Wilson, arranque desde la línea de salida, y no deje nada por contar acerca de usted, de su familia y del efecto que el anuncio ejerció en su situación. Pero antes, doctor, apunte el periódico y la fecha.

      —Es el Morning Chronicle del veintisiete de abril de mil ochocientos noventa. Exactamente, de hace dos meses.

      —Muy bien. Veamos, señor Wilson.

      —Pues bien: señor Holmes, como le contaba a usted —dijo Jabez Wilson secándose el sudor de la frente—, yo poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City. El negocio no tiene mucha importancia, y durante los últimos años no me ha producido sino para ir tirando. En otros tiempos podía permitirme tener dos empleados, pero en la actualidad solo conservo uno, y aun a este me resultaría difícil poder pagarle, de no ser porque se conforma con la mitad de la paga para poder aprender el oficio.

      —¿Cómo se llama este joven de tan buen conformar? —preguntó Sherlock Holmes.

      —Se llama Vicente Spaulding, pero no es precisamente un mozalbete. Resultaría difícil calcular los años que tiene. Yo me conformaría con que un empleado mío fuese lo inteligente que es él: sé perfectamente que él podría ganar el doble de lo que yo puedo pagarle y mejorar su situación. Pero, después de todo, si él está satisfecho, ¿por qué voy a darle ideas?

      —Naturalmente, ¿por qué va usted a hacerlo? Es para usted una verdadera fortuna el poder disponer de un empleado que quiere trabajar por un salario inferior al del mercado. En una época como la que atravesamos no son muchos los patronos que están en su situación. Me está pareciendo que su empleado es tan extraordinario como su anuncio.

      —Bien, pero también tiene sus defectos ese hombre —dijo el señor Wilson—. Por ejemplo, el de largarse por ahí con el aparato fotográfico en las horas en que debería estar cultivando su inteligencia, para luego venir y meterse en la bodega, lo mismo que un conejo en la madriguera, a revelar sus fotografías. Ese es el mayor de sus defectos, pero, en conjunto, es muy trabajador. Y carece de vicios.

      —Supongo que seguirá trabajando con usted.

      —Sí, señor. Yo soy viudo, nunca tuve hijos, y en la actualidad componen mi casa él y una chica de catorce años, que sabe cocinar algunos platos sencillos y hacer la limpieza. Los tres llevamos una vida tranquila, señor; y gracias a eso estamos bajo techo, pagamos nuestras deudas, y no pasamos de ahí.

      »Fue el anuncio lo que primero nos sacó de quicio. Spaulding se presentó en la oficina, hoy hace exactamente ocho semanas, con este mismo periódico en la mano, y me dijo:

      »—¡Ojalá Dios que yo fuese pelirrojo, señor Wilson!

      »—¿De qué se trata? —le pregunté.

      »—Pues que se ha abierto otra vacante en la Liga de los Pelirrojos —dijo él—. Para quien lo sea equivale a una pequeña fortuna, y, según tengo entendido, son más las vacantes que los pelirrojos, de modo que los albaceas testamentarios andan locos no sabiendo qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiase de color, ahí tenía yo un huequecito a pedir de boca donde meterme.

      »—Pero bueno, ¿de qué se trata? —le pregunté—. Mire, señor Holmes, yo soy un hombre muy de su casa. Como el negocio vino a mí, en vez de ir yo en busca del negocio, se pasan semanas enteras sin que yo ponga el pie fuera del felpudo de la puerta del local. Por esa razón vivía sin enterarme mucho de las cosas de fuera, y recibía con gusto cualquier noticia.

      »—¿Nunca ha oído usted hablar de la Liga de los Pelirrojos? —me preguntó con asombro.

      »—Nunca.

      »—Sí que es extraño, siendo como es usted uno de los candidatos elegibles para ocupar las vacantes.

      »—Y ¿qué supone en dinero? —le pregunté.

      »—Una minucia. Nada más que un par de centenares de libras al año, pero casi sin trabajo, y sin que le impidan gran cosa dedicarse a sus propias ocupaciones.

      »Se imaginará usted fácilmente que eso me hizo afinar el oído, ya que mi negocio no marchaba demasiado bien desde hacía algunos años, y un par de centenares de libras más me habrían venido de perlas.