por sus palabras, que él veía con claridad no solamente lo que había ocurrido, sino también lo que estaba a punto de ocurrir, mientras que a mí se me presentaba todavía todo el asunto como confuso y grotesco. Mientras iba en coche hasta mi casa de Kensington, medité sobre todo lo ocurrido, desde el extraordinario relato del pelirrojo copista de la Enciclopedia, hasta la visita a Saxe-Coburg Square, y las frases ominosas con que Holmes se había despedido de mí. ¿Qué expedición nocturna era aquella, y por qué razón tenía yo que ir armado? ¿Adónde iríamos, y qué era lo que teníamos que hacer? Holmes me había insinuado que el empleado barbilampiño del prestamista era un hombre temible, un hombre que quizá estaba desarrollando un juego de gran alcance. Intenté desenredar el enigma, pero renuncié a ello con desesperanza, dejando de lado el asunto hasta que la noche me trajese una explicación.
Eran las nueve y cuarto cuando salí de mi casa y me encaminé, cruzando el parque y siguiendo por Oxford Street, hasta Baker Street. Había parados delante de la puerta dos cabriolés, y al entrar en el vestíbulo oí ruido de voces en el piso superior. Al entrar en la habitación de Holmes, lo encontré en animada conversación con dos hombres, uno de los cuales reconocí como el agente oficial de policía Peter Jones; el otro era un hombre alto, delgado, caritristón, de sombrero muy lustroso y levita abrumadoramente respetable.
—¡Aja! Ya está completa nuestra expedición —dijo Holmes, abrochándose la zamarra de marinero y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza—. Creo que usted, Watson, conoce ya al señor Jones, de Scotland Yard. Permítame que le presente al señor Merryweather, que será esta noche compañero nuestro de aventuras.
—Otra vez salimos de caza por parejas, como usted ve, doctor —me dijo Jones con su prosopopeya habitual—. Este amigo nuestro es asombroso para levantar la pieza. Lo que él necesita es un perro viejo que le ayude a cazarla.
—Espero que, al final de nuestra caza, no resulte que hemos estado persiguiendo fantasmas —comentó, lúgubre, el señor Merryweather.
—Caballero, puede usted depositar una buena dosis de confianza en el señor Holmes —dijo altivamente el agente de policía—. Él tiene pequeños métodos propios, y estos son, si él no se ofende porque yo se lo diga, demasiado teóricos y fantásticos, pero lleva dentro de sí un detective hecho y derecho. No exagero al afirmar que en una o dos ocasiones, tales como el asunto del asesinato de Sholto y del tesoro de Agra, ha andado más cerca de la verdad que la organización policíaca.
—Me basta con que diga usted eso, señor Jones —respondió con deferencia el desconocido—. Pero reconozco que echo de menos mi partida de cartas. Por primera vez en veintisiete años, dejo de jugar mi partida de cartas un sábado por la noche.
—Creo —le hizo notar Sherlock Holmes— que esta noche se juega usted algo de mucha mayor importancia que todo lo que se ha jugado hasta ahora, y que la partida le resultará más emocionante. Usted, señor Merryweather, se juega unas treinta mil libras esterlinas, y usted, Jones, la oportunidad de echarle el guante al individuo a quien anda buscando.
—A John Clay, asesino, ladrón, quebrado fraudulento y falsificador. Se trata de un individuo joven, señor Merryweather, pero marcha a la cabeza de su profesión, y preferiría esposarlo a él que a cualquier otro de los criminales de Londres. Este John Clay es hombre extraordinario. Su abuelo era duque de sangre real, y el nieto cursó estudios en Eton y en Oxford. Su cerebro funciona con tanta destreza como sus manos, y aunque encontramos rastros suyos a la vuelta de cada esquina, jamás sabemos dónde dar con él. Esta semana violenta una casa en Escocia, y a la siguiente va y viene por Cornwall recogiendo fondos para construir un orfanato. Llevo persiguiéndolo varios años, y nunca pude ponerle los ojos encima.
—Espero tener el gusto de presentárselo esta noche. También yo he tenido mis más y mis menos con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que va a la cabeza de su profesión. Pero son ya las diez bien pasadas, y es hora de que nos pongamos en camino. Si ustedes suben en el primer coche, Watson y yo los seguiremos en el segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante nuestro largo trayecto en coche, y se arrellanó en su asiento tarareando melodías que había oído aquella tarde. Avanzamos traqueteando por un laberinto inacabable de calles alumbradas con gas, y desembocamos, por fin, en Farrington Street.
—Ya estamos llegando —comentó mi amigo—. Este Merryweather es director de un banco, y tiene interés personal en el asunto. Me pareció asimismo bien que nos acompañase Jones. No es mala persona, aunque en su profesión resulte un perfecto imbécil. Tiene una buena cualidad: es valiente como un bulldog, y tan tenaz como una langosta cuando cierra sus garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos esperan.
Estábamos en la misma concurrida arteria que habíamos visitado por la mañana. Despedimos a nuestros coches y, guiados por el señor Merryweather, nos metimos por un estrecho pasaje y cruzamos una puerta lateral que se abrió al llegar nosotros. Al otro lado había un corto pasillo, que terminaba en una pesadísima puerta de hierro. También esta se abrió, dejándonos pasar a una escalera de piedra y en curva, que terminaba en otra formidable puerta. El señor Merryweather se detuvo para encender una linterna y nos condujo por un corredor oscuro y que olía a tierra; luego, después de abrir una tercera puerta, desembocamos en una inmensa bóveda o bodega en la que había amontonadas por todo su alrededor jaulas de embalaje con cajas macizas dentro.
—Desde arriba no resulta usted muy vulnerable —hizo notar Holmes, manteniendo en alto la linterna y revisándolo todo con la mirada.
—Ni desde abajo —dijo el señor Merryweather golpeando con su bastón en las losas con que estaba empedrado el suelo—. ¡Por mi vida, esto suena a hueco! —exclamó, alzando sorprendido la vista.
—Me veo obligado a pedirle a usted que permanezca un poco más tranquilo —le dijo con severidad Holmes—. Acaba de poner en peligro todo el éxito de la expedición. ¿Puedo pedirle que tenga la bondad de sentarse encima de una de estas cajas, sin intervenir en nada?
El solemne señor Merryweather se encaramó a una de las jaulas de embalaje mostrando gran disgusto en su cara, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo y, sirviéndose de la linterna y de una lupa, comenzó a escudriñar minuciosamente las rendijas entre losa y losa. Le bastaron pocos segundos para llegar al descubrimiento, porque se puso ágilmente en pie y se guardó su lente en el bolsillo.
—Tenemos por delante por lo menos una hora —dijo a modo de comentario—, porque nada pueden hacer mientras el prestamista no se haya metido en la cama. Pero cuando esto ocurra, pondrán inmediatamente manos a la obra, pues cuanto antes le den fin, más tiempo les quedará para la fuga. Doctor, en este momento nos encontramos, según usted habrá ya adivinado, en los sótanos de la sucursal que tiene en la City uno de los principales bancos londinenses. El señor Merryweather es el presidente del consejo de dirección, y él explicará a usted por qué razones puede esta bodega despertar ahora mismo vivo interés en los criminales más audaces de Londres.
—Se trata del oro francés que aquí tenemos —cuchicheó el director—. Hemos recibido ya varias advertencias de que quizá se llevase a cabo una tentativa para robárnoslo.
—¿El oro francés?
—Sí. Hace algunos meses se nos presentó la conveniencia de reforzar nuestros recursos, y para ello tomamos en préstamo treinta mil napoleones al Banco de Francia. Ha corrido la noticia de que no habíamos tenido necesidad de desempaquetar el dinero, y que este se encuentra aún en nuestra bodega. Esta jaula sobre la que estoy sentado encierra dos mil napoleones empaquetados entre capas superpuestas de plomo. En este momento, nuestras reservas en oro son mucho más elevadas de lo que es corriente guardar en una sucursal, y el consejo de dirección tenía sus recelos por este motivo.
—Recelos que estaban muy justificados —hizo notar Holmes—. Es hora ya de que pongamos en marcha nuestros pequeños planes. Calculo que de aquí a una hora las cosas habrán hecho crisis. Para empezar, señor Merryweather, es preciso que corra la pantalla de esta linterna sorda.
—¿Y vamos a permanecer en la oscuridad?
—Eso me temo. Traje conmigo