Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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antes que nada, tenemos que tomar posiciones. Esta gente es temeraria y, aunque los situaremos en desventaja, podrían causarnos daño si no andamos con cuidado. Yo me situaré detrás de esta jaula, y ustedes escóndanse detrás de aquellas. Cuando yo los enfoque con una luz, ustedes los cercan rápidamente. Si ellos abren fuego, no sienta remordimientos de tumbarlos a tiros, Watson.

      Coloqué mi revólver, con el gatillo levantado, sobre la caja de madera detrás de la cual estaba yo parapetado. Holmes corrió la cortina delantera de su linterna y nos dejó sumidos en negra oscuridad, en la oscuridad más absoluta que había conocido hasta entonces. El olor del metal caliente seguía atestiguándonos que la luz estaba encendida, pronta a brillar instantáneamente. Aquellas súbitas tinieblas, y el aire frío y húmedo de la bodega, ejercieron una impresión deprimente y amortiguadora sobre mis nervios, tensos por la más viva expectación.

      —Solo les queda un camino para la retirada —cuchicheó Holmes—: el de volver a la casa y salir a Saxe-Coburg Square. Habrá usted hecho ya lo que le pedí, ¿verdad Jones?

      —Un inspector y dos funcionarios esperan en la puerta delantera.

      —Entonces, les hemos tapado todos los agujeros. Silencio, pues, y a esperar.

      ¡Qué larguísimo resultó aquello! Comparando notas más tarde, resulta que la espera fue de una hora y cuarto, pero yo tuve la sensación de que había transcurrido la noche y que debía de estar alboreando por encima de nuestras cabezas. Tenía los miembros entumecidos y cansados, porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis nervios habían alcanzado el más alto punto de tensión, y mi oído se había agudizado hasta el punto de que no solo escuchaba la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía por su mayor volumen la inspiración del voluminoso Jones de la nota suspirante del director del banco. Desde donde yo estaba, podía mirar por encima del cajón hacia el piso de la bodega. Mis ojos percibieron de pronto el brillo de una luz.

      Empezó por ser nada más que una leve chispa en las losas del empedrado, y luego se alargó hasta convertirse en una línea amarilla; de pronto, sin ninguna advertencia ni ruido, pareció abrirse un desgarrón, y apareció una mano blanca, femenina casi, que tanteó por el centro de la pequeña superficie de luz. Por espacio de un minuto o más sobresalió la mano del suelo, con sus inquietos dedos. Se retiró luego tan súbitamente como había aparecido, y todo volvió a quedar sumido en la oscuridad, menos una chispita cárdena, reveladora de una grieta entre las losas.

      Pero esa desaparición fue momentánea. Una de las losas, blancas y anchas, giró sobre uno de sus lados, produciendo un ruido chirriante, de desgarramiento, dejando abierto un hueco cuadrado por el que se proyectó hacia fuera la luz de una linterna. Asomó por encima de los bordes una cara barbilampiña, infantil, que miró con gran atención a su alrededor y luego, haciendo palanca con las manos a un lado y otro de la abertura, se lanzó hasta sacar primero los hombros, luego la cintura, y apoyó por fin una rodilla encima del borde. Un instante después se irguió en pie a un costado del agujero, ayudando a subir a un compañero, delgado y pequeño como él, de cara pálida y una mata de pelo de un rojo vivo.

      —No hay nadie —cuchicheó—. ¿Tienes el cortafrío y los talegos? ¡Válgame Dios! ¡Salta, Archie, salta, yo le haré frente!

      Sherlock Holmes había saltado de su escondite, agarrando al intruso por la camisa. El otro se zambulló en el agujero, y pude oír el desgarrón de sus faldones en los que Jones había hecho presa. Centelleó la luz en el cañón de un revólver, pero el látigo de caza de Holmes cayó sobre la muñeca del individuo y el arma fue a parar al suelo, produciendo un ruido metálico sobre las losas.

      —Es inútil, John Clay —le dijo Holmes, sin alterarse—, no tiene usted la menor probabilidad a su favor.

      —Ya lo veo —contestó el otro con la mayor sangre fría—. Supongo que mi compañero está a salvo, aunque, por lo que veo, se han quedado ustedes con las colas de su chaqueta.

      —Le esperan tres hombres a la puerta —le dijo Holmes.

      —¿Ah, sí? Por lo visto no se le ha escapado a usted detalle. Le felicito.

      —Y yo a usted —le contestó Holmes—. Su idea de los pelirrojos tuvo gran novedad y eficacia.

      —En seguida va usted a encontrarse con su compinche —dijo Jones—. Es más ágil que yo descolgándose por los agujeros. Alargue las manos mientras le coloco las esposas.

      —Haga el favor de no tocarme con sus manos sucias —comentó el preso, en el momento en que se oyó el clic de las esposas al cerrarse—. Quizá ignore que corre por mis venas sangre real. Tenga también la amabilidad de darme el tratamiento de señor y de pedirme las cosas por favor.

      —Perfectamente —dijo Jones, abriendo los ojos y con una risita—. ¿Se digna, señor, caminar escaleras arriba, para que podamos llamar a un coche y conducir a su alteza hasta la comisaría?

      —Así está mejor —contestó John Clay serenamente. Nos saludó a los tres con una gran inclinación cortesana y salió de allí tranquilo, custodiado por el detective.

      —Señor Holmes —dijo el señor Merryweather mientras íbamos tras ellos, después de salir de la bodega—, yo no sé cómo podrá el banco agradecérselo y recompensárselo. No cabe duda de que usted ha sabido descubrir y desbaratar del modo más completo una de las tentativas más audaces de robo de bancos que he conocido.

      —Tenía mis pequeñas cuentas que saldar con el señor John Clay —contestó Holmes—. El asunto me ha ocasionado algunos pequeños gastos que espero que el banco me reembolsará. Fuera de eso, estoy ampliamente recompensado con esta experiencia, que es en muchos aspectos única, y con haberme podido enterar del extraordinario relato de la Liga de los Pelirrojos.

      Ya de mañana, sentado frente a sendos vasos de whisky con soda en Baker Street, me explicó Holmes:

      —Comprenda usted, Watson: resultaba evidente desde el principio que la única finalidad posible de ese fantástico negocio del anuncio de la Liga y del copiar la Enciclopedia, tenía que ser el alejar durante un número determinado de horas todos los días a este prestamista, que tiene muy poco de listo. El medio fue muy raro, pero la verdad es que habría sido difícil inventar otro mejor. Con seguridad fue el color del pelo de su cómplice lo que sugirió la idea al cerebro ingenioso de Clay. Las cuatro libras semanales eran un señuelo que forzosamente tenía que atraerlo, ¿y qué suponía eso para ellos, que se jugaban en el asunto muchos millares? Ponen el anuncio, uno de los granujas alquila temporalmente la oficina y el otro incita al prestamista a que se presente a solicitar el empleo, y entre los dos se las arreglan para conseguir que esté ausente todos los días laborables. Desde que me enteré de que el empleado trabajaba a mitad de sueldo, vi con claridad que tenía algún motivo importante para ocupar aquel empleo.

      —¿Y cómo llegó usted a adivinar este motivo?

      —Si en la casa hubiese habido mujeres, habría sospechado que se trataba de un vulgar enredo amoroso. Pero no había que pensar en ello. El negocio que el prestamista hacía era pequeño, y no había nada dentro de la casa que pudiera explicar una preparación tan complicada y un desembolso como el que estaban haciendo. Por consiguiente, era por fuerza algo que estaba fuera de la casa. ¿Qué podía ser? Me dio en qué pensar la afición del empleado a la fotografía, y el truco suyo de desaparecer en la bodega... ¡La bodega! En ella estaba uno de los extremos de la complicada madeja. Pregunté detalles acerca del misterioso empleado, y me encontré con que tenía que habérmelas con uno de los criminales más calculadores y audaces de Londres. Este hombre estaba realizando en la bodega algún trabajo que le exigía varias horas todos los días, y esto por espacio de meses. ¿Qué puede ser?, volví a preguntarme. No me quedaba sino pensar que estaba abriendo un túnel que desembocaría en algún otro edificio.

      —A ese punto había llegado cuando fui a visitar el lugar de la acción. Lo sorprendí a usted cuando golpeé el suelo con mi bastón. Lo que yo buscaba era descubrir si la bodega se extendía hacia la parte delantera o hacia la parte posterior. No daba a la parte delantera. Tiré entonces de la campanilla y acudió, como yo esperaba, el empleado. Él