Pregonaban las horas que se había pasado socavando el agujero. Ya solo quedaba por determinar hacia dónde lo abrían. Doblé la esquina, me fijé en que el City and Suburban Bank daba al local de nuestro amigo, y tuve la sensación de haber resuelto el problema. Mientras usted, después del concierto, marchó en coche a su casa, yo me fui de visita a Scotland Yard y a casa del presidente del directorio del banco, con el resultado que usted ha visto.
—¿Y cómo supo que realizarían esta noche su tentativa? —pregunté.
—Pues bien: al cerrar las oficinas de la Liga daban con ello a entender que ya les tenía sin cuidado la presencia del señor Jabez Wilson, en otras palabras, que habían terminado su túnel. Pero resultaba fundamental que lo aprovechasen pronto, ante la posibilidad de que fuese descubierto, o el oro trasladado a otro sitio. Les convenía el sábado, mejor que otro día cualquiera, porque les proporcionaba dos días para huir. Por todas esas razones yo creí que vendrían esta noche.
—Hizo usted sus deducciones magníficamente —exclamé con admiración sincera—. La cadena es larga, sin embargo, todos sus eslabones suenan a cosa cierta.
—Me libró de mi fastidio —contestó Holmes, bostezando—. Por desgracia, ya estoy sintiendo que otra vez se apodera de mí. Mi vida se desarrolla en un largo esfuerzo para huir de las vulgaridades de la existencia. Estos pequeños problemas me ayudan a conseguirlo.
—Y es usted un benefactor de la raza humana —le dije yo.
Holmes se encogió de hombros, y contestó a modo de comentario:
—Pues bien: a fin de cuentas, quizá tengan alguna pequeña utilidad. L’homme c’est rien, l’ouvre c’est tout, según escribió Gustave Flaubert a George Sand.
Un caso de identidad
—Mi querido amigo —dijo Sherlock Holmes estando él y yo sentados al lado de la chimenea, en sus habitaciones de Baker Street—, la vida es infinitamente más extraña que todo cuanto la mente del hombre podría imaginar. No osaríamos concebir ciertas cosas que resultan verdaderos lugares comunes de la existencia. Si nos fuera posible salir volando por esa ventana agarrados de la mano, revolotear por encima de esta gran ciudad, levantar suavemente los techos, y asomarnos a ver las cosas raras que ocurren, las coincidencias extrañas, los proyectos, los contraproyectos, los asombrosos encadenamientos de circunstancias que ocurren a través de las generaciones y desembocan en los resultados más outré, nos resultarían por demás triviales e infructíferas todas las obras de ficción, con sus convencionalismos y con sus conclusiones previstas de antemano.
—Pues yo no estoy convencido de ello —contesté—. Los casos que salen a la luz en los periódicos son, por regla general, bastante sosos y vulgares. En nuestros informes policíacos nos encontramos con el realismo llevado a sus últimos límites pero, a pesar de ello, el resultado, es preciso confesarlo, no es ni fascinador ni artístico.
—Se requiere cierta dosis de selección y de discreción al exhibir un efecto realista —comentó Holmes—. Esto se echa de menos en los informes de la policía, en los que es más probable ver subrayadas las vulgaridades del magistrado que los detalles que encierran para un observador la esencia vital de todo el asunto. Créame, no hay nada tan antinatural como lo común.
Me sonreí, moviendo negativamente la cabeza, y dije:
—Comprendo que usted piense de esa manera. Sin duda que, dada su posición de consejero extraoficial, que presta ayuda a todo aquel que se encuentra totalmente desconcertado en toda la superficie de tres continentes, entra usted en contacto con todos los hechos extraordinarios y sorprendentes que ocurren. Pero aquí —y al decirlo recogí del suelo el periódico de la mañana— hagamos una experiencia práctica. Aquí tenemos el primer encabezado con que tropiezo: “Crueldad de un marido con su mujer”. En total, media columna de letra impresa que sé, sin leerla, que no encierra sino hechos completamente familiares para mí. Tenemos, claro está, el caso de la otra mujer, de la bebida, del empujón, del golpe, de las magulladuras, de la hermana simpática o de la patrona. Los escritores más toscos no podrían inventar nada más vulgar.
—Pues bien: el ejemplo resulta desafortunado para su argumentación —dijo Holmes, echando mano al periódico y recorriéndolo con la mirada—. Aquí se trata del caso de separación del matrimonio Dundas, precisamente yo me ocupé de poner en claro algunos pequeños detalles relacionados con el mismo. El marido era abstemio, no había de por medio otra mujer y la queja que se alegaba era que el marido había adquirido la costumbre de terminar todas las comidas despojándose de su dentadura postiza y tirándosela a su mujer, acto que, usted convendrá conmigo, no es probable que surja en la imaginación del escritor corriente de novelas. Tome usted un pellizco de rapé, doctor, y confiese que en el ejemplo que usted puso me he anotado yo un tanto a mi favor.
Me alargó su caja de oro viejo para el rapé, con una gran amatista en el centro de la tapa. Su magnificencia contrastaba de tal manera con las costumbres sencillas y la vida llana de Holmes, que no pude menos de comentar aquel detalle.
—Me había olvidado de que llevo varias semanas sin verlo a usted —me dijo—. Esto es un pequeño recuerdo del rey de Bohemia en pago de mi colaboración en el caso de los documentos de Irene Adler.
—¿Y el anillo? —le pregunté, mirando al precioso brillante que centelleaba en uno de sus dedos.
—Procede de la familia real de Holanda, pero el asunto en que yo le serví es tan extraordinariamente delicado que no puedo confiárselo ni siquiera a usted, que ha tenido la amabilidad de hacer la crónica de uno o dos de mis pequeños problemas.
—¿Y no tiene en este momento a mano ninguno? —le pregunté con interés.
—Tengo diez o doce, pero ninguno de ellos presenta rasgos que lo hagan destacar. Compréndame, son de importancia, sin ser interesantes. Precisamente he descubierto que, de ordinario, suele ser en los asuntos sin importancia donde se presenta un campo mayor de observación, propicio al rápido análisis de causa y efecto, que es lo que da su encanto a las investigaciones. Los grandes crímenes suelen ser los más sencillos, porque, cuanto más grande es el crimen, más evidente resulta, por regla general, el móvil. En estos casos de los que le hablo no hay nada que ofrezca rasgo alguno de interés, con excepción de uno bastante intrincado que me ha sido enviado desde Marsella. Sin embargo, bien pudiera ser que tuviera alguna cosa mejor antes que transcurran unos pocos minutos, porque, o mucho me equivoco, o ahí llega uno de mis clientes.
Holmes se había levantado de su sillón y estaba en pie entre las cortinas separadas, contemplando la calle londinense, tristona y de color indefinido. Mirando por encima de su hombro, pude ver yo en la acera de enfrente a una mujer voluminosa que llevaba alrededor del cuello una boa de piel tupida, y una gran pluma rizada sobre el sombrero de anchas alas, ladeado sobre la oreja según la moda coquetona “Duquesa de Devonshire”. Esa mujer miraba por debajo de esta gran panoplia hacia nuestras ventanas con gesto nervioso y vacilante, mientras su cuerpo oscilaba hacia adelante y hacia atrás, y sus dedos manipulaban inquietos con los botones de su guante. Súbitamente, en un arranque parecido al del nadador que se tira desde la orilla al agua, cruzó apresuradamente la calzada, y llegó a nuestros oídos un violento resonar de la campanilla de llamada.
—He visto antes esos síntomas —dijo Holmes, tirando al fuego su cigarrillo—. El oscilar en la acera significa siempre que se trata de un affaire de coeur. Querría que la aconsejase, pero no está segura de que su asunto no sea excesivamente delicado para confiárselo a otra persona. Pues bien: hasta en esto podemos hacer distinciones. La mujer que ha sido gravemente perjudicada por un hombre ya no vacila, y el síntoma corriente suele ser la ruptura del alambre de la campanilla de llamada. En este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto amoroso, pero que la joven no se siente tan irritada como perpleja o dolida. Pero aquí se acerca ella en persona para sacarnos de dudas.
Mientras él hablaba, dieron unos golpes en la puerta, y entró el botones para anunciar a la señorita Mary Sutherland, mientras la interesada dejaba ver su pequeña silueta negra detrás de aquel, a la manera de un barco mercante con todas sus velas desplegadas detrás del minúsculo bote piloto. Sherlock Holmes la acogió