Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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en la silla que tenía más cerca, a su lado.

      —Buenas tardes, señor James Windibank —le dijo Holmes—. Creo que es usted quien ha respondido a mi carta con esta carta escrita a máquina, citándose conmigo a las seis en punto, ¿no es cierto?

      —En efecto, señor. Me temo que he llegado con un pequeño retraso, pero tenga en cuenta que no puedo disponer de mi persona libremente. Siento que la señorita Sutherland le haya molestado a usted a propósito de esta minucia, porque creo que es mucho mejor no sacar estos trapos sucios a la luz del sol. Vino muy contra mi voluntad, pero es una joven muy excitable e impulsiva, como habrá usted podido darse cuenta, y no es fácil frenarla cuando ha tomado una resolución. Claro está que no me importa tanto tratándose de usted, que no tiene nada que ver con la policía oficial, pero no resulta agradable que se airee fuera de casa un pequeño contratiempo familiar como este. Además, se trata de un gasto inútil, porque ¿cómo va usted a encontrar a este Hosmer Angel?

      —Por el contrario —dijo tranquilamente Holmes—, tengo toda clase de razones para creer que lograré encontrar a ese señor.

      El señor Windibank experimentó un violento sobresalto, y dejó caer sus guantes, diciendo:

      —Me encanta oírle decir eso.

      —Resulta curioso —comentó Holmes—que las máquinas de escribir den a la escritura tanta individualidad como cuando se escribe a mano. No hay dos máquinas de escribir iguales, salvo cuando son completamente nuevas. Hay unas letras que se desgastan más que otras, y algunas de ellas golpean solo con un lado. Pues bien: señor Windibank, fíjese que en esta carta suya todas las letras e son algo borrosas, y en el ganchito de la letra erre hay un ligero defecto. Tiene su carta otras catorce características, pero estas dos son las más evidentes.

      —Escribimos toda nuestra correspondencia en la oficina con esta máquina, y por eso sin duda está algo gastada —contestó nuestro visitante, clavando la mirada de sus ojillos brillantes en Holmes.

      —Y ahora, señor Windibank, voy a mostrarle algo que constituye realmente un estudio interesantísimo —continuó Holmes—. Estoy pensando en escribir cualquier día de estos otra pequeña monografía acerca de la máquina de escribir y de sus relaciones con el crimen. Es un tema al que he consagrado alguna atención. Tengo aquí cuatro cartas que, según parece, proceden del hombre que buscamos. Todas ellas están escritas a máquina, y en todas ellas se observa no solamente que las “es” son borrosas y las “erres” sin ganchito, sino que tienen también, si uno se sirve de los lentes de aumento, las otras catorce características a las que me he referido.

      El señor Windibank saltó de su asiento y echó mano a su sombrero, diciendo:

      —Señor Holmes, yo no puedo perder el tiempo escuchando esta clase de charlas fantásticas. Si usted puede atrapar a ese hombre, hágalo, y avíseme después.

      —Desde luego —dijo Holmes, cruzando la habitación y haciendo girar la llave de la puerta—. Por eso le notifico ahora que lo he atrapado.

      —¡Cómo! ¿Dónde? —gritó el señor Windibank, y sus labios palidecieron mientras miraba a todas partes igual que rata cogida en la trampa.

      —Es inútil todo lo que haga, es verdaderamente inútil —le dijo con voz suave Holmes—. Señor Windibank, la cosa no tiene vuelta de hoja. Es demasiado transparente, y no me hizo usted ningún elogio cuando dijo que me sería imposible resolver un problema tan sencillo. Bien, siéntese, y hablemos.

      Nuestro visitante se desplomó en una silla con el rostro lívido y un brillo de sudor por toda su frente, balbuciendo:

      —No cae dentro de la ley.

      —Mucho me lo temo; pero, de mí para usted, Windibank, ha sido una artimaña cruel, egoísta y despiadada, que usted llevó a cabo de un modo tan ruin como yo jamás he conocido. Y ahora, permítame tan solo repasar el curso de los hechos, y contradígame si en algo me equivoco.

      Nuestro hombre estaba encogido en su asiento, con la cabeza caída sobre el pecho, como persona que ha sido totalmente aplastada. Holmes colocó sus pies en alto, apoyándolos en la repisa de la chimenea, y echándose hacia atrás en su sillón, con las manos en los bolsillos, comenzó a hablar, en apariencia para sí mismo más que para nosotros, y dijo:

      —El hombre en cuestión se casó con una mujer mucho más vieja que él por su dinero y, además, disfrutaba del dinero de la hija mientras esta vivía con ellos. Esta última cantidad era de importancia para alguien de su posición, y el perderla habría equivalido a una diferencia notable. Valía la pena realizar un esfuerzo para conservarla. La hija era de carácter bondadoso y amable, cariñosa y sensible en sus maneras; resultaba, pues, evidente que con sus buenas dotes personales y su pequeña renta, no la dejarían permanecer soltera mucho tiempo. Ahora bien y como es natural, su matrimonio equivalía a perder cien libras anuales y, ¿qué hizo entonces para impedirlo el padrastro? Adoptó la norma fácil de mantenerla dentro de casa, prohibiéndole el trato con otras personas de su misma edad. Pero pronto comprendió que aquel sistema no sería eficaz siempre. La joven se sintió desasosegada y reclamó sus derechos, terminando por anunciar su propósito de asistir a cierto baile. ¿Qué hace entonces su hábil padrastro? Concibe un plan que hace más honor a su cabeza que a su corazón. Se disfrazó, con la complicidad y ayuda de su esposa, se cubrió sus ojos de aguda mirada con cristales de color, enmascaró su rostro con un bigote y un par de hirsutas patillas. Rebajó el timbre claro de su voz hasta convertirlo en cuchicheo insinuante y, doblemente seguro porque la muchacha era corta de vista, se presentó bajo el nombre de señor Hosmer Angel, y alejó a los demás pretendientes, haciéndole el amor él mismo.

      —Al principio fue solo una broma —gimió nuestro visitante—. Jamás pensamos que ella se dejase llevar tan adelante.

      —Es muy probable que no. Fuese como fuese, la muchacha se enamoró por completo, y estando como estaba convencida de que su padrastro se hallaba en Francia, ni por un solo momento se le pasó por la imaginación la sospecha de que fuese víctima de una traición. Las atenciones que con ella tenía el caballero la halagaron, y la admiración, ruidosamente manifestada por su madre, contribuyó a que su impresión fuese mayor. Acto continuo, el señor Angel da comienzo a sus visitas, siendo evidente que si había de conseguirse un auténtico efecto, era preciso llevar la cosa todo lo lejos que fuese posible. Hubo entrevistas y un compromiso matrimonial, que evitaría que la joven enderezase sus afectos hacia ninguna otra persona. Sin embargo, no era posible mantener el engaño para siempre. Los supuestos viajes a Francia resultaban bastante embarazosos. Se imponía claramente la necesidad de llevar el negocio a término de una manera tan dramática que dejase una impresión permanente en el alma de la joven, y que le impidiese durante algún tiempo poner los ojos en otro pretendiente. Por eso se le exigieron aquellos juramentos de fidelidad con la mano puesta en los Evangelios, y por eso también las alusiones a la posibilidad de que ocurriese algo la mañana misma de la boda. James Windibank quería que la señorita Sutherland se ligase a Hosmer Angel de tal manera que permaneciese en una incertidumbre tal acerca de su paradero, que durante los próximos diez años al menos, no prestase oídos a otro hombre. La condujo hasta la puerta de la iglesia, y entonces, como ya no podía llevar las cosas más adelante, desapareció oportunamente, recurriendo al viejo truco de entrar en el coche de cuatro ruedas por una portezuela y salir por la otra. Así es como creo que ocurrieron los hechos, señor Windibank.

      Nuestro visitante había recobrado en parte su aplomo mientras Holmes estuvo hablando, y al oír esas palabras se levantó de la silla y dijo con frío gesto de burla en su pálido rostro:

      —Quizá, señor Holmes, todo haya ocurrido de esa manera, y quizá no; pero si usted es tan agudo, debería serlo bastante para saber que es usted quien está faltando ahora a la ley, y no yo. Desde el principio, yo no hice nada punible, pero mientras usted siga teniendo cerrada esa puerta, incurre en una acusación por asalto y coacción ilegal.

      —En efecto, tiene usted razón: la ley no puede castigarle —dijo Holmes, haciendo girar la llave y abriendo la puerta de par en par—. Sin embargo, nadie mereció jamás un castigo más que usted. Si la joven tuviera un hermano o un amigo, él debería