Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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que es un poco molesto para una persona corta de vista como usted el escribir tanto a máquina?

      —Lo fue al principio —contestó ella—, pero ahora sé dónde están las letras sin necesidad de mirar.

      De pronto, dándose cuenta del alcance de sus palabras, experimentó un violento sobresalto, y alzó su vista para mirar con temor y asombro a la cara ancha y de expresión simpática.

      —Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes —exclamó—. De otro modo, ¿cómo podía saber eso?

      —No le de importancia —le dijo Holmes, riéndose—, porque la profesión mía consiste en saber cosas. Es posible que yo me haya entrenado en fijarme en lo que otros pasan por alto. Si no fuera así, ¿qué razón tendría usted para venir a consultarme?

      —Vine a consultarle, señor, porque me habló de usted la señora Etherege, el paradero de cuyo esposo descubrió usted con tanta facilidad cuando la policía y todo el mundo lo había dado por muerto. ¡Ay señor Holmes, si usted pudiera hacer eso mismo por mí! No soy rica, pero dispongo de un centenar de libras al año de renta propia, además de lo poco que gano con la máquina de escribir, y lo daría por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel.

      —¿Por qué salió a la calle con tal precipitación para consultarme? —preguntó Sherlock Holmes, juntando unas con otras las yemas de los dedos de sus manos, y con la vista fija en el techo.

      También ahora pasó una mirada de sobresalto por el rostro algo inexpresivo de la señorita Mary Sutherland, y dijo esta:

      —En efecto, salí de casa disparada, porque me irritó el ver la tranquilidad con que lo tomaba todo el señor Windibank, es decir, mi padre. No quiso ir a la policía ni venir a usted y, por último, en vista de que él no hacía nada y de que insistía en que nada se había perdido, me salí de mis casillas, me vestí de cualquier manera y vine a verle.

      —¿El padre de usted? —dijo Holmes—. Se referirá, seguramente, a su padrastro, puesto que los apellidos son distintos.

      —Sí, es mi padrastro. Le llamo padre, aunque suena a cosa rara, porque solo me lleva cinco años y dos meses de edad.

      —¿Vive la madre de usted?

      —Sí, mi madre vive y está bien. No me gustó mucho, señor Holmes, cuando ella contrajo matrimonio, muy poco después de morir papá, con un hombre casi quince años más joven que ella. Mi padre era fontanero en la Tottenham Court Road y dejó al morir un establecimiento próspero, que mi madre llevó adelante con el capataz, el señor Hardy; pero, al presentarse el señor Windibank, lo vendió, porque él se consideraba muy por encima de aquello, pues era viajante en vinos. Les pagaron por el traspaso e intereses cuatro mil setecientas libras, mucho menos de lo que papá habría conseguido, de haber vivido.

      Yo creía que Sherlock Holmes daría muestras de impaciencia ante aquel relato inconexo e inconsecuente, pero, por el contrario, lo escuchaba con atención reconcentrada.

      —¿Proviene del negocio la pequeña renta que usted disfruta? —preguntó Holmes.

      —De ninguna manera, señor, se trata de algo en absoluto independiente, y que me fue legado por mi tío Ned, de Auckland. El dinero está puesto en valores de Nueva Zelanda, al cuatro y medio por ciento. El capital asciende a dos mil quinientas libras, pero solo puedo cobrar los intereses.

      —Lo que usted me dice me resulta en extremo interesante —le dijo Holmes—. Disponiendo de una suma tan grande como son cien libras al año, además de lo que usted misma gana, viajará usted, sin duda, un poco, y se concederá toda clase de caprichos. En mi opinión, una mujer soltera puede vivir muy decentemente con un ingreso de sesenta libras.

      —Yo podría hacerlo con una cantidad muy inferior a esa, señor Holmes, pero ya comprenderá que, mientras viva en casa, no deseo ser una carga para ellos, y son ellos quienes invierten mi dinero. Naturalmente, eso ocurre solo por ahora. El señor Windibank es quien cobra todos los trimestres mis intereses, él se los entrega a mi madre y yo me las arreglo muy bien con lo que gano escribiendo a máquina. Me pagan dos peniques por hoja, y hay muchos días en que escribo de quince a veinte hojas.

      —Me ha expuesto usted su situación con toda claridad —le dijo Holmes—. Este señor es mi amigo el doctor Watson, y usted puede hablar en su presencia con la misma franqueza que delante de mí. Tenga, pues, la bondad de contarnos todo lo referente a sus relaciones con el señor Hosmer Angel.

      La cara de la señorita Sutherland se cubrió de rubor, y sus dedos empezaron a pellizcar nerviosamente la orla de su chaqueta.

      —Lo conocí en el baile de los gasistas —nos dijo—. Acostumbraban enviar entradas a mi padre cuando estaba en vida y siguieron acordándose de nosotros, enviándoselas a mi madre. El señor Windibank no quiso ir, nunca quería ir con nosotras a ninguna parte. Bastaba para sacarlo de sus casillas el que yo manifestase deseos de ir, aunque solo fuese a una fiesta de escuela dominical. Sin embargo, en aquella ocasión me empeñé en ir, y dije que iría porque ¿qué derecho tenía él a impedírmelo? Afirmó que la gente que acudiría no era como para que nosotros alternásemos con ella, siendo así que se hallarían presentes todos los amigos de mi padre. Aseguró también que yo no tenía vestido decente, aunque disponía del de terciopelo color púrpura, que ni siquiera había sacado hasta entonces del cajón. Finalmente, viendo que no se salía con la suya, marchó a Francia para negocios de su firma, y nosotras, mi madre y yo, fuimos al baile, acompañadas del señor Hardy, el que había sido nuestro encargado, y allí me presentaron al señor Hosmer Angel.

      —Me imagino —dijo Holmes— que, cuando el señor Windibank regresó de Francia, se molestó muchísimo porque ustedes hubiesen ido al baile.

      —Pues, verá usted, lo tomó muy bien. Recuerdo que se echó a reír, se encogió de hombros, y afirmó que era inútil negarle nada a una mujer, porque esta se salía siempre con la suya.

      —Comprendo. De modo que en el baile de los gasistas conoció usted a un caballero llamado Hosmer Angel.

      —Sí, señor. Lo conocí esa noche, y al día siguiente nos visitó para preguntar si habíamos regresado bien a casa. Después de eso nos vimos con él, es decir, señor Holmes, me vi yo con él dos veces que salimos de paseo, pero mi padre regresó a casa, y el señor Hosmer Angel ya no pudo venir de visita.

      —¿No?

      —Verá usted, mi padre no quiso ni oír hablar de semejante cosa. No le gustaba recibir visitas, si podía evitarlas, y acostumbraba decir que la mujer debería ser feliz dentro de su propio círculo familiar. Pero, como yo le decía a mi madre, la mujer necesita empezar por crearse su propio círculo, cosa que yo no había conseguido todavía.

      —¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo intento alguno para verse con usted?

      —Pues verá, mi padre iba a marchar a Francia otra vez una semana más tarde, y Hosmer me escribió diciendo que sería mejor y más seguro que no nos viésemos hasta que hubiese emprendido viaje. Mientras tanto, podíamos escribirnos, y él lo hacía diariamente. Yo recibía las cartas por la mañana, de modo que no había necesidad de que mi padre se enterase.

      —¿Estaba usted ya entonces comprometida a casarse con ese caballero?

      —Claro que sí, señor Holmes. Nos prometimos después del primer paseo que dimos juntos. Hosmer, el señor Angel, era cajero en unas oficinas de Leadenhall Street, y...

      —¿En qué oficinas?

      —Eso es lo peor del caso, señor Holmes, que lo ignoro.

      —¿Dónde residía en aquel entonces?

      —Dormía en el mismo local de las oficinas.

      —¿Y no tiene usted su dirección?

      —No, fuera de que estaban en Leadenhall Street.

      —¿Y adónde, pues, le dirigía usted sus cartas?

      —A la oficina de Correos de Leadenhall, para ser retiradas