Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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la impresión de que procedían de mí, pero que si se las escribía a máquina le daban la sensación de que esta se interponía entre él y yo. Por ese detalle podrá usted ver, señor Holmes, cuánto me quería, y en qué insignificancias se fijaba.

      —Sí, eso fue muy sugestivo —dijo Holmes—. Desde hace mucho tiempo tengo yo por axioma el de que las cosas pequeñas son infinitamente las más importantes. ¿No recuerda usted algunas otras pequeñeces referentes al señor Hosmer Angel?

      —Era un hombre muy tímido, señor Holmes. Prefería pasearse conmigo ya oscurecido, y no durante el día, afirmando que le repugnaba que se fijasen en él. Sí, era muy retraído y muy caballeroso. Hasta su voz tenía un timbre muy meloso. Siendo joven sufrió, según me dijo, de anginas e hinchazón de las glándulas, y desde entonces le quedó la garganta débil y una manera de hablar vacilante y como si se expresara cuchicheando. Vestía siempre muy bien, con mucha pulcritud y sencillez, pero padecía lo mismo que yo, debilidad de la vista, y usaba cristales de color para defenderse de la luz.

      —¿Y qué ocurrió cuando regresó a Francia su padrastro el señor Windibank?

      —El señor Hosmer Angel volvió de visita a nuestra casa, y propuso que nos casásemos antes del regreso de mi padre. Tenía una prisa terrible y me hizo jurar, con las manos sobre los Evangelios, que ocurriese lo que ocurriese, le sería siempre fiel. Mi madre dijo que tenía razón en pedirme ese juramento, y que con ello demostraba la pasión que sentía por mí. Mi madre se puso desde el primer momento de su parte, y mostraba por él incluso mayor simpatía que yo. Pero cuando empezaron a hablar de celebrar la boda aquella misma semana, empecé yo a preguntar qué pensaría mi padre, pero los dos me dijeron que no me preocupase por él, que ya se lo diríamos después, y mi madre afirmó que ella lo conformaría. Señor Holmes, eso no me gustó del todo. Me producía un efecto raro el tener que solicitar su autorización, siendo como era muy poco más viejo que yo, pero no quise hacer nada a escondidas y escribí a mi padre a Burdeos, donde la compañía en que trabaja tiene sus oficinas de Francia, pero la carta me llegó devuelta la misma mañana de la boda.

      —¿No coincidió con él, verdad?

      —No, porque se había puesto en camino para Inglaterra poco antes que llegase.

      —¡Mala suerte! De modo que su boda quedó fijada para el viernes. ¿Iba a celebrarse en la iglesia?

      —Sí, señor, pero muy calladamente. Iba a celebrarse en St. Saviour, cerca de King’s Cross, y después de la ceremonia nos íbamos a desayunar en el St. Pancras Hotel. Hosmer vino a buscarnos en un cabriolé, pero como nosotras éramos solo dos, nos metió en el mismo coche, y él tomó otro de cuatro ruedas, porque era el único que había en la calle. Nosotros fuimos las primeras en llegar a la iglesia, y cuando llegó el coche esperábamos que Hosmer se apearía del mismo, pero no se apeó, y cuando el cochero bajó del pescante y miró al interior, ¡allí no había nadie! El cochero dijo que no acertaba a imaginarse qué había podido hacerse el viajero, porque lo había visto con sus propios ojos subir al coche. Eso ocurrió el viernes pasado, señor Holmes, y desde entonces no he tenido ninguna noticia que pueda arrojar luz sobre su paradero.

      —Me parece que se han portado con usted de una manera vergonzosa —dijo Holmes.

      —¡Oh, no señor! Era un hombre demasiado bueno y cariñoso para abandonarme de ese modo. Durante toda la mañana no hizo otra cosa que insistir en que, ocurriese lo que ocurriese, tenía yo que seguir siéndole fiel; que aunque algo imprevisto nos separase al uno del otro, tenía yo que acordarme siempre de que me había comprometido a él, y que más pronto o más tarde se presentaría a exigirme el cumplimiento de mi promesa. Eran palabras que resultaban extrañas dichas la mañana de una boda, pero adquieren sentido por lo que ha ocurrido después.

      —Lo adquieren, con toda evidencia. ¿Según eso, usted está en la creencia de que le ha ocurrido alguna catástrofe imprevista?

      —Sí, señor. Creo que él previó algún peligro, pues de lo contrario no habría hablado como habló. Y pienso, además, que ocurrió lo que él había previsto.

      —¿Y no tiene usted idea alguna de qué pudo ser?

      —Absolutamente ninguna.

      —Otra pregunta más: ¿Cuál fue la actitud de su madre en el asunto?

      —Se puso furiosa, y me dijo que yo no debía volver a hablar jamás de lo ocurrido.

      —¿Y su padre? ¿Se lo contó usted?

      —Sí, y pareció pensar, al igual que yo, que algo le había sucedido a Hosmer, y que yo volvería a tener noticias de él. Porque se preguntaba qué interés podía tener alguien en llevarme hasta las puertas de la iglesia, y abandonarme allí. Si él me hubiese pedido dinero prestado, o si, después de casarse conmigo, hubiese conseguido poner mi capital a nombre suyo, pudiera haber una razón; pero Hosmer no quería depender de nadie en cuestión de dinero, y nunca quiso aceptar ni un solo chelín mío. ¿Qué podía, pues, haber ocurrido? ¿Y por qué no puede escribir? Solo de pensarlo me pongo medio loca. Y no puedo pegar ojo en toda la noche.

      Sacó de su manguito un pañuelo, y empezó a sollozar.

      —Examinaré el caso en interés de usted —le dijo Sherlock Holmes, levantándose—, y no dudo de que llegaremos a resultados concretos. Descargue desde ahora sobre mí el peso de este asunto, y desentienda por completo su pensamiento del mismo. Y sobre todo, procure que el señor Hosmer Angel se desvanezca de su memoria, de la misma manera que él se ha desvanecido de su vida.

      —¿Cree usted entonces que ya no volveré a verlo más?

      —Me temo que no.

      —¿Qué le ha ocurrido entonces?

      —Deje a mi cargo esa cuestión. Desearía que me diera una descripción exacta de esa persona, y cuantas cartas suyas pueda usted entregarme.

      —El sábado pasado puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle —dijo la joven—. Aquí tiene el texto, y aquí tiene también cuatro cartas suyas.

      —Gracias. ¿La dirección de usted?

      —Lyon Place, número treinta y uno, Camberwell.

      —Por lo que he podido entender, el señor Angel no le dio nunca su dirección. ¿Dónde trabaja el padre de usted?

      —Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes importadores de clarete, de Fenchurch Street.

      —Gracias. Me ha expuesto usted su problema con gran claridad. Deje aquí los documentos, y acuérdese del consejo que le he dado. Considere todo el incidente como un libro cerrado, y no permita que ejerza influencia sobre su vida.

      —Es usted muy amable, señor Holmes, pero yo no puedo hacer eso. Permaneceré fiel al señor Hosmer. Me hallará dispuesta cuando él vuelva.

      A pesar de lo absurdo del sombrero y de su cara inexpresiva, tenía algo de noble, que imponía respeto, la fe sencilla de nuestra visitante. Depositó encima de la mesa su pequeño lío de papeles, y siguió su camino con la promesa de presentarse siempre que la llamase el señor Holmes.

      Sherlock Holmes permaneció silencioso durante algunos minutos, con las yemas de los dedos juntas, las piernas alargadas hacia adelante y la mirada dirigida hacia el techo. Cogió luego del colgadero la vieja y aceitosa pipa de arcilla, que era para él como su consejera y, una vez encendida, se recostó en la silla, lanzando de sí en espirales las guirnaldas de una nube espesa de humo azul, con una expresión de languidez infinita en su cara.

      —Esta moza constituye un estudio muy interesante —comentó—. Ella me ha resultado más interesante que su pequeño problema, el que, dicho sea de paso, es bastante trillado. Si usted consulta mi índice, hallará casos similares: en Andover, el año setenta y siete, y algo que se le parece ocurrió también en La Haya el año pasado. Sin embargo, por vieja que sea la idea, contiene uno o dos detalles que me han resultado nuevos. Pero la moza fue sumamente aleccionadora.

      —Me pareció que observaba usted en ella