convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugeridoras que son las uñas de los pulgares, de los problemas cuya solución depende de un cordón de los zapatos. Veamos. ¿Qué dedujo usted del aspecto exterior de esa mujer? Descríbamelo.
—Llevaba un sombrero de paja, de alas anchas y de color pizarra, con una pluma de color rojo ladrillo. Su chaqueta era negra, adornada con abalorios negros y con una orla de pequeñas cuentas de azabache. El vestido era color marrón, algo más oscuro que el café, con una pequeña tira de felpa púrpura en el cuello y en las mangas. Sus guantes tiraban a grises, completamente desgastados en el dedo índice de la mano derecha. No me fijé en sus botas. Ella es pequeña, redonda, con aros de oro en las orejas y un aspecto general de persona que vive bastante bien, pero de una manera vulgar, cómoda y sin preocupaciones.
Sherlock Holmes palmeó suavemente con ambas manos y se rio por lo bajo.
—Por mi vida, Watson, que está usted haciendo progresos. Lo ha hecho usted muy bien. Es cierto que se le ha pasado por alto todo cuanto tenía importancia, pero ha dado usted con el método, y posee una visión rápida del color. Nunca se confíe de impresiones generales, concéntrese en los detalles. Lo primero que yo miro son las mangas de una mujer. En el hombre tiene quizá mayor importancia la rodillera del pantalón. Según ha podido usted advertir, esta mujer lucía felpa en las mangas, y la felpa es un material muy útil para descubrir rastros. La doble línea, un poco más arriba de la muñeca, en el sitio donde la mecanógrafa hace presión contra la mesa, estaba perfectamente marcada. Las máquinas de coser movidas a mano dejan una señal similar, pero solo sobre el brazo izquierdo y en la parte más alejada del dedo pulgar, en vez de marcarla cruzando la parte más ancha, como la tenía esta. Luego miré a su cara, y descubrí en ambos lados de su nariz la señal de unas gafas a presión, lo cual me permitió aventurar mi observación sobre la cortedad de vista y la escritura, que pareció sorprender a la joven.
—También me sorprendió a mí.
—Sin embargo, era cosa que estaba a la vista. Después de eso me sorprendió mucho y me interesó, al mirar hacia abajo, observar que, a pesar de que las botas que llevaba no eran de distinto número, sí que eran desparejas, porque una tenía la puntera con ligeros adornos, mientras que la otra era lisa. Una tenía abrochados únicamente los dos botones de abajo (eran cinco), y la otra los botones primero, tercero y quinto. Pues bien: cuando una señorita joven, correctamente vestida en todo lo demás, ha salido de su casa con las botas desparejas y a medio abrochar, no es muy difícil deducir que salió con mucha precipitación.
—¿Y qué más? —le pregunté, vivamente interesado, como siempre me ocurría, con los incisivos razonamientos de mi amigo.
—Advertí, de pasada, que había escrito una carta antes de salir de casa, pero cuando estaba ya completamente vestida. Usted se fijó en que el dedo índice de la mano derecha de su guante estaba roto, pero no se fijó, por lo visto, en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta violeta. Había escrito con mucha prisa, y había metido demasiado la pluma en el tintero. Eso debió de ocurrir esta mañana, pues de lo contrario la mancha de tinta no estaría fresca en el dedo. Todo esto resulta divertido, aunque sea elemental, Watson, pero es preciso que vuelva al asunto. ¿Tiene usted inconveniente en leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio?
Puse a la luz el pequeño anuncio impreso, que decía:
“Desaparecido la mañana del día 14 un caballero llamado Hosmer Angel. Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas; de fuerte conformación, cutis cetrino, pelo negro, una pequeña calva en el centro, hirsuto, con largas patillas y bigote; usa gafas con cristales de color y habla con alguna dificultad. La última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda, chaleco negro, albertina de oro y pantalón gris de paño Harris, con polainas oscuras sobre botas de elástico. Se sabe que estaba empleado en una oficina de la calle Leadenhall Street. Cualquiera que proporcione...”
—Con eso basta —dijo Holmes—. Respecto a las cartas —dijo pasándoles la vista por encima— son de lo más vulgar. No existe en ellas pista alguna que nos conduzca al señor Angel, salvo la de que cita una vez a Balzac. Pero hay un detalle notable, y que no dudo le sorprenderá.
—Que están escritas a máquina —hice notar yo.
—No solo eso, sino que incluso lo está la firma. Fíjese en la pequeña y limpia inscripción de Hosmer Angel que hay al pie. Tenemos una fecha, pero no la dirección completa, fuera de lo de Leadenhall Street, lo cual es bastante vago. Este detalle de la firma es muy sugerente, a decir verdad, pudiéramos calificarlo de probatorio.
—¿Y qué prueba?
—¿Es posible, querido compañero, que no advierta usted la marcada dirección que da al caso?
—Mentiría si dijese que la veo, como no sea la de que lo hacía para poder negar su firma en el caso de que fuera demandado por ruptura de compromiso matrimonial.
—No, no se trata de eso. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que nos sacarán de dudas. Una para cierta firma comercial de la City y otra al padrastro de esta señorita, el señor Windibank, en la que le pediré que venga a vernos aquí mañana a las seis de la tarde. Es igual que tratemos del caso con los parientes varones. Y ahora, doctor, nada podemos hacer hasta que nos lleguen las contestaciones a estas dos cartas, de modo que podemos dejar el asuntillo en el estante mientras tanto.
Ya yo tenía entonces muchas razones para creer en la sutil capacidad de razonamiento de mi amigo y en su extraordinaria energía para la acción, por lo que estaba convencido de que debía de tener alguna base sólida para tratar de manera tan segura y desenvuelta el extraño misterio cuyo sondeo le habían encomendado. Tan solo en una ocasión le había visto fracasar: en la de la fotografía de Irene Adler y del rey de Bohemia; pero al repasar en mi memoria el tan misterioso asunto del Signo de los Cuatro y las circunstancias extraordinarias que rodearon al Estudio en escarlata, tuve el convencimiento de que tendría que ser muy enrevesada la maraña que él no fuese capaz de desenredar.
Me marché y lo dejé dando bocanadas en su pipa de arcilla, convencido de que, cuando yo volviese por allí la noche siguiente, me encontraría con que Holmes tenía en sus manos todas las pistas que le conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary Sutherland.
Ocupaba por aquel entonces toda mi atención un caso profesional de extrema gravedad, y estuve durante todo el día siguiente atareado junto al lecho del enfermo. No quedé libre hasta que ya iban a dar las seis, y entonces salté a un cabriolé para que me llevara a Baker Street, medio asustado ante la posibilidad de llegar demasiado tarde para asistir al denouément del pequeño misterio. Sin embargo, me encontré a Sherlock Holmes sin compañía, medio dormido y con su cuerpo largo y delgado hecho un ovillo en las profundidades de su sillón. Un formidable despliegue de botellas y tubos de ensayo, y el inconfundible y acre olor del ácido hidroclórico, me dijeron que se había pasado el día dedicado a las manipulaciones químicas a las que era tan aficionado.
—¿Qué, lo resolvió usted? —le pregunté al entrar.
—Sí. Era el bisulfato de barita.
—¡No, no! ¡El misterio! —le grité.
—¡Oh, eso! Creí que se refería a la sal que había estado manipulando. Como le dije ayer, en este asunto no hubo nunca misterio alguno, aunque sí algunos detalles de interés. El único inconveniente con que nos encontramos es que, según parece, no existe ley alguna que permita castigar al granuja este.
—¿Y quién era el granuja, y qué se propuso con abandonar a la señorita Sutherland?
No había apenas salido de mi boca la pregunta, y aún no había abierto Holmes los labios para contestar, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos golpecitos a la puerta.
—Ahí tenemos al padrastro de la joven, el señor Windibank —dijo Holmes—. Me escribió diciéndome que estaría aquí a las seis... ¡Adelante!
El hombre que entró era corpulento y de estatura mediana, de unos treinta años de edad, completamente rasurado, de cutis cetrino,