testigo: “Murmuró algunas palabras, pero lo único que entendí fue algo sobre una rata”.
El juez: “¿Cómo interpretó usted aquello?”
El testigo: “No significaba nada para mí. Creí que estaba delirando”.
El juez: “¿Cuál fue el motivo de que usted y su padre sostuvieran aquella última discusión?”
El testigo: “Preferiría no responder”.
El juez: “Me temo que debo insistir”.
El testigo: “De verdad que me resulta imposible decírselo. Puedo asegurarle que no tenía nada que ver con la terrible tragedia que ocurrió a continuación”.
El juez: “El tribunal es quien debe decidir eso. No es necesario advertirle que su negativa a responder puede perjudicar considerablemente su situación en cualquier futuro proceso a que pueda haber lugar”.
El testigo: “Aun así, tengo que negarme”.
El juez: “Según tengo entendido, el grito de «cuii» era una señal habitual entre usted y su padre”.
El testigo: “Así es”.
El juez: “En tal caso, ¿cómo es que dio el grito antes de verle a usted, cuando ni siquiera sabía que había regresado usted de Bristol?”
El testigo (bastante desconcertado): “No lo sé”.
Un jurado: “¿No vio usted nada que despertara sus sospechas cuando regresó al oír gritar a su padre y lo encontró herido de muerte?”
El testigo: “Nada concreto”.
El juez: “¿Qué quiere decir con eso?”
El testigo: “Al salir corriendo al claro iba tan trastornado y excitado que no podía pensar más que en mi padre. Sin embargo, tengo la vaga impresión de que al correr vi algo tirado en el suelo a mi izquierda. Me pareció que era algo de color gris, una especie de capote o tal vez una manta escocesa. Cuando me levanté al dejar a mi padre miré a mi alrededor para fijarme, pero ya no estaba”.
“¿Quiere decir que desapareció antes de que usted fuera a buscar ayuda?”
“Eso es, desapareció”.
“¿No puede precisar lo que era?”
“No, solo me dio la sensación de que había algo allí”.
“¿A qué distancia del cuerpo?”
“A unas doce yardas”.
“¿Y a qué distancia del lindero del bosque?”
“Más o menos a la misma”.
“Entonces, si alguien se lo llevó, fue mientras usted se encontraba a unas doce yardas de distancia”.
“Sí, pero vuelto de espaldas”.
»Con esto concluyó el interrogatorio del testigo.»
—Por lo que veo —dije echando un vistazo al resto de la columna—, el juez instructor se ha mostrado bastante duro con el joven McCarthy en sus conclusiones. Llama la atención, y con toda la razón, sobre la discrepancia de que el padre lanzara la llamada antes de verlo, hacia su negativa a dar detalles de la conversación con el padre y sobre su extraño relato de las últimas palabras del moribundo. Tal como él dice, todo eso apunta contra el hijo.
Holmes se rio suavemente para sus adentros y se estiró sobre el mullido asiento.
—Tanto usted como el juez instructor se han esforzado a fondo —dijo— en destacar precisamente los aspectos más favorables para el muchacho. ¿No se da usted cuenta de que tan pronto le atribuyen demasiada imaginación como demasiado poca? Demasiado poca, si no es capaz de inventarse un motivo para la disputa que le haga ganarse las simpatías del jurado; demasiada, si es capaz de sacarse de la mollera una cosa tan outré como la alusión del moribundo a una rata y el incidente de la prenda desaparecida. No señor, yo enfocaré este caso partiendo de que el joven ha dicho la verdad, y veremos adónde nos lleva esta hipótesis. Y ahora, aquí tengo mi Petrarca de bolsillo, y no pienso decir ni una palabra más sobre el caso hasta que lleguemos al lugar de los hechos. Comeremos en Swindon, y creo que llegaremos dentro de veinte minutos.
Eran casi las cuatro cuando nos encontramos por fin en el bonito pueblecito campesino de Ross, tras haber atravesado el hermoso valle del Stroud y cruzado el ancho y reluciente Severn. Un hombre delgado, con cara de hurón y mirada furtiva y astuta, nos esperaba en el andén. A pesar del guardapolvo marrón claro y de las polainas de cuero que llevaba como concesión al ambiente campesino, no tuve dificultad en reconocer a Lestrade, de Scotland Yard. Fuimos con él en coche hasta El Escudo de Hereford, donde ya se nos había reservado una habitación.
—He pedido un coche —dijo Lestrade, mientras nos sentábamos a tomar una taza de té—. Conozco su carácter enérgico y sé que no estará a gusto hasta que haya visitado la escena del crimen.
—Es usted muy amable y halagador —respondió Holmes—. Pero todo depende de la presión barométrica.
Lestrade pareció sorprendido.
—No comprendo muy bien —dijo.
—¿Qué marca el barómetro? Veintinueve, por lo que veo. No hay viento, ni se ve una nube en el cielo. Tengo aquí una caja de cigarrillos que piden ser fumados, y el sofá es muy superior a las habituales abominaciones que suelen encontrarse en los hoteles rurales. No creo probable que utilice el coche esta noche.
Lestrade dejó escapar una risa indulgente.
—Sin duda, ya ha sacado usted conclusiones de los periódicos —dijo—. El caso es tan vulgar como un palo de escoba, y cuanto más profundiza uno en él, más vulgar se vuelve. Pero, por supuesto, no se le puede decir que no a una dama, sobre todo a una tan voluntariosa. Había oído hablar de usted e insistió en conocer su opinión, a pesar de que yo le repetí un montón de veces que usted no podría hacer nada que yo no hubiera hecho ya. Pero, ¡caramba! ¡Ahí está su coche en la puerta!
Apenas había terminado de hablar cuando irrumpió en la habitación una de las jóvenes más encantadoras que he visto en mi vida. Brillantes ojos color violeta, labios entreabiertos, un toque de rubor en sus mejillas, habiendo perdido toda noción de su recato natural ante el ímpetu arrollador de su agitación y preocupación.
—¡Oh, señor Sherlock Holmes! —exclamó, pasando la mirada de uno a otro, hasta que, con rápida intuición femenina, la fijó en mi compañero—. Estoy muy contenta de que haya venido. He venido a decírselo. Sé que James no lo hizo. Lo sé, y quiero que usted empiece a trabajar sabiéndolo también. No deje que le asalten dudas al respecto. Nos conocemos el uno al otro desde que éramos niños, y conozco sus defectos mejor que nadie, pero tiene el corazón demasiado blando como para hacer daño ni a una mosca. La acusación es absurda para cualquiera que lo conozca de verdad.
—Espero que podamos demostrar su inocencia, señorita Turner —dijo Sherlock Holmes—. Puede usted confiar en que haré todo lo que pueda.
—Pero usted ha leído las declaraciones. ¿Ha sacado alguna conclusión? ¿No ve alguna salida, algún punto débil? ¿No cree usted que es inocente?
—Creo que es muy probable.
—¡Ya lo ve usted! —exclamó ella, echando atrás la cabeza y mirando desafiante a Lestrade—. ¡Ya lo oye! ¡Él me da esperanzas!
Lestrade se encogió de hombros.
—Me temo que mi colega se ha precipitado un poco al sacar conclusiones —dijo.
—¡Pero tiene razón! ¡Sé que tiene razón! James no lo hizo. Y en cuanto a esa disputa con su padre, estoy segura de que la razón de que no quisiera hablar de ella al juez fue que discutieron acerca de mí.
—¿Y por qué motivo?
—No es momento de ocultar nada. James