Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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Desde hace meses me habían puesto en guardia contra usted, asegurándome que si el rey empleaba a un agente, sería usted, sin duda alguna. Me dieron también su dirección. Y sin embargo, logró usted que yo le revelase lo que deseaba conocer. Incluso cuando se despertaron mis recelos, me resultaba duro el pensar mal de un anciano clérigo, tan bondadoso y simpático. Pero, como usted sabrá, también yo he tenido que practicar el oficio de actriz. La ropa varonil no resulta una novedad para mí, y con frecuencia aprovecho la libertad de movimientos que ello proporciona. Envié a John, el cochero, a que lo vigilase a usted, eché a correr escaleras arriba, me puse la ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé cuando usted se marchaba.

      Pues bien: yo le seguí hasta su misma puerta comprobando así que me había convertido en objeto de interés para el célebre señor Sherlock Holmes. Entonces, y con bastante imprudencia, le di las buenas noches, y marché al Temple en busca de mi marido.

      Nos pareció a los dos que lo mejor que podríamos hacer era huir, al vernos perseguidos por tan formidable adversario; por eso encontrará usted el nido vacío cuando vaya a visitarme mañana. Por lo que respecta a la fotografía, puede tranquilizarse su cliente. Amo y soy amada por un hombre que vale más que él. Puede el rey obrar como bien le plazca, sin que se lo impida la persona a quien él lastimó tan cruelmente. La conservo tan solo a título de salvaguardia mía, como arma para defenderme de cualquier paso que él pudiera dar en el futuro.

      Dejo una fotografía, que quizá le agrade conservar en su poder, y soy de usted, querido señor Sherlock Holmes, muy atentamente,

      Irene Norton, nacida Adler.”

      —¡Qué mujer; oh, qué mujer! —exclamó el rey de Bohemia una vez que leímos los tres la carta—. ¿No le dije lo rápida y resuelta que era? ¿No es cierto que habría sido una reina admirable? ¿No es una lástima que no esté a mi mismo nivel?

      —A juzgar por lo que de esa dama he podido conocer, parece que, en efecto, ella y su majestad están a un nivel muy distinto —dijo con frialdad Holmes—. Lamento no haber podido llevar a un término más feliz el negocio de su majestad.

      —Todo lo contrario, mi querido señor —exclamó el rey—. No ha podido tener un término más feliz. Me consta que su palabra es sagrada. La fotografía es ahora tan inofensiva como si hubiese ardido en el fuego.

      —Me alegra oírle decir eso a su majestad.

      —Tengo contraída una deuda inmensa con usted. Dígame, por favor, de qué manera puedo recompensarle. Este anillo...

      Se sacó del dedo un anillo de esmeralda en forma de serpiente, y se lo presentó en la palma de la mano.

      —Su majestad está en posesión de algo que yo valoro mucho más —dijo Sherlock Holmes.

      —No tiene usted más que nombrármelo.

      —Esta fotografía.

      El rey se le quedó mirando con asombro, y exclamó:

      —¡La fotografía de Irene! Suya es, desde luego, si así lo desea.

      —Doy las gracias a su majestad. De modo, pues, que ya no queda nada por tratar de este asunto. Tengo el honor de dar los buenos días a su majestad.

      Holmes se inclinó, se volvió sin darse por enterado de la mano que el rey le alargaba, y echó a andar, acompañado por mí, hacia sus habitaciones.

      Y así fue como se cernió, amenazador, sobre el reino de Bohemia un gran escándalo, y cómo los planes mejor trazados de Sherlock Holmes fueron desbaratados por el ingenio de una mujer. En otro tiempo, acostumbraba él a bromear sobre la inteligencia de las mujeres, pero ya no le he vuelto a oír expresarse así en los últimos tiempos. Y siempre que habla de Irene Adler, o cuando hace referencia a su fotografía, le da el honroso título de la mujer.

      La liga de los pelirrojos

      Había ido yo a visitar a mi amigo el señor Sherlock Holmes cierto día de otoño del año pasado, y me lo encontré en profunda conversación con un voluminoso, rubicundo y anciano caballero de cabellera de un subido color rojo. Disculpándome por mi entremetimiento, iba yo a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón, y cerró la puerta tras de mí.

      —No podía usted venir en mejor momento, mi querido Watson —me dijo cordialmente.

      —Me temía que estaba usted ocupado.

      —Lo estoy. Muchísimo.

      —Entonces puedo esperar en la otra habitación.

      —De ninguna manera. Este caballero, el señor Wilson, ha sido compañero y colaborador mío en muchos de mis casos más exitosos, y no me cabe la menor duda que me será de la mayor utilidad en el de usted también.

      El voluminoso caballero hizo mención de ponerse en pie y me saludó con una inclinación de cabeza, que acompañó de una rápida mirada interrogadora de sus pequeños ojos, medio hundidos en círculos de grasa.

      —Tome asiento en el canapé —dijo Holmes, dejándose caer otra vez en su sillón y juntando las yemas de los dedos, como era su costumbre cuando se hallaba de humor reflexivo—. Sé, mi querido Watson, que usted comparte mi afición a todo lo que es raro y se sale de los convencionalismos y de la monótona rutina de la vida cotidiana. Usted ha demostrado el deleite que esto le produce al registrar y, si me permite decirlo, incluso embellecer un poco mis propias aventurillas.

      —Desde luego, sus casos son de gran interés para mí —le contesté.

      —Recordará usted que hace unos días, antes que nos lanzásemos al sencillo problema que nos presentaba la señorita Mary Sutherland, le hice la observación de que los efectos raros y las combinaciones extraordinarias debíamos buscarlas en la vida misma, que resulta siempre de una osadía infinitamente mayor que cualquier esfuerzo de la imaginación.

      —Sí, y yo me permití ponerlo en duda.

      —En efecto, doctor, pero tendrá usted que coincidir con mi punto de vista, porque, en caso contrario, iré amontonando y amontonando hechos sobre usted hasta que su razón se quiebre bajo su peso y reconozca usted que estoy en lo cierto. Pues bien: el señor Jabez Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana, dando comienzo a un relato que promete ser uno de los más extraordinarios que he escuchado desde hace algún tiempo. Me habrá usted oído decir que las cosas más raras y singulares no se presentan con mucha frecuencia unidas a los crímenes grandes, sino a los pequeños; y también, de cuando en cuando, en ocasiones en las que puede existir duda de si, en efecto, se ha cometido algún hecho delictivo. Por lo que he podido escuchar hasta ahora, me es imposible afirmar si en el caso actual estamos o no ante un crimen, pero el desarrollo de los hechos es, desde luego, uno de los más sorprendentes de que he tenido jamás ocasión de enterarme. Quizá, señor Wilson, tenga usted la extremada bondad de empezar de nuevo el relato. No se lo pido únicamente porque mi amigo, el doctor Watson, no ha escuchado la parte inicial, sino también porque la índole especial de la historia despierta en mí el vivo deseo de oír de labios de usted todos los detalles posibles. Por regla general, me suele bastar una ligera indicación acerca del desarrollo de los hechos para guiarme por los millares de casos similares que se me vienen a la memoria. Me veo obligado a confesar que en el caso actual, y según creo firmemente, los hechos son únicos.

      El voluminoso cliente enarcó el pecho, como si aquello le enorgulleciera un poco, y sacó del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras él repasaba la columna de anuncios, adelantando la cabeza, después de alisar el periódico sobre sus rodillas, yo lo estudié a él detenidamente, esforzándome, a la manera de mi compañero, por descubrir las indicaciones que sus ropas y su apariencia exterior pudieran proporcionarme.

      No saqué, sin embargo, mucho de aquel examen. A juzgar por todas las señales, nuestro visitante era un comerciante inglés de tipo corriente, obeso, solemne y de lenta comprensión. Vestía unos pantalones abolsados, de tela de pastor, a cuadros grises; una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada delante; chaleco gris amarillento, con albertina de pesado metal, de la que colgaba por adorno