en carruaje a las cinco y regresa a las siete en punto para cenar. Salvo cuando tiene que cantar, es muy raro que haga otras salidas. Solo es visitada por un visitante varón, pero con mucha frecuencia. Es un hombre moreno, hermoso, impetuoso, no se pasa un día sin que la visite, y en ocasiones lo hace dos veces el mismo día. Es un tal señor Godfrey Norton, del colegio de abogados de Inner Temple. Fíjese en todas las ventajas que ofrece ser confidente el oficio de cochero. Estos que me hablaban lo habían llevado a su casa una docena de veces, desde las caballerizas de Serpentine, y estaban al tanto sobre su persona. Una vez que me hube enterado de todo cuanto podían decirme, me dediqué otra vez a pasearme calle arriba y calle abajo por cerca del Pabellón Briony, y a trazarme mi plan de campaña.
»Este Godfrey Norton jugaba, sin duda, un gran papel en el asunto. Era abogado, lo cual sonaba ominoso. ¿Qué clase de relaciones existían entre ellos, y qué finalidad tenían sus repetidas visitas? ¿Era ella cliente, amiga o amante suya? En el primero de estos casos era probable que le hubiese entregado a él la fotografía. En el último de los casos, ya resultaba menos probable. De lo que resultase dependía el que yo siguiese con mi labor en el Pabellón Briony o volviese mi atención a las habitaciones de aquel caballero, en el Temple. Era un punto delicado y que ensanchaba el campo de mis investigaciones. Me temo que le estoy aburriendo a usted con todos estos detalles, pero si usted ha de hacerse cargo de la situación, es preciso que yo le exponga mis pequeñas dificultades.
—Le sigo a usted con gran atención —le contesté.
—Aún seguía sopesando el tema en mi mente cuando se detuvo delante del Pabellón Briony un coche de un caballo, y saltó fuera de él un caballero. Era un hombre de extraordinaria belleza, moreno, aguileño, de bigotes, sin duda alguna el hombre del que me habían hablado. Parecía tener mucha prisa: gritó al cochero que esperase e hizo a un lado con el brazo a la doncella que le abrió la puerta, con el aire de quien está en su casa. Permaneció en el interior cosa de media hora, y yo pude captar rápidas visiones de su persona al otro lado de las ventanas del cuarto de estar. Se paseaba de un lado para otro, hablaba animadamente y agitaba los brazos. A ella no conseguí verla. De pronto volvió a salir aquel hombre con muestras de llevar más prisa que antes. Al subir al coche, sacó un reloj de oro del bolsillo y miró la hora con gran ansiedad. “Salga como una exhalación —gritó—. Primero a Gross y Hankey, en Regent Street, y después a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road. ¡Hay media guinea para usted si lo hace en veinte minutos!”.
»Allá se fueron, y cuando yo estaba preguntándome si no haría bien en seguirlos, veo venir por la travesía un elegante landó pequeño, cuyo cochero traía aún a medio abrochar la chaqueta y el nudo de la corbata debajo de la oreja, mientras que los extremos de las correas de su atalaje saltaban fuera de las hebillas. Ni siquiera tuvo tiempo de parar delante de la puerta, cuando salió ella del vestíbulo como una flecha, y subió al coche. No hice sino verla un instante, pero me di cuenta de que era una mujer adorable, con una cara como para que un hombre se dejase matar por ella.
»—A la iglesia de Santa Mónica, John —le gritó—, y hay para ti medio soberano si llegas en veinte minutos.
»Watson, aquello era demasiado bueno para perdérselo. Estaba yo calculando qué me convenía más, si echar a correr o colgarme de la parte trasera del landó; pero en ese instante vi acercarse por la calle un coche de alquiler. El cochero miró y remiró al ver un cliente tan desaseado, pero yo salté dentro sin darle tiempo a que pusiese inconvenientes, y le dije: “A la iglesia de Santa Mónica, y hay para ti medio soberano si llegas en veinte minutos”. Eran veinticinco para las doce y no resultaba difícil inferir de qué se trataba.
»Mi cochero arreó rápidamente. No creo que yo haya ido nunca en coche a mayor velocidad, pero lo cierto es que los demás llegaron antes. Cuando lo hice yo, el coche de un caballo y el landó se hallaban delante de la iglesia, con sus caballos humeantes. Pagué al cochero y me metí a toda prisa en la iglesia. No había en ella un alma, fuera de las dos a quienes yo había venido siguiendo, y un clérigo vestido de sobrepelliz, que parecía estar arguyendo con ellos. Se hallaban los tres formando grupo delante del altar. Yo me metí por el pasillo lateral muy sosegadamente, como uno que ha venido a pasar el tiempo a la iglesia. De pronto, con gran sorpresa mía, los tres que estaban junto al altar se volvieron a mirarme, y Godfrey Norton vino a todo correr hacia mí.
»—¡Gracias a Dios! —exclamó—. Usted nos servirá. ¡Venga, venga!
»—¿Qué ocurre? —pregunté.
»—Venga, hombre, venga. Se trata de tres minutos, o no será legal.
»Me llevó medio a rastras al altar, y antes que yo comprendiese de qué se trataba, me encontré mascullando respuestas que me susurraban al oído, y siendo garante de cosas que ignoraba por completo y, en términos generales, colaborando en unir con lazos a Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo se hizo en un instante, y allí me tiene usted entre el caballero, a un lado mío, que me daba las gracias, y al otro lado la dama, mientras el clérigo me sonreía delante, de una manera beatífica. Fue la situación más absurda en que yo me he visto en toda mi vida, y fue el recuerdo de la misma lo que hizo estallar mi risa hace un momento. Por lo visto, faltaba no sé qué requisito a su licencia matrimonial, y el clérigo se negaba rotundamente a casarlos si no presentaban algún testigo; mi afortunada aparición ahorró al novio la necesidad de lanzarse a la calle a la búsqueda de un padrino. La novia me regaló un soberano, que tengo intención de llevar en la cadena de mi reloj en recuerdo de la ocasión.»
—Las cosas han tomado un giro inesperado —dije yo—. ¿Ahora qué?
—Pues, la verdad, me encontré con mis planes seriamente amenazados. Tuve la impresión de que quizá la pareja se iba a largar de allí inmediatamente, lo que requeriría de mi parte medidas rapidísimas y enérgicas. Sin embargo, se separaron a la puerta de la iglesia, regresando él en su coche al Temple y ella en el suyo a su propia casa. Al despedirse, le dijo ella: “Me pasearé, como siempre, en coche a las cinco por el parque”. No oí más. Los coches tiraron en diferentes direcciones, y yo me marché a lo mío.
—Y ¿qué es lo suyo?
—Alguna carne fiambre y un vaso de cerveza —contestó, tocando la campanilla—. He andado demasiado atareado para pensar en tomar ningún alimento, y es probable que al anochecer lo esté aún más. A propósito doctor, necesitaré su cooperación.
—Encantado.
—¿No le importará faltar a la ley?
—Absolutamente nada.
—¿Ni el ponerse a riesgo de que lo detengan?
—No, si se trata de una buena causa.
—¡Oh, la causa es excelente!
—Entonces, cuente conmigo.
—Estaba seguro de que podía contar con usted.
—Pero ¿qué es lo que desea de mí?
—Se lo explicaré una vez que la señora Turner haya traído su bandeja. Y ahora —dijo, encarándose con la comida sencilla que le había servido nuestra patrona—, como es poco el tiempo del que dispongo, tendré que explicárselo mientras como. Son ya casi las cinco. Es preciso que yo me encuentre dentro de dos horas en el lugar de la escena. La señorita, o mejor dicho, la señora Irene, regresará a las siete de su paseo en coche. Necesitamos estar junto al Pabellón Briony para recibirla.
—Y entonces, ¿qué?
—Deje eso de cuenta mía. Tengo dispuesto ya lo que tiene que ocurrir. He de insistir tan solo en una cosa. Ocurra lo que ocurra, usted no debe intervenir. ¿Me entiende?
—Quiere decir que debo permanecer neutral.
—Sin hacer nada. Ocurrirá probablemente algún incidente desagradable. Usted quédese al margen. El final será que me tendrán que llevar dentro de la casa. Cuatro o cinco minutos después, se abrirá la ventana del cuarto de estar. Usted se situará cerca de la ventana abierta.
—Entendido.
—Estará atento