Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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      —De dos caballos, a juzgar por el ruido —dijo.

      Luego prosiguió, mirando por la ventana:

      —Sí, un lindo coche Brougham, tirado por una yunta preciosa. Ciento cincuenta guineas valdrá cada animal. Watson, en este caso hay dinero o, por lo menos, aunque no hubiera otra cosa.

      —Holmes, estoy pensando que lo mejor será que me retire.

      —De ninguna manera, doctor. Permanezca donde está. Yo estoy perdido sin mi Boswell. Esto promete ser interesante. Sería una lástima que usted se lo perdiese.

      —Pero quizá su cliente...

      —No se preocupe por él. Quizá yo necesite su ayuda y él también. Aquí llega. Siéntese en ese sillón, doctor, y préstenos su mayor atención.

      Unos pasos lentos y fuertes, que se habían oído en las escaleras y en el pasillo, se detuvieron junto a la puerta, del lado exterior. Y de pronto resonaron unos golpes secos.

      —¡Adelante! —dijo Holmes.

      Entró un hombre que no bajaría de los seis pies y seis pulgadas de altura, con el pecho y extremidades de un Hércules. Sus ropas eran de una riqueza que en Inglaterra se habría considerado como lindando con el mal gusto. Le acuchillaban las mangas y los delanteros de su chaqueta cruzada unas posadas franjas de astracán, y su capa azul oscura, que tenía echada hacia atrás sobre los hombros, estaba forrada de seda color llama, y sujeta al cuello con un broche consistente en un berilo resplandeciente. Unas botas que le llegaban hasta la media pierna, y que estaban festoneadas en los bordes superiores con rica piel parda, completaban la impresión de bárbara opulencia que producía el conjunto de su aspecto externo. Traía en la mano un sombrero de anchas alas y, en la parte superior del rostro, tapándole hasta más abajo de los pómulos, ostentaba un antifaz negro que, por lo visto, se había colocado en ese mismo instante, porque aún tenía la mano puesta en él cuando hizo su entrada. A juzgar por las facciones de la parte inferior de la cara, se trataba de un hombre de carácter fuerte, de labio inferior grueso y caído, y una recta y prolongada barbilla, que sugería una firmeza llevada hasta la obstinación.

      —¿Recibió mi carta? —preguntó con voz profunda y ronca, de fuerte acento alemán—. Le anunciaba mi visita.

      Nos miraba uno por uno, como dudando a cuál de los dos tenía que dirigirse.

      —Tome usted asiento por favor —le dijo Sherlock Holmes—. Este señor es mi amigo y colega, el doctor Watson, que a veces lleva su amabilidad hasta ayudarme en los casos que se me presentan. ¿A quién tengo el honor de hablar?

      —Puede hacerlo como si yo fuese el conde von Kramm, aristócrata bohemio. Doy por supuesto que este caballero amigo suyo es hombre de honor discreto al que yo puedo confiar un asunto de la mayor importancia. De no ser así, preferiría muchísimo tratar con usted solo.

      Me levanté para retirarme, pero Holmes me agarró de la muñeca y me empujó, obligándome a sentarme.

      —O a los dos, o a ninguno —dijo—. Puede usted hablar delante de este caballero todo cuanto quiera decirme a mí.

      El conde encogió sus anchos hombros, y dijo:

      —Siendo así, tengo que empezar exigiendo de ustedes un secreto absoluto por un plazo de dos años, pasados los cuales el asunto carecerá de importancia. En este momento, no exageraría afirmando que la tiene tan grande que pudiera influir en la historia de Europa.

      —Lo prometo —dijo Holmes.

      —Y yo también.

      —Ustedes disculparán este antifaz —prosiguió nuestro extraño visitante—. La augusta persona que se sirve de mí desea que su agente permanezca incógnito para ustedes, y no estará de más que confiese desde ahora mismo que el título nobiliario que he adoptado no es exactamente el mío.

      —Ya me había dado cuenta de ello —dijo secamente Holmes.

      —Se trata de circunstancias sumamente delicadas, y es preciso tomar toda clase de precauciones para ahogar lo que pudiera llegar a ser un escándalo inmenso y comprometer seriamente a una de las familias reinantes de Europa. Hablando claramente, el asunto implica a la gran casa de los Ormstein, reyes hereditarios de Bohemia.

      —También sabía eso —murmuró Holmes arrellanándose en su sillón, y cerrando los ojos.

      Nuestro visitante miró con algo de sorpresa aparente la figura lánguida y repantigada del hombre, al que sin duda le habían pintado como el razonador más incisivo y al agente más enérgico de Europa. Holmes reabrió lentamente los ojos y miró con impaciencia a su gigantesco cliente.

      —Si su majestad se dignase exponer su caso —dijo a modo de comentario—, estaría en mejores condiciones para aconsejarle.

      Nuestro hombre saltó de su silla y se puso a pasear por el cuarto, presa de una agitación imposible de dominar. De pronto se arrancó el antifaz de la cara con un gesto de desesperación y lo tiró al suelo, gritando:

      —Está usted en lo cierto. Yo soy el rey. ¿Por qué voy a tratar de ocultárselo?.

      —Naturalmente. ¿Por qué? —murmuró Holmes—. Aún no había hablado su majestad y ya me había yo dado cuenta de que estaba tratando con Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel Falstein y rey hereditario de Bohemia.

      —Pero ya comprenderá usted —dijo nuestro extraño visitante, volviendo a tomar asiento y pasándose la mano por su frente, alta y blanca— ya comprenderá usted, digo, que no estoy acostumbrado a realizar personalmente esta clase de gestiones. Se trataba, sin embargo, de un asunto tan delicado que no podía confiárselo a un agente mío sin entregarme en sus manos. He venido bajo incógnito desde Praga con el propósito de consultar con usted.

      —Pues entonces, consúlteme —dijo Holmes, volviendo una vez más a cerrar los ojos.

      —He aquí los hechos, brevemente expuestos: Hará unos cinco años, y en el transcurso de una larga estancia mía en Varsovia, conocí a la célebre aventurera Irene Adler. Con seguridad que ese nombre le será familiar a usted.

      —Tenga la amabilidad de buscarla en el índice, Doctor —murmuró Holmes sin abrir los ojos.

      Por muchos años venía haciendo extractos de párrafos referentes a personas y cosas, por lo que era difícil tocar un tema o hablar de alguien sin que él pudiera suministrar en el acto algún dato sobre los mismos. En el caso actual encontré la biografía de aquella mujer emparedada entre la de un rabino hebreo y la de un oficial de la Marina, autor de una monografía acerca de los peces abismales.

      —Déjeme ver —dijo Holmes—. ¡Ejem! Nacida en Nueva Jersey en el año mil ochocientos cincuenta y ocho. Contralto. ¡Ejem! La Scala. ¡Ejem! Prima donna en la Ópera Imperial de Varsovia... Eso es... Retirada de los escenarios de ópera, ¡Ajá! Vive en Londres... ¡Justamente!... Su majestad, según tengo entendido, se enredó con esta joven, le escribió ciertas cartas comprometedoras, y ahora desea recuperarlas.

      —Exactamente... Pero ¿cómo?

      —¿Hubo matrimonio secreto?

      —En absoluto.

      —¿Ni papeles o certificados legales?.

      —Ninguno.

      —Pues entonces, no alcanzo a ver adónde va a parar su majestad. En el caso de que esta joven exhibiese cartas para realizar un chantaje, o con otra finalidad cualquiera, ¿cómo iba ella a demostrar su autenticidad?

      —Está la letra.

      —¡Puf! Falsificada.

      —Mi papel especial de cartas.

      —Robado.

      —Mi propio sello.

      —Imitado.

      —Mi fotografía.

      —Comprada.

      —En