Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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20 de marzo de 1888, regresaba yo de una visita a un enfermo (porque había vuelto al ejercicio de la medicina civil) y tuve que pasar por Baker Street. Al cruzar por delante de la puerta tan recordada por mí, y que por fuerza tenía que asociarse siempre en mi mente con mi noviazgo y con los tétricos episodios del Estudio en escarlata, me asaltó un vivo deseo de volver a charlar con Holmes y de saber en qué estaba empleando sus extraordinarios poderes. Vi sus habitaciones brillantemente iluminadas y, cuando alcé la vista llegué incluso a distinguir su figura, alta y enjuta, al proyectarse dos veces su negra silueta sobre la cortina. Él se paseaba por la habitación a paso vivo con impaciencia, la cabeza caída sobre el pecho las manos entrelazadas por detrás de la espalda. Para mí, que conocía todos sus humores y hábitos, su actitud y sus maneras tenían cada cual una historia propia. Otra vez estaba dedicado al trabajo. Había salido de las ensoñaciones provocadas por la droga, y estaba lanzado por el humillo fresco de algún problema nuevo. Tiré de la campanilla, y me hicieron subir a la habitación que había sido en parte mía.

      Sus maneras no eran efusivas. Rara vez lo eran pero, según creo, se alegró de verme. Sin hablar apenas, pero con mirada cariñosa, me señaló con un vaivén de la mano un sillón, me echó su caja de cigarros, me indicó una garrafa de licor y un recipiente de agua de seltz que había en un rincón. Luego se puso en pie delante del fuego, y me pasó revista con su característica manera introspectiva.

      —Le sienta bien el matrimonio —dijo—. Me parece, Watson, que ha engordado usted siete libras y media desde la última vez que le vi.

      —Siete —le contesté.

      —Pues, la verdad, yo habría dicho que un poco más. Yo creo, Watson, que un poquitín más. Y, por lo que veo, otra vez ejerciendo la medicina. No me había dicho usted que tenía el propósito de volver a su trabajo.

      —Pero ¿cómo lo sabe usted?

      —Lo estoy viendo, lo deduzco. Como sé que últimamente ha cogido usted mucha humedad, y que tiene a su servicio una doméstica torpe y descuidada.

      —Mi querido Holmes —le dije—, esto es demasiado. De haber vivido usted hace unos cuantos siglos, con seguridad que habría acabado en la hoguera. Es cierto que el jueves pasado tuve que hacer una excursión al campo y que regresé a mi casa todo sucio, pero como no es esta la ropa que llevaba no puedo imaginarme cómo saca usted esa deducción. En cuanto a María Juana, sí que es una muchacha incorregible, y por eso mi mujer le ha dado ya el aviso de despido, pero tampoco sobre ese detalle consigo imaginarme de qué manera llega usted a razonarlo.

      Se rio por lo bajo y se frotó las manos, largas y nerviosas.

      —Es la cosa más sencilla —dijo—. La vista me dice que dentro de su zapato izquierdo, precisamente en el punto en que se proyecta la claridad del fuego de la chimenea, está el cuero marcado por seis cortes casi paralelos. Es evidente que han sido producidos por alguien que ha rascado sin ningún cuidado el borde de la suela todo alrededor para arrancar el barro seco. Eso me dio pie para mi doble deducción de que había salido usted con mal tiempo y de que tiene un ejemplar de doméstica londinense que rasca las botas con verdadera mala saña. Respecto al ejercicio de la medicina, cuando entra un caballero en mis habitaciones oliendo a cloroformo, con una marca negra de nitrato de plata en su índice derecho y un bulto saliente en uno de los costados de su sombrero de copa que me indica dónde ha escondido su estetoscopio, tendría yo que ser muy torpe para no declarar que se trata de un miembro activo de la profesión médica.

      No pude evitar reírme de la facilidad con que explicaba el proceso de sus deducciones, y le dije:

      —Cuando le oigo aportar sus razones, me parece todo tan ridículamente sencillo que yo mismo podría haberlo hecho con facilidad, aunque, en cada uno de los casos, me quedo desconcertado hasta que me explica todo el proceso que ha seguido. Y, sin embargo, creo que tengo tan buenos ojos como usted.

      —En efecto —me contestó, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón—. Usted ve, pero no observa. Es una distinción clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia los escalones para subir desde el vestíbulo a este cuarto.

      —Muchas veces.

      —¿Como cuántas?

      —Centenares de veces.

      —Dígame entonces cuántos escalones hay.

      —¿Cuántos? Pues no lo sé.

      —¡En efecto! Usted ha visto, pero no se ha fijado. Ese es mi punto. Pues bien: yo sé que hay diecisiete escalones, porque los he visto y, al mismo tiempo, me he fijado. A propósito, ya que le interesan a usted estos pequeños problemas, y puesto que ha llevado su bondad hasta hacer la crónica de uno o dos de mis insignificantes experimentos, quizá sienta interés por este. Me tiró desde donde él estaba una hoja de un papel de cartas grueso y de color de rosa, que había estado hasta ese momento encima de la mesa. Y añadió:

      —Me llegó por el último correo. Léala en voz alta.

      Era una carta sin fecha, sin firma y sin dirección. Decía:

      “Esta noche, a las ocho menos cuarto, irá a visitarle a usted un caballero que desea consultarle sobre un asunto del más alto interés. Los recientes servicios que ha prestado usted a una de las casas reinantes de Europa han demostrado que es usted la persona a la que se pueden confiar asuntos cuya importancia no es posible exagerar. En esta referencia sobre usted coinciden las distintas fuentes en que nos hemos informado. Esté usted en sus habitaciones a la hora que se le indica, y no tome a mal que el visitante se presente enmascarado”.

      —Este sí que es un caso misterioso —comenté yo—. ¿Qué cree usted que hay detrás de esto?

      —No tengo datos todavía. Es un error garrafal el teorizar sin poseer datos. De manera insensible uno empieza a retorcer los hechos para acomodarlos a sus teorías, en vez de acomodar las teorías a los hechos. Pero respecto a la carta misma, ¿qué deduce usted de ella?

      Yo examiné con gran cuidado la escritura y el papel.

      —Puede presumirse que la persona que ha escrito esto ocupa una posición desahogada —hice notar, esforzándome por imitar los procedimientos de mi compañero—. Es un papel que no se compra a menos de media corona el paquete. Su cuerpo y su rigidez son característicos.

      —Ha dicho usted la palabra exacta: característicos —comentó Holmes—. Ese papel no es en modo alguno inglés. Póngalo al trasluz.

      Así lo hice, y vi una E mayúscula con una g minúscula, una P y una G mayúscula seguida de una t minúscula, entrelazadas en la fibra misma del papel.

      —¿Qué saca usted de eso? —preguntó Holmes.

      —Debe de ser el nombre del fabricante, o mejor dicho, su monograma.

      —De ninguna manera. La G mayúscula con t minúscula equivale a Gesellschaft, que en alemán quiere decir Compañía. Es una abreviatura como nuestra Cía. La P es, desde luego, Papier. Veamos las letras Eg. Echemos un vistazo a nuestro Diccionario Geográfico. Bajó de uno de los estantes un pesado volumen pardo, y continuó:

      —Eglow, Eglonitz... Aquí lo tenemos, Egria. Es una región de Bohemia en la que se habla alemán, no lejos de Carlsbad. Es notable por haber sido el escenario de la muerte de Vallenstein y por sus muchas fábricas de cristal y de papel. Ajajá, amigo mío, ¿qué saca usted de este dato?

      Le centelleaban los ojos, y envió hacia el techo una gran nube triunfal del llamo azul de su cigarrillo.

      —El papel ha sido fabricado en Bohemia —le dije.

      —Precisamente. Y la persona que escribió la carta es alemana, como puede deducirse de la manera de redactar una de sus oraciones “En esta referencia sobre usted coinciden las distintas fuentes en que nos hemos informado” . Ni un francés ni un ruso le habrían dado ese giro. Los alemanes tratan con muy poca consideración a sus verbos. Solo nos queda, pues, por averiguar qué quiere este alemán que escribe en papel de Bohemia y que prefiere usar una máscara a mostrar su cara. Pero aquí está él, si no me equivoco, para aclarar