Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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algunos que escaparon a su capacidad analítica y que, en calidad de narraciones, serían principios sin final, mientras que otros fueron aclarados solo parcialmente, estando la explicación de los mismos fundada en conjeturas y suposiciones más que en una prueba lógica absoluta, procedimiento que le era tan querido.

      Sin embargo hay, entre estos últimos uno tan extraordinario en sus detalles y tan sorprendente en su resultado que me siento tentado a relatarlo parcialmente, aunque existen en este caso puntos que no fueron, y probablemente no serán jamás, aclarados.

      El año 87 nos proporciona una larga serie de casos de mayor o menor interés y de los que conservo registro. Entre los encabezamientos de los casos de estos doce meses me encuentro con un relato de la aventura de la habitación Paradol, de la Sociedad de Mendigos Aficionados, que se hallaba instalada en calidad de club lujoso en la bóveda inferior de un guardamuebles; con el de los hechos relacionados con la pérdida del velero británico Sophy Anderson; con el de las extrañas aventuras de los Grice Patersons en la isla de Ufa, y, finalmente, con el del envenenamiento ocurrido en Camberwell. Se recordará que en este último caso consiguió Sherlock Holmes demostrar que el muerto había dado cuerda a su reloj dos horas antes y que, por consiguiente, se había acostado durante ese tiempo... deducción que tuvo la mayor importancia en el esclarecimiento del caso. Quizá trace yo, más adelante, los bocetos de todos estos sucesos, pero ninguno de ellos presenta características tan sorprendentes como las del extraño cortejo de circunstancias para cuya descripción he tomado la pluma.

      Nos encontrábamos en los últimos días de septiembre y las tormentas equinocciales habían empezado con violencia excepcional. El viento había bramado todo el día, y la lluvia azotaba las ventanas de tal manera que, incluso en el corazón del inmenso Londres, obra de la mano del hombre, nos veíamos forzados a elevar nuestros pensamientos de la diaria rutina de la vida y a reconocer la presencia de las grandes fuerzas elementales que ladran al género humano por entre los barrotes de su civilización, igual que fieras indómitas dentro de una jaula. A medida que iba entrando la noche, la tormenta fue haciéndose más y más estrepitosa, y el viento lloraba y sollozaba dentro de la chimenea igual que un niño. Sherlock Holmes, a un lado del hogar, sentado melancólicamente en un sillón, combinaba los índices de sus registros de crímenes, mientras que yo, en el otro lado, estaba absorto en la lectura de uno de los bellos relatos marineros de Clark Rusell. Hubo un momento en que el bramar de la tempestad del exterior pareció fundirse con el texto, y el chapoteo de la lluvia se alargó hasta dar la impresión del prolongado espumajeo de las olas del mar. Mi esposa había ido de visita a la casa de una tía suya y yo me hospedaba por unos días, una vez más, en mis antiguas habitaciones de Baker Street.

      —¿Qué es eso? —dije, alzando la vista hacia mi compañero—. Fue la campanilla de la puerta, ¿verdad? ¿Quién puede venir aquí esta noche? Algún amigo suyo, quizá.

      —Fuera de usted, yo no tengo ninguno —me contestó—. Y no animo a nadie a visitarme.

      —¿Será entonces un cliente?

      —Entonces se tratará de un asunto grave. Nada podría, de otro modo, obligar a venir aquí a una persona con semejante día y a semejante hora. Pero creo que es más probable que se trate de alguna vieja amiga de nuestra patrona.

      Se equivocó, sin embargo, Sherlock Holmes en su conjetura, porque se oyeron pasos en el corredor, y alguien golpeó en la puerta. Mi compañero extendió su largo brazo para desviar de sí la lámpara y enderezar su luz hacia la silla desocupada en la que tendría que sentarse cualquiera otra persona que viniese.

      —¡Adelante! —dijo.

      El hombre que entró era joven, de unos veintidós años, a juzgar por su apariencia exterior; bien acicalado y elegantemente vestido, con un no sé qué de refinado y fino en su porte. El paraguas, que era un arroyo, y que sostenía en la mano, y su largo impermeable brillante, delataban la furia del temporal que había tenido que aguantar en su camino. Enfocado por el resplandor de la lámpara, miró ansiosamente a su alrededor, y yo pude fijarme en que su cara estaba pálida y sus ojos cargados, como los de una persona a quien abruma alguna gran inquietud.

      —Debo a ustedes una disculpa —dijo, subiéndose hasta el arranque de la nariz las gafas doradas, a presión—. Espero que mi visita no sea un entretenimiento. Me temo que he traído hasta el interior de su abrigada habitación algunos rastros de la tormenta.

      —Deme su impermeable y su paraguas —dijo Holmes—. Pueden permanecer colgados de la percha, y así quedará usted libre de humedad por el momento. Veo que ha venido usted desde el Sudoeste.

      —Sí, de Horsham.

      —Esa mezcla de arcilla y de greda que veo en las punteras de su calzado es completamente característica.

      —Vine en busca de consejo.

      —Eso se consigue fácil.

      —Y de ayuda.

      —Eso ya no es siempre tan fácil.

      —He oído hablar de usted, señor Holmes. Le oí contar al comandante Prendergast cómo le salvó usted en el escándalo de Tankerville Club.

      —Sí, es cierto. Se le acusó injustamente de hacer trampas en el juego.

      —Aseguró que usted se dio maña para poner todo en claro.

      —Eso es decir demasiado.

      —Que a usted no lo vencen nunca.

      —Lo he sido en cuatro ocasiones: tres veces por hombres, y una por cierta dama.

      —Pero ¿qué es eso comparado con el número de sus éxitos?

      —Es cierto que, por lo general, he salido airoso.

      —Entonces, puede salirlo también en mi caso.

      —Le suplico que acerque su silla al fuego, y haga el favor de darme algunos detalles del mismo.

      —No se trata de un caso corriente.

      —Ninguno de los que a mí llegan lo son. Vengo a ser una especie de alto tribunal de apelación.

      —Yo me pregunto, a pesar de todo, señor, si en el transcurso de su profesión habrá escuchado el relato de una serie de acontecimientos más misteriosos e inexplicables que los que han ocurrido en mi propia familia.

      —Lo que usted dice me llena de interés —le dijo Holmes—. Por favor, explíquenos desde el principio los hechos esenciales, y yo podré luego interrogarle sobre los detalles que a mí me parezcan más importantes.

      El joven acercó la silla, y adelantó sus pies húmedos hacia la hoguera.

      —Me llamo John Openshaw —dijo—, pero me parece que mis propias actividades tienen poco que ver con este asunto espantoso. Se trata de una cuestión hereditaria, de modo que, para darles una idea de los hechos, no tengo más remedio que remontarme hasta el comienzo del asunto.

      »Deben ustedes saber que mi abuelo tenía dos hijos: mi tío Elías y mi padre José. Mi padre poseía, en Coventry, una pequeña fábrica, que amplió al inventarse las bicicletas. Poseía la patente de la llanta irrompible Openshaw, y alcanzó tal éxito en su negocio, que consiguió venderlo y retirarse con un relativo bienestar.

      »Mi tío Elías emigró a América siendo todavía joven, y se estableció de plantador en Florida, de donde llegaron noticias de que había prosperado mucho. En los comienzos de la guerra peleó en el ejército de Jackson, y más adelante en el de Hood, ascendiendo en este hasta el grado de coronel. Cuando Lee se rindió, volvió mi tío a su plantación, en la que permaneció por espacio de tres o cuatro años. Hacia mil ochocientos sesenta y nueve o mil ochocientos setenta, regresó a Europa y compró una pequeña finca en Sussex, cerca de Horsham. Había hecho una fortuna muy considerable, y si abandonó Norteamérica fue movido por su antipatía a los negros, y por su desagrado por la política del partido republicano de concederles la liberación de la esclavitud. Era un hombre extraño, arrebatado y violento, muy mal hablado cuando le dominaba la ira, y por demás retraído. Dudo de que pusiese ni una sola vez los pies en Londres durante