Amy Tintera

Venganza


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la daga. Se levantó lentamente. Sus piernas temblaban. Miraba fijamente el pecho de Em.

      —No es eso lo que he preguntado. ¿Quiénes sois?

      —Somos peones y estamos trabajando en las minas de Ruina —dijo sin desviar la mirada de su pecho—. ¿Usted es... usted es Emelina Flores? —dijo su nombre en voz baja, casi con reverencia.

      Em frunció el ceño en respuesta, sin tener idea de cómo habría acertado aquel hombre.

      —El círculo de la venganza. He oído hablar de él.

      —¿El qué?

      —Su collar. El círculo representa la venganza. “Se cosecha lo que se siembra”, como dicen.

      A Em le temblaron los labios. ¿De verdad todos creían que era eso lo que simbolizaba su collar?

      El círculo de la venganza. Muy adecuado. A Olivia le encantaría.

      El hombre de la daga sostuvo el arma frente a él pero le temblaba la mano. Al otro, con los brazos apretados contra el pecho, el miedo le salía por los poros. Por lo visto, a Em la precedía su reputación.

      —Iros —les dijo sacudiendo la cabeza—. Y no volváis.

      Los dos dieron media vuelta y se alejaron corriendo. Ahora todo el mundo huía de ella. La gente murmuraba su nombre, lo pronunciaban con miedo.

      Era lo que ella siempre había querido.

      No se sentía como ella había esperado.

      DOS

      g1

      La madre de Cas estaba enterrada detrás del Fuerte Victorra, en un sitio sombreado donde las flores probablemente se abrirían en primavera.

      Cas no visitó ese lugar. Había visto a los soldados enterrarla un día después de que Em y Olivia desaparecieran, y nunca regresó.

      En vez de eso, acudió adonde había muerto.

      Dos días antes había llovido y la sangre se había ido con el agua. No quedaba más que tierra, hierba y árboles. Los árboles, que unos días atrás habían estado cubiertos de hojas rojas y anaranjadas, tenían ahora las ramas casi vacías. Las hojas caídas crujían bajo sus pies. Los árboles feos parecían apropiados en virtud de lo que ahí había ocurrido.

      Aún podía verlo. Em moribunda en sus brazos. Su madre, muerta a manos de Olivia cuando ésta rescataba a su hermana.

      —No mereces estar aquí —dijo una voz a sus espaldas.

      Por unos momentos le preocupó que la voz estuviera sólo en su cabeza, pues él había estado pensando eso mismo, pero al darse la vuelta encontró a su prima Jovita a unos pasos de distancia, con las manos en las caderas y la mirada de piedra. Su cabello oscuro ondeaba con el viento y una roja cicatriz inflamada atravesaba su mejilla derecha; Em le había hecho esa herida. Se parecía un poco al padre de Cas: tenían la misma piel aceitunada, la misma boca amplia.

      Cas se apartó.

      —Y en todo caso, no es un lugar seguro —dijo Jovita, más burlona que preocupada.

      —Ya no están los ruinos, ya no están los guerreros.

      —¿Y de quién es la culpa? —Jovita se acercó a él. Se dio unos golpecitos en la barbilla en actitud reflexiva y añadió—: Ah, cierto, la culpa es tuya. Por haber liberado a Olivia Flores y dejar que Em se fuera tan tranquila.

      Sí, era su culpa. Había liberado a Olivia, y luego ella había asesinado a su madre... después de que su madre estuvo a punto de matar a Em.

      No conseguía sentir ningún odio hacia Olivia. Estaba, sobre todo, simplemente triste.

      —Quiero el collar —dijo Jovita alargando la mano—. El que te dio la reina con un poco de flor debilita.

      —Lo enterré junto con ella —respondió Cas.

      Jovita apretó la mandíbula.

      —Qué tontería, Cas. Ese collar me habría protegido de los ruinos.

      Él se encogió de hombros. La hierba llamada debilita afectaba a la mayoría de los ruinos, pero daba la impresión de que a Olivia apenas si la afectaba. Dudaba que el collar la hubiera protegido.

      —Si lo hubiera conservado en vez de dártelo, quizás aún estaría viva —bufó Jovita—, y tú...

      —Llegaron otras dos consejeras por la noche —interrumpió Cas—. Me reuniré con ellas en una hora, por si quieres acompañarme.

      —No —Jovita dio media vuelta y empezó a caminar.

      —¿Por qué? ¿Porque ya te reuniste con ellas a mis espaldas?

      Jovita se detuvo. Miró por encima del hombro arqueando una ceja.

      —Si lo sabes es porque en realidad no fue a tus espaldas, ¿me equivoco?

      Y se fue dando fuertes pisadas. Cas la miró irse; una sensación de intranquilidad revoloteaba en su estómago.

      Entonces un guardia salió de entre los árboles. Era Galo, que merodeaba cerca de Cas como de costumbre. En esos días, el capitán de su guardia personal rara vez perdía de vista a Cas, a pesar de que éste habría preferido que lo dejaran solo. Era el precio de ser rey. Ese día, Mateo, pareja sentimental de Galo y guardia también, lo acompañaba. Mateo estaba a unos pasos de ahí, dándoles la espalda, reconociendo el terreno, atento a posibles amenazas.

      Cas metió las manos en sus bolsillos; caminó de regreso a la fortaleza, encorvado para resistir el frío viento que soplaba contra él. Galo le siguió el paso y Mateo fue tras ellos un poco a la zaga.

      —¿Está todo bien? —preguntó el guardia en voz baja.

      —Probablemente no.

      Galo se mostró preocupado, pero Cas no entró en detalles. El castillo y la mayor parte del reino estaban en manos de Olso; su prima lo odiaba, sus padres habían muerto, Em se había ido y quizá nunca volvería a verla.

      No quedaba mucho que decir.

      —Confirmamos que el gobernador de la provincia del sur murió en el ataque al castillo —dijo Galo—, pero su hija no, y está aquí. Violet Montero. Me encontró esta mañana y pidió hablar contigo.

      —¿Está aquí? ¿Cuándo llegó?

      —Igual que tú, al parecer. Estaba con el personal y al principio nadie lo notó. Ha estado enferma.

      —¿Ya está mejor?

      —Sí.

      La fortaleza surgió imponente frente a ellos y Cas se paró sobre una pila de ladrillos en el jardín frontal. Algunas partes de la muralla habían caído cuando atacaron los ruinos y los guerreros, y ésta seguía dañada. Pasaría un buen rato antes de que fuera completamente reconstruida. Detrás de la muralla estaba el Fuerte Victorra, una pila de ladrillos cuadrada, prácticamente sin ventanas, que Cas había llegado a aborrecer.

      —Tal vez esté ahora en el comedor, si quieres verla —dijo Galo—. Puedo ir a buscarla.

      —No te molestes, iré yo. ¿Les confirmas a las dos consejeras que llegaron anoche que nos reuniremos en una hora?

      —Por supuesto —dijo Galo, y salió corriendo.

      A esas alturas, Cas debería haber elegido a un asistente personal. Galo era el capitán de su guardia, no su mandatario, y se sentía culpable de hacerlo cumplir las dos funciones.

      Pero el Fuerte Victorra no era como el castillo de Lera. No había suficiente personal y Cas tenía que hacer muchas cosas él mismo. Ya no tenía todo un equipo a su servicio.

      Un soldado abrió el portón de la fortaleza al verlo acercarse; Cas murmuró un agradecimiento