Guadalupe Nettel

El matrimonio de los peces rojos


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      Guadalupe Nettel

      El matrimonio de los peces rojos

      Guadalupe Nettel, El matrimonio de los peces rojos

      Primera edición: abril de 2013

      ISBN epub: 978-84-8393-519-4

      © Guadalupe Nettel, 2013

      © De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

      Voces / Literatura 185

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      Índice

       El matrimonio de los peces rojos

       Guerra en los basureros

       Felina

       Hongos

       La serpiente de Beijín

      El día 5 de marzo de 2013, un jurado compuesto por José Trillo, presidente del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero, Enrique Vila-Matas, escritor y presidente del jurado, Ignacio Martínez de Pisón, escritor, Cristina Grande Marcellán, escritora, Samanta Schweblin, escritora, Marcos Giralt Torrente, escritor y ganador de la segunda edición del Premio, además de Juan Casamayor, director de la Editorial Páginas de Espuma, y Alfonso J. Sánchez, secretario general del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero, en calidad de secretario del jurado, ambos con voz pero sin voto, otorgó el III Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, por mayoría, a El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel.

      a Ale Oru y a Pelo Pegado

      Todos los animales saben lo que necesitan, excepto el hombre.

      Plinio el Viejo

      El hombre pertenece a esas especies animales que, cuando están heridas, pueden volverse particularmente feroces.

      Gao Xingjian

      El matrimonio de los peces rojos

      Ayer por la tarde murió Oblomov, nuestro último pez rojo. Lo intuí hace varios días en los que apenas lo vi moverse dentro de su pecera redonda. Tampoco saltaba como antes para recibir la comida o para perseguir los rayos del sol que alegraban su hábitat. Parecía víctima de una depresión o el equivalente en su vida de pez en cautiverio. Llegué a saber muy pocas cosas acerca de este animal. Muy pocas veces me asomé al cristal de su pecera y lo miré a los ojos y, cuando eso sucedió, no me quedé mucho tiempo. Me daba pena verlo ahí, solo, en su recipiente de vidrio. Dudo mucho que haya sido feliz. Eso fue lo que más tristeza me dio al verlo ayer por la tarde, flotando como un pétalo de amapola en la superficie de un estanque. Él, en cambio, tuvo más tiempo, más serenidad para observarnos a Vincent y a mí. Y estoy segura de que, a su manera, también sintió pena por nosotros. En general, se aprende mucho de los animales con los que convivimos, incluidos los peces. Son como un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver.

      Oblomov no fue el primer pez que tuvimos en casa, sino el tercero. Antes de él, hubo otros dos del mismo color a los que sí observé y sobre los cuales llegué a informarme con gran interés. Aparecieron un sábado por la mañana, dos meses antes de que naciera Lila. Nos los trajo Pauline, una amiga común, en el mismo recipiente donde murió su sucesor. Vincent y yo recibimos el obsequio con mucha alegría. Un gato o un perrito habría sido un tercero en discordia y un estorbo en nuestro apartamento. En cambio, nos gustaba la idea de compartir la casa con otra pareja. Además, habíamos oído decir que los peces rojos dan buena suerte y en esa época buscábamos todo tipo de amuletos, ya fueran cosas o animales, para paliar la incertidumbre que nos causaba el embarazo.

      Al principio, colocamos los peces en una mesita esquinera del salón en donde pegaba el sol de la tarde. Nos parecía que alegraban esa pieza, orientada hacia el patio trasero de nuestro edificio, con los movimientos veloces de sus colas y sus aletas. No sé cuántas horas habré pasado observándolos. Un mes antes había pedido la licencia de maternidad en el despacho de abogados donde trabajaba, para preparar el nacimiento de mi hija. Nada definitivo ni fuera de lo habitual pero que, para mí, resultaba desconcertante. No sabía qué hacer en casa. El exceso de tiempo libre me llenaba de preguntas sobre mi futuro. Estábamos en la peor parte del invierno y sólo pensar en vestirme para salir a enfrentar el viento gélido, me disuadía de cualquier paseo. Prefería quedarme en casa, leyendo el periódico o acomodando las cosas para recibir a Lila, en esa habitación diminuta que antes había sido el estudio y ahora sería su cuarto. Vincent en cambio pasaba muchas más horas que antes en la oficina. Quería aprovechar estos últimos meses para avanzar en los proyectos que el nacimiento de la niña iba a retrasar. Me parecía razonable pero lo echaba de menos, incluso cuando estábamos juntos. Lo sentía distante, perdido en su agenda y en sus preocupaciones laborales en las que yo no tenía cabida. Muchas tardes, mientras esperaba a que volviera del trabajo, me senté a observar el ir y venir, a veces lento y acompasado, a veces frenético o persecutorio, de los peces. Aprendí a distinguirlos claramente, no sólo por los colores tan parecidos de sus escamas, sino por sus actitudes y su forma de moverse, de buscar el alimento. No había nada más en la pecera. Ninguna piedra, ninguna cavidad donde esconderse. Los peces se veían todo el tiempo y cada uno de sus actos, como subir a la superficie del agua o girar alrededor del vidrio, afectaba inevitablemente al otro. De ahí la impresión de diálogo que me producían al verlos.

      A diferencia de Oblomov, estos peces nunca tuvieron un nombre. Nos referíamos a ellos como el macho y la hembra. A pesar de su gran parecido, era posible reconocerlos por la complexión robusta del primero y porque sus escamas brillaban más que las de su compañera. Vincent los observaba mucho menos pero también le inspiraban curiosidad. Yo le contaba las cosas que creía haber descubier-

       to acerca de ellos y él las escuchaba complacido, como los aconteceres de la familia extendida que ahora teníamos en casa. Recuerdo que una mañana, mientras preparaba café en la barra de la cocina, me hizo notar que uno de ellos, posiblemente el macho, había abierto sus aletas, que ahora lucían más grandes, como duplicadas, y llenas de colores.

      –¿Y la hembra? –pregunté yo, con la cafetera en la mano–. ¿También está más bonita?

      –No. Ella sigue igual pero casi no se mueve –dijo Vincent, con la cara pegada al vidrio de la pecera–. Quizás la esté cortejando.

      Ese día salimos al mercado callejero que se pone en el bulevar Richard-Lenoir. Una actividad de fin de semana que disfrutábamos mucho. La nieve había desaparecido y, en vez de la lluvia sempiterna, el cielo dejaba intuir la presencia del sol. Lo pasamos bien haciendo la compra pero la mañana no terminó de la misma manera. Cuando ya volvíamos a casa, cargados con bolsas de comida, se me ocurrió pedir que compráramos naranjas y Vincent se negó tan rotundamente que me sentí ofendida.

      –Son carísimas en esta época del año –argumentó