Guadalupe Nettel

El matrimonio de los peces rojos


Скачать книгу

las hormonas. Las mujeres embarazadas suelen ponerse mal por nimiedades. Lo cierto es que, en menos de cinco minutos, sentí cómo mi vida se cubría de nubes oscuras y amenazadoras. Todos los hombres cumplen los antojos de sus esposas cuando están encintas, me dije a mí misma. Hay quienes piensan que estos caprichos inexplicables reflejan en realidad las necesidades alimenticias del bebé. ¿Qué le pasaba a Vincent? ¿Cómo era posible que se negara así a comprar unas simples naranjas? Intenté volver a casa sin enredarme en una discusión. Sin embargo, después de unos cuantos pasos, tuve que sentarme a descansar en un banco. El abrigo no me cerraba ya y, por sus orillas negras, asomaba un suéter que me pareció viejo, espantoso. Sentí que mis ojos se cubrían de lágrimas. Vincent también lo notó pero no estaba dispuesto a claudicar.

      –Nunca es posible darte gusto –dijo–. Hemos venido al mercado para que estuvieras contenta y te pones así por una tontería. Me cuesta creerlo.

      Tuve que hacer un gran esfuerzo para no levantarme y comprar las naranjas con mi propio dinero y lo conseguí, pero la alegría ya no volvió en todo el fin de semana. Al regresar a casa, el macho de la pecera seguía con los opérculos erguidos. Su actitud de seducción me pareció arrogante. La hembra en cambio nadaba con las aletas gachas y sus movimientos pausados, en comparación con los de él, me causaron cierta pena.

      El lunes salí de casa temprano. Me metí al bar de la esquina y ordené un jugo doble de naranja. También pedí un café crème y un croissant. Pagué todo con la tarjeta común. Después entré en la librería y compré una novela. Estuve una hora probándome ropa en la tienda de tallas grandes que hay en la Rue des Pyrenées, donde encontré un suéter adecuado para remplazar el mío. Volví a casa a mediodía, justo a la hora del almuerzo. Al entrar, fui directa al salón y me asomé a la pecera como quien consulta un oráculo: el macho seguía con las aletas desplegadas pero ahora su compañera acusaba también un cambio físico: a lo largo del cuerpo le habían salido dos rayas horizontales de color pardo. Me preparé una pasta con berenjenas y la comí de pie, mirando por la ventana de la cocina a dos obreros que reparaban el edificio de enfrente. Al terminar, lavé aplicadamente la olla y los trastes que había ensuciado. Después, salí a dar un paseo por el barrio y llegué hasta la biblioteca. Sentí deseos de entrar pero cerraban los lunes por la tarde, así que volví a casa y esperé a Vincent leyendo mi nueva novela. Cuando llegó, le mostré, algo asustada, las líneas en el cuerpo de la hembra pero a él le parecieron intrascendentes.

      –Esas rayas son apenas perceptibles y no creo que signifiquen nada. Ni siquiera estoy seguro de que no las tuviera antes –dijo.

      Cenamos en silencio, un arroz recalentado que llevaba meses en el congelador. Vincent lavó los platos y al terminar se instaló en el salón donde estuvo trabajando hasta la madrugada. Sin decirle nada, me dediqué a colocar las cenefas con ositos en las paredes del cuarto de la niña, una tarea que teníamos pendiente desde hacía varias semanas y que ninguno de los dos había llevado a cabo. Sólo quería anular uno de nuestros innumerables pendientes. Es verdad que el resultado no fue tan prolijo como hubiera deseado pero tampoco era un desastre. Sin embargo, Vincent se lo tomó como una provocación. Según él, las había colocado disparejas con el único objetivo de hacerlo sentir culpable.

      –Me lo podías haber pedido. No sé por qué te ha dado últimamente por hacerte la víctima.

      La mañana del martes desayunamos en casa un té y una tostada como dos desconocidos que se tratan cordialmente pero, en cuanto él se fue al trabajo, bajé al bar llena de resentimiento y tomé otro jugo de naranja. Después caminé bajo la llovizna hasta la biblioteca. En mis años de estudiante la había frecuentado muchas veces, pero hacía tiempo que no me asomaba por ahí. El despacho estaba situado en la rivera izquierda y, cuando surgía alguna consulta que no pudiera resolver en Internet, iba a la Biblioteca Nacional. A diferencia de esta, en la que casi nunca veía a nadie, la de mi barrio estaba llena de adolescentes, como lo había sido yo misma cuando cursaba el liceo; chicos un poco mayores que se interpelaban a gritos y reían a carcajadas, comían en restaurantes universitarios; gente cuya principal preocupación era pasar los exámenes y estirar el subsidio de sus padres, o del gobierno, hasta el final del mes. Por lo general, las personas de esa edad me despertaban, al menos desde hacía un par de años, cierta condescendencia y por eso me sorprendió sentir envidia aquella mañana. Estaba por empujar la puerta de la entrada cuando uno de ellos, que llevaba un pañuelo rojo y blanco alrededor del cuello, tropezó con mi barriga.

      –Disculpe, señora –dijo disminuyendo apenas el paso.

      Más que mi estado de preñez, su tono falsamente compungido subrayó –o eso me pareció– la diferencia de edad entre nosotros.

      Una vez dentro, me dirigí a la sección de ciencias naturales hasta dar con el Diccionario enciclopédico de animales marinos, y busqué nuestros peces. Descubrí que pertenecían a la especie de los Betta splendens, conocidos también como «luchadores de Siam», y que eran originarios del continente asiático, donde suelen poblar las aguas estancadas. Los especialistas los clasifican entre los laberínticos por un bronquio en forma de rizoma, situado en su cabeza, que les permite respirar un poco de aire sobre la superficie del agua. Según el artículo, una de sus características más notorias era su dificultad para la convivencia. El diccionario no abundaba en detalles sobre ello ni tampoco sobre el mantenimiento de los peces. Si quería consejos para su cuidado debía buscar otra fuente. Tampoco hablaba de las rayas que habían aparecido en el lomo de la hembra.

      Estuve mirando otros libros sobre peces y seleccioné un par para llevármelos. Llené las hojas para la inscripción y para el préstamo. Por ingenuo que parezca, me ilusionó volver a ser usuaria de esa biblioteca. Estaba lloviendo mucho cuando intenté salir para volver a casa. Así que me entretuve un momento en la estantería de la entrada, donde se ponen a disposición del público los suplementos y revistas del mes. Las revisé por encima, sin decidirme a leer ninguna. Estaban todas, desde Magazine Littéraire hasta Marie-Claire. Esta última anunciaba en la portada un artículo que parecía dirigido a mí: Embarazo. ¿Por qué nos abandonan justo en este momento? Pensé que la lluvia podía durar horas y que quizás debía regresar a casa a pesar de ella. En esas estaba, cuando sonó mi móvil. Era Vincent pidiendo disculpas por su actitud egoísta. Había ido al apartamento con la intención de que comiéramos juntos. «Pasé por el italiano que te gusta y compré lasaña. También te traje naranjas». Cuando supo dónde estaba, propuso ir a buscarme a la biblioteca. Volvimos abrazados a casa, debajo de su gran paraguas azul con nubes blancas. Los restos del desayuno seguían sobre la barra de la cocina. Vincent sacó los manjares de su bolsa y los calentó en el microondas. Mientras comíamos y se servía dos copas de vino, le conté mis descubrimientos sobre nuestras mascotas. Nos reímos de la pareja que nos había traído Pauline, tan estrafalaria y compleja como ella. Al terminar de comer, hicimos el amor. Una de las pocas veces que nos sucedió durante el embarazo. Fue un polvo breve y tierno pero no exento de deseo. Vincent se despidió de mí en la cama con un beso y regresó a la oficina. Minutos más tarde, mientras me vestía frente al espejo de mi cuarto, noté una línea marrón situada exactamente en la mitad de mi vientre.

      Pasé la tarde leyendo en el sofá y observando la pecera. Aunque no eran tratados científicos, los libros que había sacado de la biblioteca proporcionaban una información más práctica que el Diccionario enciclopédico. Ambos se dirigían a un público joven o por lo menos no muy versado en el tema. En uno de ellos, encontré información sobre los Betta splendens. El autor del libro explicaba detalles de su cuidado y reproducción. Decía, por ejemplo, que el despliegue del opérculo implica en los machos la voluntad de aparearse, y lo violentos que pueden ponerse de no ser correspondidos. Pero eso no era lo peor. Los describían como peces sumamente combativos. De ahí que se les denominara comúnmente como «luchadores». En algunos países, se usan incluso como animales de pelea y se les sube al ring, de la misma forma en que, en occidente, se utiliza a los gallos para ganar apuestas. Mientras leía aquello, sentí algo semejante al rubor. La sensación que produce enterarse de las facetas oscuras de nuestros conocidos sin su consentimiento. ¿De verdad deseaba saber todo eso acerca de nuestros peces? Concluí que sí. Más valía estar advertido y, en lo posible, evitar cualquier accidente. El libro desaconsejaba tener a dos machos en una misma pecera por grande que fuese. Un macho y una