Guadalupe Nettel

El matrimonio de los peces rojos


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seguía diciendo el autor, los betta desarrollan rayas horizontales contrastantes con el color de su cuerpo.

      Cuando llegó mi marido, hacía más de una hora que dormía en el sofá. Vincent cerró los libros, cuidando de señalar las páginas que yo había dejado abiertas, y me despertó con mimos para que me fuera a la cama. Sin embargo, antes de acostarme, quise enseñarle lo que había leído acerca de nuestros peces.

      –Es muy peligroso dejarlos en ese recipiente –le dije–. Pueden hacerse mucho daño. ¿Te imaginas que llegaran a matarse?

      Le hice prometer que los cambiaríamos a un acuario, con oxígeno y algunas piedras donde ocultarse cuando no tuvieran ganas de verse las caras. Él accedió divertido.

      –Ahora te has obsesionado con esto –dijo–. Cuando te reincorpores al despacho, debes especializarte en derechos de los animales.

      Pasaron varios días antes de que sacáramos a los peces de su recipiente. Días tensos para ellos pero también para nosotros, pues a Vincent no acababa de agradarle la idea de reducir el salón con un acuario.

      –¡Esto va a parecer un restaurante chino! –soltó una vez, resignado, a sabiendas de que no había negociación posible en ese terreno.

      Mientras estaba en casa, yo no podía dejar de vigilarlos, como si con aquella mirada, severa y quisquillosa, hubiera podido evitar una inminente confrontación. Toda mi solidaridad, por supuesto, la tenía ella. Podía sentir su miedo y su angustia de verse acorralada, su necesidad de esconderse. Los peces son quizás los únicos animales domésticos que no hacen ruido. Pero estos me enseñaron que los gritos también pueden ser silenciosos. Vincent adoptaba una posición más neutra en apariencia, traicionada sin embargo por comentarios humorísticos que soltaba de cuando en cuando: «¿Qué le pasa a esa hembra? ¿Está en contra de la reproducción?» o «Mantén la calma, hermano, aunque te impaciente. Recuerda que las leyes de ahora están hechas por y para las mujeres».

      Mientras, la bebé flotaba en el líquido amniótico dentro de mi vientre. En la última visita al ginecólogo nos habían dicho que estaba «encajada» y era exactamente eso lo que yo sentía en las caderas. En ocasiones, en medio del silencio de la tarde, escuchaba crujir mis huesos del sacro. Había pasado la semana treinta y cinco. Era cuestión de días. Cuanto más lo pensaba, mayor era también mi necesidad de que las cosas estuvieran en orden dentro del apartamento y la verdad es que todo estaba listo, excepto la relación entre nuestras mascotas. Por eso me empeñé en comprar la pecera ese fin de semana. El hogar que conseguimos para nuestros betta fue un acuario verdadero, con capacidad para diez litros de agua, como recomendaba el libro, estrecho en la base pero alto para que cupiera en la biblioteca. Fue idea de Vincent que lo colocáramos ahí, donde ocupaba un estante entero pero sin reducir ni un centímetro la superficie del salón. Tuve que desplazar al sótano varias versiones del Código Civil a favor de los luchadores de Siam que hasta entonces, quizás informados de nuestras gestiones pacifistas, se habían mantenido tranquilos. Lo cierto es que descansé cuando, después de varios intentos fallidos y la visita de un técnico, los peces quedaron instalados y la hembra tuvo, por fin, una cueva donde esconderse.

      Lila nació esa misma semana, en la Clinique des Bleuets, situada a unas cuadras de la casa, una de las pocas maternidades públicas donde se practican partos en agua. Recuerdo la cara de horror que puso Vincent cuando nos lo propusieron. «Sólo faltaba eso», dijo haciendo alusión a nuestras mascotas. A mí, en cambio, no me pareció un despropósito. Muchas veces, había oído decir que para los niños nacer bajo el agua es menos traumático que venir al mundo en una cama de hospital. Me habría gustado probar. Sin embargo, lo último que quería en ese momento era contrariar a Vincent. Lila vino al mundo a las nueve de la noche, después de ocho horas de trabajo de parto, siete de las cuales ocurrieron dentro del hospital, en una habitación impersonal con olor a desinfectante. Mientras padecía el dolor de las contracciones, trataba de imaginar que, en vez de estar ahí, me encontraba en el mar de Bretaña, sacudida por unas olas inmensas. Más tarde, cuando se llevaron a la niña para hacerle los análisis y me dejaron descansar en la sala de recuperación, escuché los comentarios entre los enfermeros que nos habían atendido. Uno de ellos dijo:

      –El parto de la pequeña Chaix estuvo bien pero hay que ver lo tensos que estaban sus padres. Sólo de estar con ellos, todos acabamos exhaustos.

      Me molestó que se expresaran de esa forma acerca de nosotros mientras yacía en la camilla, desnuda bajo la sábana, separada apenas por una cortina blanca. Sin embargo, más allá de su falta de tacto, me interesó la lectura distanciada que hacían del evento. Me dije que, después de todo, quizás no les faltaba razón.

      Durante el embarazo, y creo que a lo largo de toda mi vida, había imaginado los primeros días en casa, después del nacimiento de un hijo, como los más románticos y maravillosos que podía vivir una pareja. No sé exactamente cómo son en general esos días para el resto de la gente, sólo puedo decir que en mi caso no lo fueron en absoluto. Adaptarnos a la falta de sueño y a la delicada tarea de ocuparse de un bebé implicó un esfuerzo casi sobrehumano. Nunca antes había comprendido con tanta claridad la importancia del descanso ni por qué a los prisioneros que van a ser interrogados a menudo se les tortura impidiéndoles dormir. Me costaba imaginar que, generación tras generación, las personas pasaran por eso, como si ser padre de alguien fuera la cosa más elemental y lógica del mundo. Tanto mi marido como yo teníamos miedo de dañar a la niña. Bañarla, vestirla, limpiarle la herida del cordón umbilical eran proezas que nos llenaban de inseguridad. A mí me parecía cruel que, después de haber pasado nueve meses pegada a mi cuerpo, durmiera fuera de nuestra cama desde el primer momento. En cambio para Vincent se trataba de una regla elemental de supervivencia. Intentamos las dos cosas pero, de todas maneras, los desvelos cada dos horas –esa era la frecuencia con la que había que darle de comer y cambiarle el pañal– nos resultaron insoportables. Parecíamos dos zombies irascibles a quienes hubieran encerrado con llave en un apartamento. Casi no hablamos durante esos días. Nos turnábamos para dormir y siempre sentíamos que era el otro quien lo hacía más. Yo me esforzaba hasta el máximo de mis posibilidades, pero nada parecía suficiente. Mi marido me acusaba con indirectas de no ocuparme de la niña como una madre ejemplar y yo le reprochaba sus recriminaciones. En todo ese tiempo, fue él quien se encargó de cuidar el acuario.

      Las cosas mejoraron cuando Vincent regresó a la oficina. Es verdad que debía ocuparme de la niña a jornada completa pero ya no discutíamos sobre si lloraba por hambre o por frío. No tardé mucho tiempo en encontrar un ritmo, una rutina que empezaba con darle el pecho por las mañanas, cambiarle el pañal y con frecuencia la ropa, un breve paseo en cochecito cuando no estaba lloviendo, más pecho, alguna actividad de desarrollo motriz, baño, etc. Es verdad que a veces Lila dormía bien y entonces aprovechaba para preparar la comida, lavar la ropa y los trastes, ordenar un mínimo el apartamento. Sin embargo, la mayoría de las veces no sucedía así. Según el pediatra, sufría cólicos terribles, aunque normales para su edad, y había que consolarla de alguna manera: mecerla, cantarle, ayudarle a conciliar el sueño.

      Generalmente, mi marido volvía de la oficina a la hora del baño. Se ocupaba de secarla, ponerle el piyama y prepararla para la noche. Después de la última toma, él intentaba dormirla. Pasaba horas en eso. Cenábamos tarde, casi siempre agotados. Ninguno tenía ánimo para conversar. A veces me empeñaba en hacer preguntas acerca de su trabajo o de contarle alguna cosa entretenida que hubiera visto en la calle mientras paseaba el cochecito de Lila, pero era inútil. Vincent sonreía y en eso quedaba todo. Del sexo mejor ni hablar. Desde el nacimiento, nos había sucedido apenas un par de veces y en estado de sonambulismo. Como todo el mundo, Vincent tenía sus inseguridades y entre ellas estaba el ser un mal padre. Recuerdo que en una ocasión en que arrullaba a la niña sin éxito, le ofrecí remplazarlo. Mi propósito era simplemente que cenáramos temprano y que, por una vez, no se enfriara la comida. Sin embargo, lo recibió como un insulto.

      –¿Vas a decir ahora que esto también lo hago mal? Deberías aprender a callarte la boca. Yo no me paso la vida señalando tu torpeza y tus incontables errores.

      Traté de explicarle mi punto de vista pero fue inútil. La discusión fue aumentando velozmente de tono y no se detuvo hasta que mi marido salió