Guadalupe Nettel

El matrimonio de los peces rojos


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míos se ofrecieron para acompañarme unas horas en ausencia de Vincent. La mayoría, sin embargo, aparecía los fines de semana para encontrarnos a ambos. Fue un periodo extraño durante el cual volvimos a ver gente que no frecuentábamos. Todos traían regalos para nuestra hija, ropa, juguetes, utensilios nuevos o de segunda mano que ellos mismos habían comprado y que ya no les servían. Ni mi marido ni yo nos atrevíamos a rechazarlos, ninguno de los dos sabía tampoco dónde meterlos. El armario de Lila era muy estrecho. Un domingo por la mañana, Vincent anunció que ese día no íbamos a recibir a nadie. Aunque la idea me parecía comprensible y la apoyaba en mi fuero interno, me molestó que decidiera por ambos, y se lo hice saber. Pasamos la mañana entera sin dirigirnos la palabra. Por la tarde, Vincent se entretuvo separando todos los regalos que según él no eran útiles, con la misma arbitrariedad de antes. Yo permanecí encerrada con la niña en mi habitación, pretextando dormirla y, en los momentos de calma, me dediqué a mirar los peces. ¿Cómo la estarían pasando?, ¿qué acontecimientos habían tenido lugar en su vida subacuática mientras nosotros nos ocupábamos de los nuestros? Se habían mantenido tranquilos todo ese tiempo o, al menos, esa era mi sensación. Si hubo algún roce entre ellos o alguna pelea, pasaron inadvertidos. Me pregunté si la hembra había tenido otro periodo de celo. Cuánta sabiduría vi entonces en la naturaleza: ese animal era consciente, vaya a saber cómo, de que no era buena idea quedar encinta, ni siquiera contando con un espacio tan amplio y bien acondicionado como el suyo. Me pregunté también si lo que la disuadía era el espécimen con quien cohabitaba o si bajo ninguna circunstancia, ni siquiera con otro, hubiera aceptado reproducirse.

      Ese mismo domingo, mi madre llamó de Burdeos para anunciar que venía a conocer a su nieta. Pensaba pasar una semana en París y quería saber si podía quedarse en casa o si, por el contrario, preferíamos que se hospedara en un hotel. Le dije que iba a consultarlo y que le llamaría por la mañana para darle una respuesta. Después le pasé el auricular a Vincent para que la saludara. Sin embargo, él no quiso esperar al lunes antes de dar su opinión: «Lo siento, querida suegra, pero esta vez tendrá que quedarse en otra parte». El tono de irritación con el que se dirigió a mi madre me hizo estallar.

      –¿Con quién crees que estabas hablando, especie de gou-

       jat? –le grité, apenas colgó el teléfono, mientras le arrojaba a la cara uno de los regalos que había decidido guardar. Los gritos despertaron a Lila y esta se puso a llorar escandalosamente, enrareciendo la atmósfera aún más. Cuando por fin conseguí calmarla, me fui a la cama con la certeza de haber violado una frontera infranqueable. Vincent pasó aquella noche en el sofá y yo dormí en nuestra cama, abrazada a la niña.

      Mamá se hospedó en el Hôtel de la Paix, situado a pocas cuadras de nuestro edificio. Una vez que Vincent se marchaba a la oficina, llegaba a nuestro apartamento y se quedaba conmigo todo el día, ayudándome con la ropa, con la limpieza y con el cuidado de Lila. Pocas veces estuvimos tan cercanas. Antes de las siete, dormíamos a la niña y nos tomábamos un té, conversando acerca del matrimonio y sus dificultades o de los grandes retos que habían tenido los diferentes miembros de mi familia. Mi madre había tenido tres hijos y sobrevivido a eso. Por una vez me sentía completamente abierta a recibir sus consejos. Ninguna de esas tardes aceptó quedarse hasta la llegada de Vincent. Es más, noté que hacía lo imposible por borrar cualquier evidencia de su paso por el apartamento. Él por su parte aprovechó la visita para volver un poco más tarde y así avanzar en su trabajo. En cuanto mamá se iba, me ponía a cenar frente al televisor. Ya casi no observaba a los peces. Mirar mucho tiempo el acuario me ponía mal. La vida de esos dos seres conflictivos me entristecía. A su llegada, mi marido me encontraba en la cama con algún libro en la mano o recién dormida. Sé que no era la situación ideal para una pareja, pero al menos así estábamos tranquilos y habría dado lo que fuera para que ese periodo se prolongara indefinidamente. El sábado como a las diez, mi madre y yo fuimos a buscar a papá a la estación. Venía a pasar unos días con nosotras y, por supuesto, a conocer a su nieta. Ese fin de semana hizo en París un clima inusitado para el mes de marzo. Estuvimos mucho tiempo en la calle, caminando por el Marais y por la Place des Vosges. El domingo llevamos a Lila a conocer el jardín de Luxemburgo. A ninguno de esos paseos nos acompañó Vincent. Ni siquiera se dignó a despedir a mis padres. Luego de su partida, nuestra relación no mejoró. Siguió llegando después de la cena y aquel horario, al principio excepcional, terminó por convertirse en el de siempre.

      Justo por esos días, mi licencia en el despacho llegó a su término. Llamé para negociar mi reincorporación y, después de varias evasivas, me explicaron que las cosas se habían complicado tras la llegada de mi sustituta temporal, al parecer una joven eficaz y muy capacitada. No lo expresaron claramente, pero entendí que no querían una abogada que tuviera otra clase de prioridades. Pedí una cita con el director pero se encontraba de viaje. A partir de entonces, la vida doméstica comenzó a parecerme insoportable. Ya no veía mi estancia en casa como un periodo transitorio hacia la condición de madre trabajadora, sino como una suerte de cárcel domiciliaria que podía prolongarse indefinidamente. Me sentía infeliz y sobre todo sola. Las vacaciones de pascua se acercaban y en las paradas de autobús, así como en los anuncios de la calle y de la televisión, las agencias de viaje bombardeaban a los espectadores con imágenes de familias felices, vacacionando en playas del caribe o del océano Índico. Vincent tenía libre una semana y le propuse salir de París. Cuando terminé de hablar, me miró como si hubiera dicho una insensatez.

      –Las arcas están vacías –dijo–. Ni siquiera sabemos si volverás a trabajar.

      Le sugerí entonces viajar al suroeste y hospedarnos en la casa de mis padres.

      –Ve tú sola con la niña. Les vendrá muy bien tomar un poco de sol y a mí quedarme a dormir en casa.

      No escuché ni una pizca de ironía en ese comentario y por eso acepté su propuesta.

      La semana que Lila y yo pasamos en Burdeos fue un verdadero oasis. Desde la mañana hasta la hora de la cena, mis padres se ocupaban de absolutamente todo. Dormí como no había hecho en meses y me recuperé en gran medida del cansancio acumulado. También mis hermanos viajaron a la casa familiar con sus numerosos hijos. Nadamos en la piscina y el domingo de pascua buscamos los huevos de chocolate según la tradición inglesa. Casi todas las tardes, Vincent llamaba preguntando por su hija. En el teléfono, su voz era cariñosa y atenta como en los años anteriores a su nacimiento. Me dije que habíamos hecho bien en descansar el uno del otro. En ese ambiente idílico, conseguí olvidarme del despacho y me sentí verdaderamente alegre. Muy pronto, sin embargo, llegó el momento de volver. No tenía ninguna obligación de hacerlo, ni siquiera deseos de recuperar mi trabajo o mi vida cotidiana. Mis padres estaban encantados con nuestra presencia. Si regresé a casa fue para estar con Vincent. Él tenía muchas ganas de abrazar a su mujer y a su hija –al menos eso me dijo– y yo de estar bien con él. Cuando el tren emprendió su marcha y vi a mis padres despedirse por la ventanilla, me costó no echarme a llorar.

      Vincent fue a buscarnos en el coche. A pesar de sus continuas sonrisas, lo noté nervioso. Debían de ser alrededor de las nueve. Estaba lloviendo, por supuesto. Recuerdo las luces de los faros reflejadas en el pavimento. Lila iba dormida en su sillita. Después de hacer las preguntas de rigor: «¿Cómo han estado?, ¿qué tal el trayecto?», anunció que tenía algo que contarme antes de llegar a casa.

      –Se trata de los peces –dijo–. Hace dos días tuvieron una pelea y ambos están bastante lastimados.

      Después me explicó los detalles: la mañana del viernes los había encontrado flotando en el acuario.

      –No sé bien qué hacer con ellos. Lo único que se me ocurrió fue separarlos. Saqué al macho con la redecilla y lo puse en la pecera de vidrio que nos regaló Pauline. Mañana vendrá el experto.

      –¿Sabes si ella estaba en celo? –pregunté yo, tratando de adivinar los motivos–. ¿Viste alguna raya oscura en su cuerpo?

      Pero Vincent negó cualquier despliegue de aletas coloridas como el de la vez pasada.

      Nunca en todos los años que llevaba viviendo en aquel piso, lo había encontrado tan desolado. Me pareció que el acuario despedía un olor a podredumbre. Es verdad que los peces se veían heridos pero mucho