Sarah MacLean

Lady Felicity y el canalla


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se­gu­ra­men­te no ha­bía hom­bre en la tie­rra que fue­ra más apues­to que este. Su as­pec­to acom­pa­ña­ba por com­ple­to al so­ni­do de su voz: como un mur­mu­llo gra­ve, lí­qui­do. Como la ten­ta­ción. «Como el pe­ca­do».

      Un lado de su cara per­ma­ne­cía en la som­bra, pero el que po­día ver… era glo­rio­so. Un ros­tro lar­go y del­ga­do, de án­gu­los afi­la­dos y hue­cos som­brea­dos, de ce­jas os­cu­ras y ar­quea­das y la­bios lle­nos, con unos ojos que bri­lla­ban re­ple­tos de co­no­ci­mien­to, algo que su­po­nía que no com­par­ti­ría, y una na­riz que aver­gon­za­ría a la reale­za, per­fec­ta­men­te rec­ta, como si hu­bie­ra sido es­cul­pi­da por una hoja afi­la­da y de­ci­di­da.

      Te­nía el pelo os­cu­ro y bas­tan­te cor­to, su­fi­cien­te como para po­der apre­ciar la re­don­da for­ma de su ca­be­za.

      —Su ca­be­za es per­fec­ta.

      Él son­rió.

      —Siem­pre lo he pen­sa­do.

      Ella dejó caer la vela y lo de­vol­vió a las som­bras.

      —Quie­ro de­cir que tie­ne una for­ma per­fec­ta. ¿Cómo con­si­gue cor­tar­se el pelo tan cer­ca del cue­ro ca­be­llu­do?

      Él dudó an­tes de con­tes­tar.

      —Lo hace una mu­jer en la que con­fío.

      Ella ar­queó las ce­jas ante la ines­pe­ra­da res­pues­ta.

      —¿Sabe ella que está aquí?

      —No, no lo sabe.

      —Bueno, ya que ella sue­le acer­car una cu­chi­lla a su ca­be­za, será me­jor que se mar­che an­tes de que se lle­ve un dis­gus­to.

      Se oyó un ru­mor gra­ve, y se le cor­tó la res­pi­ra­ción. ¿Era risa?

      —No an­tes de que me diga por qué min­tió.

      Fe­li­city sa­cu­dió la ca­be­za.

      —Como ya he di­cho, se­ñor, no ten­go la cos­tum­bre de con­ver­sar con ex­tra­ños. Por fa­vor, vá­ya­se. Sal­ga del mis­mo modo que ha en­tra­do. —Hizo una pau­sa—. Por cier­to, ¿cómo ha en­tra­do?

      —Tie­ne un bal­cón, Ju­lie­ta.

      —Tam­bién ten­go una ha­bi­ta­ción en el ter­cer piso, no Romeo.

      —Y una ro­bus­ta ce­lo­sía.

      Per­ci­bió una chis­pa de pe­re­zo­sa di­ver­sión en sus pa­la­bras.

      —Subió por la ce­lo­sía.

      —En efec­to, lo hice.

      Siem­pre se ha­bía ima­gi­na­do que al­guien tre­pa­ra por esa ce­lo­sía. Pero no que fue­ra un cri­mi­nal que vi­nie­ra a… ¿A qué ha­bía ve­ni­do?

      —En­ton­ces su­pon­go que el bas­tón no le sir­ve de apo­yo.

      —No es ese tipo de apo­yo, no.

      —¿Es un arma?

      —Todo es un arma si uno sabe usar­la.

      —Ex­ce­len­te con­se­jo, ya que pa­re­ce que hay un in­tru­so en mi ha­bi­ta­ción.

      Él chas­queó la len­gua.

      —Pero uno amis­to­so.

      —Oh, sí… —se bur­ló—, amis­to­so es la pri­me­ra pa­la­bra que usa­ría para des­cri­bir­le.

      —Si fue­ra a se­cues­trar­la y lle­var­la has­ta mi gua­ri­da, ya lo ha­bría he­cho.

      —¿Tie­ne una gua­ri­da?

      —De he­cho, sí que la ten­go, pero no ten­go in­ten­ción de lle­var­la allí. Esta no­che no.

      lady Fe­li­city men­ti­ría si di­je­ra que la úl­ti­ma fra­se no le so­na­ba emo­cio­nan­te.

      —Ah, eso me per­mi­ti­rá dor­mir bien en el fu­tu­ro —afir­mó.

      Él sol­tó una risa sua­ve y gra­ve, jus­to como la luz que ilu­mi­na­ba la ha­bi­ta­ción.

      —Fe­li­city Fair­cloth, no es us­ted lo que es­pe­ra­ba.

      —Lo dice como si fue­ra un cum­pli­do.

      —Lo es.

      —¿Se­gui­rá sién­do­lo cuan­do le gol­pee en toda la ca­be­za con este can­de­la­bro?

      —No va a he­rir­me —le con­tes­tó él.

      A Fe­li­city no le gus­tó lo bien que pa­re­cía en­ten­der que lo que aca­ba­ba de de­cir no era más que pura bra­vu­co­ne­ría.

      —Pa­re­ce te­rri­ble­men­te se­gu­ro de sí mis­mo para ser al­guien que no me co­no­ce.

      —La co­noz­co, Fe­li­city Fair­cloth. La co­no­cí en el mo­men­to en que la vi en el bal­cón del in­ver­na­de­ro clau­su­ra­do de Mar­wick. Lo úni­co que no co­no­cía era el co­lor de ese ves­ti­do.

      Ella se miró el ves­ti­do, que ya ha­bía vis­to dos tem­po­ra­das y te­nía el co­lor de sus me­ji­llas.

      —Es rosa.

      —No es solo rosa —aña­dió en un tono mis­te­rio­so lleno de pro­me­sas y de algo más que a ella no le gus­tó—. Es el co­lor del cie­lo de De­von al ama­ne­cer.

      Tam­po­co le gus­tó la for­ma en que aque­llas pa­la­bras pa­re­cie­ron lle­nar­la, como si al­gún día fue­ra a ver ese cie­lo pen­san­do en ese hom­bre y en ese mo­men­to. Como si pu­die­ra de­jar­le una mar­ca que no se­ría ca­paz de bo­rrar.

      —Res­pon­da a mi pre­gun­ta y me mar­cha­ré. ¿Por qué min­tió?

      —No lo re­cuer­do.

      —Sí, sí que lo re­cuer­da. ¿Por qué min­tió a ese mon­tón de des­gra­cia­dos?

      La des­crip­ción era tan ri­dí­cu­la que casi se rio. Casi. Pero él no pa­re­cía en­con­trar­lo di­ver­ti­do.

      —No son tan des­gra­cia­dos.

      —Son aris­tó­cra­tas pre­ten­cio­sos y mal­cria­dos con las ca­be­zas tan me­ti­das en el culo del res­to que no tie­nen ni idea de que el mun­do avan­za rá­pi­da­men­te y pron­to otros ocu­pa­rán su lu­gar.

      Se le des­en­ca­jó la man­dí­bu­la.

      —Pero a us­ted, Fe­li­city Fair­cloth —dio dos gol­pes de bas­tón en su bota—, na­die le va a arre­ba­tar su lu­gar, así que se lo pre­gun­ta­ré de nue­vo: ¿por qué min­tió?

      Ya fue­ra por lo sor­pren­di­da que es­ta­ba ante su aná­li­sis o por la ma­ne­ra tan ob­je­ti­va en que lo ha­bía ex­pre­sa­do, Fe­li­city le res­pon­dió.

      —Na­die desea mi lu­gar. —Él no ha­bló, así que ella lle­nó el si­len­cio—. Lo que quie­ro de­cir es que… mi lu­gar no exis­te. No está en nin­gu­na par­te. An­tes es­tu­vo con ellos, pero en­ton­ces… —Su voz se fue apa­gan­do. Se en­co­gió de hom­bros—. Soy in­vi­si­ble. —Y des­pués, sin po­der evi­tar­lo, aña­dió en voz baja—: Que­ría cas­ti­gar­los. Y que­ría que desea­ran que vol­vie­ra.

      Odia­ba