a todos.
—¿Cómo?
Él sonrió.
—La magia de Diablo.
Ella levantó una ceja.
—Si puede conseguirlo, señor, se habrá ganado su estúpido nombre.
—La mayoría de la gente opina que mi nombre es inquietante.
—Yo no soy la mayoría de la gente.
—Eso es cierto, es Felicity Faircloth.
No le gustaba la calidez que se extendió a través de ella al escuchar esas palabras, así que las ignoró.
—¿Y lo haría porque tiene un corazón bondadoso? Perdóneme si no me lo creo, Diablo.
Él inclinó la cabeza.
—Por supuesto que no. No hay nada bueno en mi corazón. Cuando esté hecho y lo haya conseguido, tanto su corazón como su mente, vendré a cobrar mi deuda.
—Supongo que esta es la parte en la que me dice que su deuda será mi primogénito.
Él se rio. Su risa sonaba contenida y secreta, como si hubiera dicho algo más divertido de lo que ella pensaba, antes de continuar.
—¿Qué haría yo con un bebé llorón?
Sus labios se curvaron al escucharlo.
—No tengo nada que darle.
La miró durante un largo momento.
—Se vende mal, Felicity Faircloth.
—A mi familia ya no le queda dinero —afirmó—. Usted mismo lo ha dicho.
—Si lo tuviera no estaría en este aprieto, ¿verdad?
Ella frunció el ceño ante su objetiva evaluación de los hechos, ante la impotencia que le provocaron aquellas las palabras.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Que el conde de Grout y el marqués de Bumble han perdido una fortuna? Querida, todo Londres lo sabe. Incluso aquellos que no estamos invitados a los bailes de Marwick.
Ella hizo una mueca.
—No lo sabía.
—Hasta que no han necesitado que lo supiera.
—Ni siquiera entonces —refunfuñó—. No lo he sabido hasta que no he podido hacer nada para solucionarlo.
Él golpeó el suelo dos veces con su bastón.
—Estoy aquí, ¿no es así?
Ella lo miro con los ojos entrecerrados.
—Por un precio.
—Todo tiene un precio, cariño.
—Y supongo que ya sabe el suyo.
—De hecho, sí, lo sé.
—¿Cuál es?
Sonrió con picardía.
—Si se lo contara se perdería la diversión.
Sintió un hormigueo, cálido y excitante, que se extendía hacia sus hombros y a lo largo de su columna vertebral. También era aterrador y esperanzador. ¿Qué precio tenía la seguridad de su familia? ¿Qué precio tenía su reputación de rara pero no de mentirosa?
¿Y qué precio tenía un esposo que no conocía su pasado?
¿Por qué no hacer un trato con ese diablo?
La respuesta la atravesó en un susurro, la promesa de algo peligroso. Pero, a pesar de ello, todavía sentía aquella profunda tentación. Aunque primero debía asegurarse.
—Si acepto…
Esa sonrisa de nuevo, como si fuera un gato delante de un canario.
—Si acepto… —repitió frunciendo el ceño—, ¿él no negará el compromiso?
Diablo inclinó la cabeza.
—Nadie se enterará nunca de su mentira, Felicity.
—¿Y me querrá?
—Como al aire que respira —le respondió, y sus palabras sonaron a una maravillosa promesa.
No era posible. Ese hombre no era el diablo. E incluso aunque lo fuera, ni siquiera Dios podría borrar los acontecimientos de esa noche y hacer que el duque de Marwick se casara con ella.
Pero ¿y si pudiera?
Los tratos tenían doble filo, y este hombre parecía más excitante que la mayoría.
Quizás si no conseguía la pasión imposible que él le prometía, podría obtener algo distinto. Se enfrentó a su mirada.
—¿Y si no puede hacerlo? ¿Me deberá usted un favor?
Él se quedó en silencio antes de contestar.
—¿Está segura de que desea que Diablo le deba un favor?
—Me parece que sería un favor mucho más útil que el de alguien que sea bueno todo el tiempo —señaló.
La ceja que quedaba sobre su cicatriz se elevó divertida.
—Me parece justo. Si fracaso, puede reclamarme un favor.
Ella asintió y extendió la mano para estrechar la de él, algo de lo que se arrepintió en el momento en que su enorme mano tomó la de ella. Era cálida y grande, con la palma áspera, como si realizara trabajos de los que no solían ocuparse los caballeros.
Era deliciosa, y ella la soltó de inmediato.
—No debería haber aceptado —manifestó él.
—¿Por qué no?
—Porque los tratos en la oscuridad no conducen a nada bueno. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta de visita—. La veré dentro de dos noches, a menos que me necesite antes. —Dejó caer la tarjeta en la mesita junto a la silla que Felicity pensó que él nunca abandonaría—. Cierre esa puerta con llave cuando salga. No querrá que entre ningún bellaco mientras duerme.
—Las cerraduras no han impedido que entre el primer bellaco esta noche.
Él sonrió de lado.
—No es la única que sabe forzar cerraduras en Londres, querida.
Ella se sonrojó cuando él inclinó el sombrero