Cambria Brockman

Cuéntamelo todo


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no quiso hacerlo, es sólo un niño —la voz de mi madre sonaba débil—. Eso es lo que hacen los hermanos, pelean.

      Los lametones de Bo ahogaron sus voces.

      Se suponía que celebraríamos el octavo cumpleaños de Levi al día siguiente. Una piñata aguardaba en la esquina de mi habitación, detrás de una mecedora. Mi madre y yo habíamos ido juntas de compras por la mañana. “Vamos a esconder las cosas en tu habitación para la fiesta, corazón, ¡y entonces le daremos la sorpresa!” Cajas envueltas para regalo se apilaban contra la pared.

      Quería decirles a mis padres que Levi no me había hecho daño, que me sentía bien. Ni siquiera estaba enfadada con él. No me sentía herida. No tenía miedo.

      Quería que todo volviera a la normalidad. Quería que papá terminara de cortar el césped y que mi madre se acurrucara en su silla con un libro, viéndonos jugar.

      No podía dejar de pensar en la mirada en los ojos de papá. Después de que me sacara de la piscina y me apretara demasiado fuerte entre sus brazos, me miró como si yo fuera algo aterrador. No me gustó. Después de que pude respirar normalmente otra vez, y dejara de toser, le dije que estaba bien. “¿Has visto cuánto tiempo he aguantado la respiración, papi?”.

      Había ignorado mis palabras, mirando fijamente a Levi, que todavía estaba flotando en el agua de la piscina. Se quedaron así hasta que mi madre salió corriendo con el teléfono en la mano. Estaba tan pálida, sus manos temblaban y por sus mejillas corrían lágrimas.

      “Ella está bien”, había dicho papá. Sonaba tranquilo mientras hablaba, pero algo parecía andar mal. Llevé la mirada de él a ella. No sabía por qué estaban actuando de forma tan extraña.

      Eso fue antes de que nos enviaran a nuestras habitaciones.

      Apoyé la cabeza en la alfombra, que olía a productos de limpieza. Bo se acurrucó en mi regazo, así que estábamos hocico contra nariz, y pasé mis dedos por su pelaje, mientras percibía su olor cálido y confortante. Lo abracé con fuerza hasta que nos quedamos dormidos, nuestra respiración se sincronizó, uniforme y ligera.

t1

      Levi y yo nos encorvamos sobre el pequeño pájaro desnudo; el sol calentaba nuestras cabezas doradas. Levanté la mirada y descubrí el nido, un cuenco tejido de ramitas y hojas. La mamá pájaro no estaba a la vista, tal vez habría salido en busca de comida para sus bebés. Me pregunté si se sentiría triste cuando se diera cuenta de que uno de sus polluelos había caído del nido.

      Estábamos en el borde exterior del jardín trasero, bajo las fuertes ramas que sostenían nuestra casa del árbol. La primavera había llegado prematura a Texas, y con ella venían los pequeños pájaros que caían de los árboles y cubrían las calles y las aceras. Después de unos días, las aves desaparecerían, sus cuerpos frágiles parecerían esfumarse de la noche a la mañana. Me preguntaba quién los recogía, adónde iban. Le pregunté a papá, y él me dijo que volaban al cielo de las aves, pero yo sabía que eso era mentira. No existía tal cosa como el cielo. Supuse que se los habrían comido los coyotes o el gato de nuestro vecino, que a menudo veía con ratones inertes colgando de su boca.

      —Allá arriba —dije.

      Levi siguió mi mirada. Cogió un palo puntiagudo y tocó al recién nacido. El ave se sacudió un segundo y luego se detuvo. Su pecho agitado subía y bajaba.

      —¿Está muerto? —pregunté.

      Levi le dio más fuerte con el palo, ya estaba a punto de rasgar su frágil piel rosada.

      —Detente —dije, retirando su mano—. Mami es doctora. Tal vez ella pueda curarlo.

      Levi apartó mi mano y continuó pinchándolo.

      —No, boba, los animales van al veterinario.

      —Oh, claro. Bueno, deberíamos llevarlo al veterinario.

      Levi presionó el extremo puntiagudo del palo en la parte más suave del ave bebé. El pecho del pájaro dejó de moverse.

      —Levi, basta —repetí.

      —Está bien. Largo de aquí —dijo él.

      Suspiré, me levanté y sacudí la tierra de mis rodillas. Coloqué mis manos en las correas de mi mono para que colgaran en su lugar. Bo corrió hacia mí y lamió las yemas de mis dedos, jadeando por el calor.

      Recordé que nuestra madre me había dado un botiquín para mi cumpleaños. Tal vez allí encontraría algo que pudiera ayudar al pequeño pájaro.

      —Voy a por ayuda —dije.

      Levi me ignoró. Lo dejé y fui a casa. Sentí el aire acondicionado frío contra mi piel mientras me dirigía a mi habitación y salía de nuevo al cálido jardín trasero.

      Caminé a través de la hierba, con el botiquín rojo en la mano y Bo a mis pies. Me detuve cuando vi a Levi recoger al pájaro. Lo sostuvo en su mano, delicadamente al principio, examinándolo. Pensé que tal vez lo besaría, así de cerca estaba de su rostro.

      Pero entonces apretó con fuerza, su puño se cerró en un nudo, y sentí que una mano invisible me estrangulaba y sacaba el aire de mis pulmones. Levi se puso en pie, con los ojos muy abiertos. Parecía casi aliviado. Como si un peso hubiera sido quitado de sus hombros. Mi mente viajó a lo que había sucedido en la piscina, sus dedos retorciéndose en mi pelo. El sonido de la cortadora de césped se escuchaba amortiguado bajo el agua. No luché. Se suponía que él me quería, me protegía. Pensé que se trataba de un juego. Cuando finalmente me soltó, mi cuerpo subió a la superficie y jadeé en busca de aire. El cloro quemaba mis ojos. Fue entonces cuando papá intervino y me sacó de la piscina.

      Levi y yo nos miramos, pero no hablamos. Arrojó al pájaro a la hierba y pasó atropelladamente a mi lado. Estuvo a punto de arrollar a Bo cuando desapareció en casa.

      No busqué al pájaro. No quería ver su cuerpo rosado y destrozado. Me quedé quieta unos minutos y experimenté algo similar al luto, no por el ave, sino por la persona que creía que era mi hermano. Ese sentimiento fue reemplazado rápidamente por otra cosa. Mi piel me picaba por el calor. Ahora que sabía que Levi podía, había querido, hacerme daño, supe que necesitaba hallar la manera de sobrevivir.

      CAPÍTULO OCHO

      Día de los Graduados

      Después de que el caos de Becca, a punto de ahogarse, se asiente y nuestros estómagos estén llenos de galletas y sidra caliente, nos reunimos junto a la fogata, a la orilla del lago. Algunos rezagados todavía se alinean para saltar, con rostros temblorosos y aprensivos. Tomo una respiración, inhalo el olor de la fogata humeante. Imagino a mi familia asando esponjitas, Levi con chocolate derretido alrededor de la boca. Quiero abrir los ojos y empezar desde el principio, pero cuando los abro, estoy con Khaled, Gemma y John. Se están riendo de algo, así que sonrío y finjo que estoy participando. Pero mi mente está con mi familia, cuando era ingenua, cuando no entendía nada. Era demasiado joven para apreciar esos tiempos, para saber que podían terminar.

      —¿Estáis listos para una ducha? —Khaled nos pregunta a los tres.

      —Joder, sí —dice Gemma—. Me estoy congelando. Ducharse juntos es el siguiente paso en el día de la tradición. No completamente desnudos, sino en ropa interior. Todo el mundo parece entusiasmado con esto, así que actúo como si yo también lo estuviera. La voz que oigo en mi cabeza me dice que siga a la multitud: finge, finge, finge. John argumenta que Parker, una residencia tranquila, estará menos llena.

      Cuando estamos a medio camino de la empinada colina, jadeantes, doy la vuelta para observar a nuestro alrededor.

      —Espera, ¿dónde están Ruby y Max? —pregunto, mirando a Khaled. Advierto que no los he visto desde hace un rato. Denise cuelga detrás de Khaled, y su piel de plástico se arrastra contra el suelo.

      Khaled y yo nos giramos y examinamos