Sixto Paz Wells

El Santuario de la Tierra


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y, respirando profundamente, entró como en un estado de semitrance. Al cabo de un interminable minuto puso sus manos sobre los hombros del príncipe, y abriendo los ojos lo miró fijamente diciéndole:

      En ese momento apareció el Willaq Umu y, tomando la palabra, dijo:

      »Y tus súbditos serán en su mayoría los animales del bosque, las plantas y los árboles, así como los espíritus de la naturaleza. Tu reino no estará limitado por fronteras de ningún tipo, y la llave para ingresar en él y salir de allí será el amor.

      Al levantar su rostro, después de recibir la insignia real, Choque habló con fuerza delante de su gente:

      –Hablaré, ya que me has orientado hasta ahora, poderoso y noble señor. Me inclino ante ti con profunda veneración. Para ti nada hay oculto; bien sabes que está todo dispuesto para que cada cual cumpla con su destino. Tiemblo al verme aquí, como también al contemplar todo lo que representamos y la responsabilidad que se nos asigna. Quiero creer que no defraudaremos las expectativas.

      »¿Está preparado el gran disco de oro para ser llevado a Paiquinquin? No he visto a los sacerdotes con él.

      –El disco de oro permanecerá aquí… Por su importancia y poder se quedará en su lugar todavía un tiempo más para no despertar sospechas de tu huida gran señor –dijo el gran sacerdote.

      –Pero, ¿y si lo roban o lo destruyen?

      –Su origen es tan especial como especial es su protección. Cuando llegue el momento arribará a Paiquinquin; no lo dude su majestad.

      El príncipe abrazó fuerte y entrañablemente al anciano y buscó con la mirada a los mallquis reales o momias de los soberanos. Allí estaban todos, excepto el de Túpac Inca Yupanqui, que había sido quemado y destruido en venganza por haber sometido los territorios de los abuelos maternos de Atahualpa. Los mallquis habían sido convocados en secreto por el sacerdote encargado Mallquip-Uillac, sin dar mayor explicación a los mallquicamayocs u oficiales a cargo de las momias reales. Se había dispuesto salvaguardarlos dejando en su lugar los de otras personalidades menos importantes vestidas con las ropas imperiales.

      No quedaba mucho tiempo. Apuraron los preparativos en la entrada de la chinkana. El séquito estaba completo. Las ajllas conducidas desde la capilla de Quilla (la Luna), vestían sus grandes mantos hechos de lana blanca de alpaca llamados acsu, que, prendidos con alfileres de plata, les cubrían los hombros hasta el empeine. Las doncellas también llevaban encima la iliclla, hecha de manta, y a su cintura ataban una faja grande y luego otra estrecha con la que se daban varias vueltas al cuerpo. Se cubrían la cabeza con una mantilla llamada ñañaca, sobre la cual caía una vincha.

      También habían sido seleccionados unos sabios maestros amautas, algunos quipucamayocs, unos cuantos sacerdotes y unos pocos «orejones». Los «orejones» o nobles recibían ese nombre por llevar en las orejas unos zarcillos o aretes redondos, grandes y pesados que les deformaban las orejas. Usaban sobre la cabeza trasquilada un sobrepeine y trenzas largas atadas con unas cuerdas del grosor de un dedo meñique, a las que les daban dos o tres vueltas.

      Al cabo de unos diez minutos arribaron a unas inmensas cámaras. Entonces apagaron las antorchas en el curso de un pequeño torrente de aguas subterráneas que corría paralelo al camino tallado en la roca y por una acequia hecha a propósito para canalizarlas. Una vez dentro del túnel cesó el bullicio de toda aquella gente, que quedó enmudecida cuando el ambiente se iluminó con un brillo verdoso fosforescente. El brillo lo despedían las paredes. Era un extraño material, como hongos que cubrían los muros y que se habían cargado con la luz inicial de las antorchas. Se encontraban en las entrañas secretas de la Madre Tierra o Pacha Mama.

      Esculpidas sobre algunas rocas aparecían figuras de serpientes y jaguares, como marcando y dirigiendo el camino. También se multiplicaban por los rincones piedras con petroglifos llamadas quillcas con rostros humanos, espirales y multitud de figuras amorosamente esculpidas para servir de morada a entidades positivas y protectoras aprisionadas por su solidez indestructible. Y es que la piedra, cuyo nombre en quechua es Rumi, tiene un significado mítico en el mundo andino. Proviene de la misma raíz de ruru, que significa también «semilla», por lo que se consideraba que era una especie de semilla de cosas duraderas y eternas.

      El techo del túnel contaba cada tanto con profundos hoyos que traían aire fresco del exterior. Al cabo de un largo y pausado recorrido, asomó una intensa corriente de aire fresco del exterior. El lento paso se debía a la cantidad de personas del contingente y a lo estrecho de la ruta, así como por la dificultad que suponía sortear los obstáculos que representaban las innumerables trampas que habían sido colocadas para disuadir, espantar o hasta eliminar a los no iniciados en los caminos secretos. En la ruta no siempre fueron por túneles uniformes; a veces se ampliaba la caverna y aparecían grietas y hasta abismos, acompañados de fosos y pisos falsos, estacas, cuerdas, piedras desprendidas y cuanta trampa podía uno imaginarse.

      De pronto el camino empezó a ascender bruscamente, estrechándose aún más hasta dejar paso a una sola fila. El séquito trepó largo rato por altos y sólidos escalones de piedra finamente trabajados, mientras una pequeña cascada caía violentamente a la izquierda, ahogando los jadeos y los pasos de aquellos que llevaban las andas de las momias y de las estatuas (mallquis y wauques), así como de los porteadores de cierta cantidad de objetos preciados llenos de información y conocimiento.

      Habían atravesado la ciudad por completo por el camino subterráneo. Al salir del túnel la salida estaba muy bien protegida y disimulada y aparecieron por detrás de la fortaleza de Sacsayhuaman.