»Son admirables su humildad y don de gentes mi señor, pero no es adecuado que sea tan cercano con todos. Tiene que mantener una distancia, sino no faltará quien cuestione su autoridad. Recuerde que usted también es un símbolo de nuestras tradiciones y nuestro pasado glorioso y en su descendencia estará también nuestro futuro. Bueno es que la gente lo admire y lo ame, pero que también lo respete y lo tema.
»Con respecto a sus preguntas, sí ha habido relatos de personas confiables que vieron a los piscoruna bajar del cielo; y entre ellos los hay quienes parecen hombres-pájaro, otros hombres-jaguar y otros hombres-serpiente, dependiendo de su procedencia, porque son muchas las estrellas en el firmamento.
–¿Y qué son?
–¡Son los hombres de arriba! No son dioses... ellos viven en las estrellas.
–¿Hay gente viviendo en las estrellas?
–¡Pues así parece mi señor! Ya ve usted, no sabíamos de la existencia de los sungazapas14 y los confundimos con los viracochas15 de nuestras tradiciones. Aparecieron por nuestras costas desolándolo todo, saqueando y matando. Hasta llegaron a acabar con la vida de su hermano Atahualpa con traición y han levantado a los cañaris y a los chachapoyas en contra nuestra.
–¿Y qué buscan los piscoruna? Deben ser más sabios y antiguos que nosotros, sino no podrían llegar hasta aquí.
–Muy bien pensado mi príncipe. Y quizás la respuesta sea que todos tenemos algo que aprender. Posiblemente a través nuestro ellos recuerdan sus tiempos anteriores, y por consiguiente, nosotros les estaríamos ayudando a recordar.
–Pero, ¿qué podríamos enseñarles nosotros a ellos?
–En todo este viaje he estado observándolo mi joven señor, y he aprendido mucho de usted. Agradezco y bendigo a la vida por el privilegio de haberle acompañado. Usted es diferente; tiene la fuerza y el ímpetu de la juventud, pero a la vez la sabiduría y la inteligencia de los siglos; y por ello la vida lo ha puesto al frente de todos nosotros, de este remanente que busca proteger y guardar nuestra cultura.
»Quizás en cierta medida nosotros seamos para ellos lo que usted está siendo para nosotros.
–¿Y serán buenos o malos?
–¿Por qué tendrían que ser todos malos si supuestamente son más avanzados que nosotros? Debe haber de todo allí afuera, y hasta quizás habrá quienes podrían estarnos cuidando de los que no son buenos.
–¿Podremos llegar a verlos y a conocerlos? ¿Nos podrían ayudar contra nuestros enemigos?
–No creo que haya sido casual que viéramos esas luces en el cielo bajando entre los árboles. Quizás ellos se dejaron ver a propósito, queriendo acercarse a usted mi señor y darle algún mensaje. Esté atento; quién sabe si en ese lugar podría darse cualquier cosa. Pero dudo que ellos vayan a tomar partido respecto a las cosas que ocurren en estas tierras. Lo que nos ha pasado es consecuencia de muchos errores y desaciertos, y la vida se está encargando de purificarnos. Tenemos que sacar una gran enseñanza de cuanto nos ha ocurrido en poco tiempo para no repetirlo.
–Es cierto… Confiemos entonces en que la cercanía de los piscoruna sea una protección a nuestro grupo y una confirmación de la ruta. Nada debemos temer si nos mantenemos unidos y con fe.
–¡Bien dicho su majestad!
Todas las mañanas Choque dirigía con los sacerdotes el «saludo al Sol», con los pies descalzos sobre la tierra, elevando los brazos por encima de la cabeza y tomando una respiración lenta y profunda; luego abría los brazos en arco exhalando y cantando las palabras: «Punchao chinam» («Hagamos que amanezca en nuestras vidas»). Era un canto melodioso y fuerte, seguido y repetido por todos varias veces. También acompañaba las oraciones de la mañana con una invocación al espíritu de la Tierra, pidiendo su guía y protección.
Cada día reanudaban el viaje siguiendo el curso serpenteante de los ríos Pilcopata, Alto Madre de Dios, Palotoa y Rinconadero avanzando hacia las fuentes del Siskibenia. En toda la ruta les salieron al encuentro los sacharunas u «hombres salvajes». Su aspecto era feroz; llevaban pintura en sus rostros, un disco de plata cocido en la nariz y collares de semillas pendían de sus cuellos; en sus cabellos, que eran cortos, lucían una vincha de plumas negras cubriéndoles la frente. Portaban arcos de madera de chonta y larguísimas flechas de caña con puntas aserradas también de chonta y cuchillos de metal.
Se quedaron paralizados pensando que se trataba de runamicucs o antropófagos, pero los guerreros, nada más escucharles hablar en quechua abandonaron la actitud hostil y saludaron a todo el grupo dándoles la bienvenida en la misma lengua. Eran los machiguengas y se veía que estaban esperándolos.
La tribu de los machiguengas es una mezcla entre los indígenas locales y las huestes incas que colonizaron la zona. «Machu» significa antiguo, y «guenga» inca; esto quiere decir que esta tribu se consideraba descendiente de los incas antiguos que fueron allí más de setenta años antes.
Una vez en el poblado de los machiguengas, Choque y los suyos finalizaron el largo ayuno, compartiendo con ellos el masato o licor de yuca o mandioca hervida y fermentada. Comieron hasta saciarse la antisara, que es el choclo o maíz selvático, plátanos, yucas y peces de río asados sobre las brasas.
Tras dos días de descanso reparador, continuaron camino escoltados por los guerreros indígenas locales, llegando al muro de los símbolos de Pusharo.
El muro de Pusharo es una gigantesca roca de piedra caliza situada al lado del río, cubierta por arriba y por el lado derecho de vegetación. Tiene unos treinta metros de largo por unos ocho de altura. Su cara visible es plana y vertical. En ella se han grabado alrededor de un centenar de petroglifos en forma de círculos, espirales, líneas quebradas y rostros dentro de corazones, a manera de gigantesco mapa. El muro se encuentra a unos setecientos metros de la entrada del cañón del Mecanto.
Los amautas interpretaron los símbolos grabados allí que tenían miles de años. Ellos les hablaron de la ruta al Paiquinquin y de la necesaria interacción con la Pacha Mama o Madre Tierra. Les dijeron que aquel lugar había sido escogido por los piscoruna y los dioses del cielo para que desde allí pudieran recorrer el mundo, encontrando las respuestas y la solución de los problemas de esa parte del Universo.
Fascinado con los petroglifos, el príncipe inca preguntó:
–¿Por qué están ahí grabados en el muro tantos rostros dentro de corazones, maestros míos? Estos rostros-corazón recuerdo que estaban como en espiral en el gran disco de oro del Coricancha. ¿Pero por qué están aquí también?
–¡Porque es lo que estaba buscando su abuelo señor, tanto en el Oeste16 como en el Este17! –dijo el anciano amauta.
–¡Él buscaba respuestas a las preguntas existenciales! Nuestro soberano, como todos, quería saber quiénes somos y por qué estamos aquí. En esos viajes aprendió que lo que salvaría a los hombres de sí mismos es llegar a transformarse en el rostro vivo del amor. Y es que el amor es la fuerza propia de la divinidad, que debe ser despertada en el corazón de cada hombre para sobrevivir como especie y cuidar de las demás especies.
»Túpac Inca Yupanqui persiguió sueños que lo llevaron a navegar hasta Ninachumbi en el mar y a peregrinar a Paiquinquin en estas selvas. Él soñaba con esos rostros-corazón grabados en las piedras. Y cuando los fue encontrando supo que iba bien encaminado y que todo lo llevaría hacia los Paco-Pacuris o guardianes antiguos que se mencionaban en las leyendas ancestrales.
A un lado del muro estaba la entrada del Pongo del Mecanto o Puerta del Cañón que llevaba a las fuentes del Siskibenia, por lo que los sacerdotes recomendaron un nuevo día de ayuno y oración para pedir permiso a la Pacha Mama para atravesarlo. Después de esto, el grupo se encaminó por el cañón cruzando innumerables veces los ríos y, al cabo de dos días y medio de sofocada caminata por la abrupta e intrincada selva, llegaron a las faldas de una meseta montañosa que simulaba un rostro gigantesco mirando al cielo. A la distancia se veía que por un costado caía una alta catarata. De allí tuvieron que