Muriel Spark

La abadesa de Crewe


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ha tenido lugar una disputa, hacer las paces antes de que se ponga el sol.

      La lectora cierra el libro muy despacio sobre el pupitre y abre otro colocado junto a él. Continúa sus letanías:

      Se llama frecuencia al número de veces que se repite un fenómeno en unidades de tiempo.

      Para las ondas electromagnéticas, la frecuencia se expresa en ciclos por segundo, o bien, para las frecuencias más elevadas, en kilociclos por segundo, o megaciclos por segundo.

      Se llama desviación de frecuencia a la diferencia entre la frecuencia instantánea máxima y la frecuencia de transmisión constante en una transmisión radial de frecuencia modulada.

      Los sistemas para el registro del sonido se presentan en forma de variantes de la magnetización a lo largo de una cinta continuada hecha de, cubierta de, o bien impregnada de material ferromagnético.

      En el registro la cinta se pasa a una velocidad constante a través del espacio de un electroimán, cuya energía proviene de la corriente de audiofrecuencia derivada de un micrófono.

      Aquí toca a su fin la lectura. Deo gratias.

      —Amén —responde el refectorio de monjas.

      —Hermanas, sed sobrias, sed vigilantes, pues el diablo merodea como un león enfurecido, buscando a quién devorar.

      —Amén.

      La sala de la abadesa de Crewe resplandece de brillantes ornamentos, y el más brillante de todos es una estatua de cincuenta centímetros del Niño Jesús de Praga, que viste sus ropas tradicionales; la corona episcopal y la túnica llevan incrustadas piedras preciosas, de tal tamaño y en tal cantidad que podría creerse que no son auténticas. Sin embargo, lo son.

      Las hermanas Mildred, jefa de novicias, y Walburga, la priora, están sentadas con la abadesa. Es la una de la mañana. Se cantarán los laúdes a las tres, cuando la congregación interrumpirá su sueño, como en los tiempos más remotos, para levantarse y observar el ritual repetido cada tres horas.

      —Sin duda es anticuado —dijo la abadesa a sus dos religiosas de mayor investidura, cuando comenzó a reformar la abadía con la sonriente aprobación de la extinta abadesa Hildegarde—. Es absurdo en estos tiempos que las monjas deban levantarse dos veces en mitad de la noche para cantar los maitines y los laúdes. Sin embargo, estos tiempos modernos entran dentro de un contexto histórico, y en cuanto a mí se refiere la historia no interviene. Aquí, en la abadía de Crewe, hemos dejado a un lado la historia. Hemos entrado en la esfera, amadas hermanas, de la mitología. A mis monjas les encanta. ¿Quién no anhela ser parte de un mito, cualquiera sea el precio en cuanto a comodidad? El régimen monástico está en rebelión en el resto del mundo, gracias al desarrollo histórico. Aquí, dentro del ambiente de la mitología, tenemos la máxima satisfacción, tenemos paz.

      Más de dos años han transcurrido desde la proclamación de este estado de paz. La abadesa está sentada en su sillón recubierto de seda, ahora, entre los maitines y los laúdes, luego de haberse cambiado el hábito blanco. Frente a ella están sentadas las dos monjas mayores, vestidas de negro, mientras les cuenta lo que acaba de ver por televisión, las noticias de la noche y también de esa hermana Felicity de quien todos hemos oído hablar, la religiosa que hace poco huyó de la abadía de Crewe para unirse a su amante jesuita y contar su consabida historia ante el mundo absorto.

      —Felicity —dice la abadesa a sus dos fieles monjas— acaba de anunciar públicamente su convencimiento de que tenemos micrófonos instalados en todas nuestras dependencias. Ha solicitado a Scotland Yard una comisión investigadora.

      —¿Volvió a aparecer en televisión esta noche? —pregunta Mildred.

      —Sí, con su carisma insufrible. Dijo que nos perdona a todas, sin excepción, pero que a pesar de ello considera una cuestión de principios que se lleve a cabo una investigación policial.

      —Pero no tiene pruebas —observa Walburga, la priora.

      —Alguien reveló la historia a los diarios de la tarde —dice la abadesa—, e inmediatamente hicieron aparecer a Felicity por televisión.

      —¿Quién puede haberlo revelado? —dice Walburga, las manos juntas sobre el regazo, inmóvil.

      —Su jesuita laxo y chismoso, sospecho —dice la abadesa, con la piel del rostro nacarada como una perla y su hábito limpio y blanco cayendo en pliegues por el suelo—. Ese Thomas que se revuelca con ella.

      —Pues... alguien debió pasárselo a Thomas —observa Mildred— y esa persona pudo ser solo una de nosotras tres, o bien la hermana Winifrede. Digo que fue Winifrede, esa tonta ignorante, quien estuvo hablando.

      —Es posible —dice Walburga—, pero, ¿por qué?

      —“Por qué” es siempre una pregunta molesta —dice la abadesa—. Cuando se la aplica a cualquier acción de Winifrede, “por qué” entra a ser uno de esos ingredientes imposibles de identificar de los guisos ordinarios. Tengo planes para Winifrede.

      —Sin duda se la instruyó tanto en la doctrina como en la versión oficial, en el sentido de que nuestras instalaciones electrónicas son simplemente aparatos de laboratorio, para preparar a nuestras novicias y monjas de manera que sepan encarar el desafío de la época —recita la hermana Mildred.

      —La difunta abadesa Hildegarde, que en paz descanse —dice Walburga—, estaba loca cuando aceptó a Winifrede como postulante, y mucho más loca cuando le permitió tomar el velo.

      La abadesa de Crewe, viva, por cierto, está diciendo en cambio:

      —De todos modos, Winifrede está metida hasta las orejas y el escándalo se detiene en ella.

      —Amén —dicen las dos monjas negras. La abadesa extiende una mano hacia el Niño de Praga y toca con la punta de un dedo un rubí incrustado en los ropajes. Luego habla:

      —La autopista de Londres a Crewe está atestada de periodistas, según los noticiosos. La A-51 es una masa compacta de vehículos. Y esto, en medio de las huelgas y la crisis del petróleo.

      —Espero que haya presencia policial en las entradas —dice Mildred.

      —La policía está presente a pleno —afirma la abadesa—. Estuve enérgica con el Ministerio del Interior.

      —Hay largos artículos en Time y Newsweek de esta semana —dice Walburga—. Cuatro páginas en cada uno dedicadas al escándalo nacional de las monjas en Inglaterra. Está la fotografía de Felicity.

      —¿Qué dicen? —pregunta la abadesa.

      —Time compara a nuestro público con Nerón, que tocaba el violín mientras ardía Roma. Newsweek recuerda que fue una actitud semejante, de frivolidad y descuido de los intereses nacionales por parte de Gran Bretaña, la que condujo a la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos. Dan mucha importancia al asunto del dedal de la hermana Felicity en el momento de tu elección, madre abadesa.

      —De todos modos me habrían elegido abadesa —dice la abadesa—. Felicity no tenía ninguna probabilidad.

      —Los norteamericanos parecen haberlo comprendido —dice Walburga—. Parece que les divierte y, desde luego, los escandaliza la maledicencia omnipresente en este país.

      —Me atrevo a decir que en esta hora triste ha llegado para Inglaterra la decadencia. Toda esta alharaca pública, cada vez mayor en los últimos meses, por un dedal de plata. Este escándalo nunca podría haber surgido en los Estados Unidos. Allí tienen sentido de la proporción, y comprenden la naturaleza humana. Es el secreto de su éxito. Raza realista, aunque no sepan comer bien los espárragos. Sea como fuere, querida hermana Walburga, querida hermana Mildred, obra en mi poder una carta de Roma, procedente de la Congregación de Religiosos, que debemos tomar en serio.

      —Así será —dice Walburga.

      —Tenemos que hacer algo en cuanto a ella —dice la abadesa— porque la escribió el cardenal de su puño y letra, no un secretario