quieren una explicación. Yo, en cambio —dice la abadesa de Crewe—, no estoy preocupada por la publicidad. Ha llegado a un punto que, cuanto más se ocupen de nosotros, tanto mejor.
Aparentemente Mildred está cavilando algo. De pronto, interrumpiendo su calma, exclama:
—¡Ah, podrían excomulgarnos! ¡Nos excomulgarán!
La abadesa prosigue sin alterarse:
—Cuanto más escándalo haya, desde este punto de vista, mejor. De verdad estamos moviéndonos dentro de un contexto mitológico. Nosotras somos las actrices; la prensa y el público, el coro. Cada columnista tiene su propia versión de la misma vieja historia, como si fueran Esquilo, Sófocles o Eurípides, solo que, desde luego, debo señalarles, el estilo dramático es muy inferior. Estudié clásicos un año en el Lady Margaret Hall antes de pasar a Literatura Inglesa. Como quiera que sea, Walburga, Mildred, hermanas mías, las realidades del asunto no están ya con nosotros, sino que han vuelto a Dios, quien les dio origen. No es posible excomulgarnos sin estar en posesión de los hechos. En cuanto al aspecto legal, ningún juez del reino aceptaría este caso. Que Felicity cuente lo ocurrido si quiere. No puedes entablar juicio contra Agamenón ni citar como testigo a Clitemnestra, ¿no?
Walburga mira atónita a la abadesa, como si fuera otra persona.
—Puedes hacerlo —dice— si eres tú misma una de las actrices de la obra. —Con un estremecimiento, añade—: Siento una corriente helada. ¿Hay alguna ventana abierta?
—No —dice la abadesa.
—¿Qué respuesta darás a Roma? —pregunta Mildred con la voz debilitada por el temor.
—En cuanto se refiere a las noticias periodísticas, sugeriré que somos víctimas de la demonología —dice la abadesa—. Lo cual es verdad. Sin embargo, plantean una segunda cuestión de la cual no estoy tan segura.
—¡Esa hermana Felicity con su jesuita! —dice Walburga.
—No, nada de eso. Por qué habrían de preocuparse ellos por una monja concupiscente y su jesuita. Personalmente, diré que un jesuita o cualquier sacerdote, ya que estamos en ello, sería el último hombre con quien me acostaría. Un hombre que al desvestirse cuelga los pantalones, quizá, pero no uno que cuelga las faldas, aunque les llamemos hábitos, no.
—Ese tipo de sacerdote por lo general prefiere las estudiantes jóvenes. No sé qué ve Thomas en Felicity.
—Lo que debo decidir —dice la abadesa— es cómo responder a la segunda cuestión de la carta de Roma. La plantean con mucha cautela, parecen tener grandes sospechas. Quieren saber cómo conciliamos nuestra estricta observancia de la Regla de clausura con el curso de electrónica que hemos incorporado a nuestro programa de enseñanza habitual, en lugar de la encuadernación y los telares de mano. Quieren saber por qué no podemos suavizar la antigua Regla de conformidad con las nuevas reformas aceptadas en los otros conventos, ya que hemos adoptado un curso de instrucción tan moderno como el de electrónica. En términos inversos, quieren saber por qué enseñamos electrónica cuando nos hemos mantenido tan intransigentes en cuanto se refiere a las reglas consagradas. Se diría que sugieren, si leemos entre líneas, que hay micrófonos instalados en todo el convento. Usan mucho la palabra “escándalo”.
—Es una celada —dice Walburga—. Esa carta es una celada. Quieren que caigas en una trampa. ¿Podemos ver la carta, madre abadesa?
—No —dice la abadesa—. Así, cuando les pregunten, en vez de meter la pata, estarán en condiciones de testificar que no la han visto. Pero les enseñaré mi respuesta para que puedan decir que de esa sí estaban al tanto. Cuantas más verdades y confusiones, mejor.
—¿Nos interrogarán? —dice Mildred, cruzándose los brazos sobre la garganta cubierta por el velo blanco.
—¿Quién sabe? —dice la abadesa—. Entretanto, hermanas, ¿tienen algo que sugerir capaz de reconciliar nuestras actividades en términos convincentes cuando responda?
Las monjas se quedan sentadas, silenciosas, un momento. Walburga mira a Mildred, pero Mildred está mirando fijamente la alfombra.
—¿Qué tiene la alfombra, Mildred? —dice la abadesa.
Mildred levanta los ojos.
—Nada, madre abadesa.
—Es una alfombra hermosa, madre abadesa —dice Walburga mientras contempla la opulenta superficie verde bajo sus pies.
La abadesa inclina hacia un lado la cabeza velada de blanco para admirar también ella la alfombra. Con secreta alegría, entona:
Ni blanco ni rojo se vio jamás
tan apasionado como este hermoso verde...
Walburga se estremece un poco. Mildred observa los labios de la abadesa, como si esperara una nueva cita.
—¿Cómo responderé a Roma? —dice la abadesa.
—Quisiera consultarlo con la almohada —dice Walburga.
—Yo también —dice Mildred.
La abadesa mira la alfombra:
Que aniquile lo creado
a un pensamiento verde en verde sombra.
—Yo —dice entonces la abadesa— preferiría no consultarlo con la almohada ni con la alfombra. ¿Dónde está la hermana Gertrude a esta hora?
—En el Congo —dice Walburga.
—Comuníquense con ella por la línea verde.
—No tenemos línea verde al Congo —dice Walburga—. Viaja día y noche por ferrocarril y por agua. Tendría que haber llegado a la capital hace algunas horas. Es difícil estar informadas de su paradero.
—Si llegó a la capital, deberíamos tener noticias de ella esta noche —dice la abadesa—. Ese fue el arreglo. Cuanto más pronto perfeccionemos la línea verde, tanto mejor. Deberíamos tener en nuestro laboratorio una línea verde a todas partes. Convendría consultar a Gertrude. No sé por qué corre de un lado a otro, gastando su tiempo en lo efímero del ecumenismo. Ya lo hicieron antes. Arios, albigenses, jansenistas de Port Royal, católicos recalcitrantes de Inglaterra, miembros del Covenant. Tantos cismas, aniquilaciones, reconciliaciones. En definitiva el león se tiende junto al cordero, y Gertrude vela porque no se incorporen. Al mismo tiempo la hermana Gertrude es, créanme, una filósofa, en el fondo. Hay en ella un toque de Hegel, su compatriota. Los filósofos, cuando dejan de filosofar y entran en acción, son peligrosos.
—En tal caso, ¿por qué pedirle consejo? —dice Walburga.
—Porque estamos en peligro. La gente peligrosa sabe bien cómo evitarlo.
—En este momento se encuentra en una región muy salvaje, para reconciliar los rituales de los magos curanderos con una versión de la misa adaptada al caso —dice Mildred—, y trasladando a los antiguos misioneros a otra zona donde seguramente hallarán oposición. Probablemente serán masacrados. No obstante, ese hecho dará motivos para reinstaurar la misa ortodoxa en la primera región y con esto modificar las prácticas de arrojar huesos de los curanderos. Yo al menos lo veo de esa manera.
—Me cuesta seguir las andanzas de Gertrude —dice la abadesa—. Cómo ha ganado tanta popularidad, no lo sé, realmente. Sin embargo, si tenemos presente su tamaño, podemos imaginar su efigie de piedra en las plazas de las aldeas: “A la Santa Madre Gertrude”.
—Gertrude debió haber sido hombre —dice Walburga—. Es evidente, con el bigote que tiene.
—Rebosa de hormonas masculinas —dice la abadesa, mientras se levanta de un sillón recubierto de seda para arreglar mejor los pliegues de las vestiduras resplandecientes del Niño de Praga—. Y ahora —agrega—, esperamos aquí el llamado de Gertrude. ¿Por qué no está donde podamos comunicarnos con ella?
El teléfono en el cuarto contiguo suena en forma tan inesperada que, sin duda, si es Gertrude, tiene