Javier L. Ibarz

La Biblioteca de Ismara


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      —No. Digo entre ellos. Que si son pareja, vamos.

      —¿Cómo? —La verdad es que no se le había ocurrido pensarlo. Pero dos hombres adultos, viviendo juntos… ¿Óscar y Gabriel eran matrimonio? Los miró e intentó verlos de la manera en que los veía Pablo. Tendría que preguntárselo.

      —Pues ni idea. Aunque también puede ser que tengas estropeado el radar gay y veas solo lo que quieres ver.

      —Me encantaría que lo fueran. Hacen una pareja tan mona. Y serían el primer matrimonio gay que conozco en Bosca.

      —¿Aquí no hay ninguno?

      —Alguno habrá, supongo. Pero desde luego no van de la mano por la calle. O yo no los he visto. Y si le presento a mi madre uno que no sea de famosos que se tiran los trastos a la cabeza, a lo mejor deja de sufrir un poco por mí.

      —Haré lo que pueda.

      La fiesta fue acabándose. La gente empezó a retirarse a eso de las once y hacia las doce ya no quedaba nadie en la sala. Clara buscaba el instante oportuno para hacerles la pregunta. «Que luego no es todo tan sencillo. ¿Y cómo se lo dices? ¿De sopetón? ¿Con preámbulos? ¿Y si se lo toman a mal? ¿Y si me dicen que qué me importa a mí?».

      Y entonces llegó Daniel. Iba algo achispado y Óscar, que en ese momento hacía las veces de portero, le impidió el paso.

      —Solo quiero hablar con Clara —dijo, con la lengua espesa.

      —Pero sin entrar. —Óscar intentó ponerle una guirnalda alrededor del cuello, pero Daniel se zafó y entonces vio a Clara.

      —¡Claraaa! —gritó, arrastrando la erre.

      La muchacha se volvió, extrañada.

      —No estás invitado y encima vas borracho —le dijo—. ¿Qué es lo que quieres?

      —No puedo dejar de pensar en ti —balbuceó Daniel y empezó a llorar.

      «Vaya, la ha pillado llorona» —pensó Clara, e inmediatamente se arrepintió por esa crueldad.

      —¿Qué haces bebiendo? —acabó preguntando, y el tono de la pregunta le salió agresivo, tal vez demasiado, casi como un interrogatorio.

      —Cumpliré dieciocho dentro de seis meses —respondió él, casi infantil.

      —Ya. Pues seis meses son medio año. O sea, que no los tienes. —¿De verdad estaba echándole la bronca? ¿a qué venía esa conversación? ¿por qué tenía que importarle que Daniel bebiera o dejara de beber? No tenía respuesta. Ni siquiera sabía por qué estaban hablando, pero continuó:

      —Y aunque fueras mayor de edad, ¿qué haces bebiendo?

      —Necesitaba valor para hablar contigo —contestó Daniel e hizo un movimiento absurdo intentando besarla.

      Clara se apartó, rechazándole.

      —Mira, Daniel, no me seas pulpo —dijo—. Que serás muy guapo y todo lo que tu quieras pero no me interesas, ¿vale? Y menos borracho.

      —No te intereso….

      —Vete a casa, duerme y mañana, sereno, hablas conmigo, ¿eh?

      Óscar, que no se había movido esperando ver el cariz que tomaban las cosas, acercó una guirnalda. Clara la recogió.

      —Pónsela —le pidió Óscar.

      Lo intentó como pudo, pero Daniel se la quitó de las manos y empezó a jugar con ella.

      —Me la pongo si me dices que me quieres, aunque sea un poquito —masculló, inclinándose de nuevo hacia Clara—. Me gustas mucho. De verdad.

      —Ya vale, Daniel —respondió la muchacha, esquivándolo otra vez—. Vete a dormir. Si te quieres poner la guirnalda, te la pones y si no, no. Pero no voy a hablar contigo tal y como vas.

      —Pues te la pones tú. —Daniel tiró la guirnalda, se dio la vuelta y se alejó tambaleándose.

      Clara quiso ir detrás, pero Óscar se lo impidió:

      —Deja que le dé el aire. No va tan borracho como para tener problemas. Solo necesita dormir y aclararse las ideas.

      —Vale.

      —Clara…

      —¿Sí?

      —Ten cuidado con él. Ha tirado el collar sin ponérselo. No sabemos si es de fiar.

      7

      Esa noche Clara tuvo un sueño extraño. Su tío tenía un laboratorio como el del doctor Frankenstein, lleno de retortas, probetas, jaulas de Leyden y rayos cruzándolo de lado a lado. Guardaba en cajas de cristal los cadáveres verdosos de María y Fernando, los profesores asesinados del IES Lope de Vega, con tornillos en el cuello. Óscar y él bailaban un frenético vals y terminaban en un beso apasionado. Mientras, Daniel observaba la escena. Llevaba una guirnalda que relucía con un ámbar intenso, casi rojo, mientras repetía:

      —Eres el amor de mi vida, eres el amor de mi vida, eres el amor de mi vida.

      Su tío dejó de besarse con Óscar y se lanzó contra Daniel blandiendo una espada. Lo atravesó de una precisa estocada y el ámbar del collar y el rojo de la herida se juntaron en un surtidor que atravesó la estancia formando arabescos mientras una voz repetía: «Oterkes le se ese, oterkes le se ese».

      Clara se despertó, sudando. Durante unos instantes no supo dónde estaba. Un perro ladraba en el parque y ella se asomó a la ventana. Bajo una farola, en la calle, le pareció ver a alguien de pie, mirando hacia la torre. ¿Daniel, quizá? No pudo verlo con más detalle; en un parpadeo, había desaparecido.

      «Como en el tanatorio» —pensó.

      Fue como si atravesaran su estómago con una lanza. Revivió una vez más la muerte de sus padres con la misma intensidad que si se hubiera producido ayer. El dolor era agudo, penetrante, se abría hueco desde su vientre hasta la garganta. Todos los reproches, todas las justificaciones, toda la culpa, todas las excusas viajaban con él, hendiendo sus entrañas, destrozándola por dentro. No pudo más. Se aferró al alféizar unos segundos, luchando contra el vértigo que le incitaba a saltar y terminar con todo. Luego se apartó de la ventana y se dejó caer, llorando, sobre la cama.

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