y tal otra me la tiene que contar mi tío y cuando hablo con él no puede contarme nada.
Se volvió a Gabriel.
—Pues al menos deja que me lo cuente ella… —pidió—. O tú, Óscar.
Gabriel le lanzó una mirada disuasoria y en ese punto acabó la conversación.
Era frustrante. El relato de Sophie, que en realidad no aclaraba nada, era la única explicación con la que Clara podía contar; la difusa historia de una familia perseguida, sin saber muy bien por quién ni por qué, aunque, eso sí, por razones trascendentales para la raza humana. Pocas explicaciones podían ser menos satisfactorias que eso. ¿A dónde o a quién podría preguntar? Óscar parecía el más accesible de los dos, pero desde que habían empezado las clases, no había espacio para investigaciones, ni explicaciones ni nada que terminara en «ones». Óscar la recibía por las tardes y su tío la despedía por la mañana. Los dos trabajaban hasta tarde, porque siempre que Clara se despertaba había alguna luz encendida y oía conversaciones apagadas, pero no sabía en qué, ni cuánto durarían esos trabajos.
Por otro lado, su cuarto era muy guay y todo un éxito en el instituto: «¿Que vives en la Casa de la Bruja? ¿Y duermes en la torre? ¡Tienes que invitarme a tu habitación pero ya!». Pero su tío siempre se negaba a darle permiso.
—Nadie entrará en esta casa hasta que sepamos si son o no tus amigos de verdad y puedes fiarte de ellos. Óscar o yo tenemos que conocerlos antes.
—¿Por qué?
—Es mejor que no sepas los detalles.
Estaba harta de esa contestación. Y además, qué más daba. En cuanto llegaran y vieran que no había internet, solo libros y discos, seguro que ya no les molaba tanto.
2
Pero no todo era malo. Una de las consecuencias de vivir sin internet y apenas sin televisión era que Clara no había leído tanto en su vida. Ya no solo libros de fantasía: libros de literatura «de verdad».
Madame Bovary le resultó demasiado duro, así que lo dejó. Aunque podía entender a esa mujer muriéndose de asco en una ciudad pequeña. Ojeó el Ulises de Joyce y al cabo de un rato se dio cuenta de que no entendía ni una palabra. «Léetelo en inglés», le dijo su tío. Solo faltaría eso. Bastante tenía con comerse la cabeza en castellano para ponerse con un libro de 600 páginas y un diccionario al lado.
Pero en cambio le encantó Borges. El Aleph era un cuento genial. Fantástico y real y, al mismo tiempo… ¿no le estaba pasando a ella algo parecido? Vivía rodeada por cosas increíbles y sabía que los demás no las reconocerían aunque pudieran verlas. Por supuesto, en el cuento el aleph era auténtico, y lo de los Riglos y la secta… bueno, Clara aún tenía sus dudas.
Cuando terminó, le pidió otros libros de Borges a su tío, que le pasó las obras completas, pero a Clara no le hicieron mucha gracia los poemas. Prefería al Borges cuentista.
De modo que se estaba volviendo una chica superculta. Una frikie, vamos. Pero frikie con clase, no de los Klingon y eso. Frikie de premios Nobel. Borges era premio Nobel, ¿no?
Claro que un chateo insustancial de cuando en cuando, algún comentario borde en internet o un SMS con mala baba entre amigos… eso se echaba de menos. Incluso un golpe de serie cutre, para desculturizarse un rato.
Sorprendentemente, la segunda semana sin tele ni redes sociales todo empezó a resultar mucho más interesante. Tenía tiempo para hacer los deberes, leer y dibujar y, sin conexión a internet, el tiempo en el ordenador lo utilizaba para escribir. Estaba empezando a llevar una especie de diario y eso cada vez la llenaba más. De pronto tenía ganas de volver a su torre a imaginar universos y escribir reflexiones. Su lenguaje se estaba volviendo más rico y el Word le corregía faltas de ortografía que ahora se le estaban haciendo evidentes. Eliminar la escritura taquigráfica de los SMS empezaba a ser un placer.
Pero Nuria e Inés eran las dos únicas amigas que tenía. Los padres de Nuria estaban siempre delante e Inés era aún demasiado pequeña para tratar ciertos temas. Si pudieran utilizar su habitación, ese refugio perfecto, con maravillosas vistas y aislado por completo, donde hablar de lo que quisieran sin ser molestadas, sería genial.
Esa tarde se plantó delante de su tío y le dio un ultimátum.
—Necesito que dejéis a mis amigos venir aquí. Me da igual que creas que nos van a delatar o que su visita provocará la tercera guerra mundial. En esta casa hace falta alguien que tenga menos de cincuenta años.
—Óscar tiene treinta y yo, cuarenta y dos.
—Bueno, que sea todavía joven.
—No ahondaré en la humillación —Gabriel vaciló unos segundos antes de decir—. Pero te comprendo. Quieres amigos de tu edad en casa. Bien. Haremos una fiesta en algún local de la ciudad y así sabremos a quién puedes invitar y a quién no. Es todo lo que te puedo ofrecer. La excusa, el solsticio de invierno, las vacaciones de navidad o lo que te dé la gana. O también puedes dejarnos asistir al festival del instituto y allí…
—No hacemos «festivales» —se indignó Clara—. Eso es en primaria.
—Pues seguro que algún curso organiza algo para recaudar fondos para viajes de estudios, o tenéis semana cultural… Lo que sea. Óscar y yo iremos y nos presentarás a tus candidatos. Luego te diremos quiénes son los que hemos elegido y esos serán los que podrán entrar en tu habitación. No hay más opciones.
—Ya te vale. Seguro que no te gusta ninguno.
—Bueno. No voy a considerar si me caen bien o mal. Solo si son o no peligrosos. Eso es todo.
Y antes de que Clara pudiera protestar, se apresuró a añadir.
—Pero solo podrán entrar a tu habitación y nunca, nunca, podrán visitar ninguna otra parte de la casa a no ser que lo programemos con suficiente antelación.
—Ni que esto fuera el Palacio Real —ironizó Clara.
—Hay peligro.
—Pero tú puedes dar cuatro pasos de tus polvos mágicos y ya está.
—Clara, no frivolices.
—Es que me siento como la princesa del guisante… Que solo falta que les hagas pasar por pruebas para ser mis amigos. Como en un reality…
—¿Un qué?
—Déjalo, tío. Que lo haremos como tú quieras y ya está.
Finalmente se programó la fiesta. Sería el dieciséis. Alquilarían una sala en un local un tanto alternativo que tenía su encanto, y a las doce de la noche habrían acabado.
—Un sitio céntrico al que podrán acudir los padres… —dijo Gabriel. Clara puso los ojos en blanco—. Los padres, he dicho.
—Si van a venir padres será un muermo de fiesta.
—Eso no es negociable —aclaró Gabriel y continuó—. Y allí, con el protocolo y las parafernalias necesarias, te presentaremos en sociedad.
Clara se quedó boquiabierta. ¿Presentación en sociedad? ¿Cómo?
—¿Una puesta de largo? —A Clara se la llevaban los demonios—. ¿Estás loco? ¿Te crees que soy como esas pijas de la tele?
—¿Quiénes?
—Olvídalo. —Clara fue contundente—. Ni hablar. Fiesta de agradecimiento, de bienvenida, o de lo que quieras menos de «presentación en sociedad». O «puesta de largo». O cualquier otra cosa