sabremos a dónde han ido. Vamos a permitirnos el lujo de ser pacientes.
Adolfo colgó el teléfono. Le molestaba utilizar esa tecnología, pero había que reconocer que era útil para comunicarse con los simpatizantes. No volverían a fastidiarla. Y si lo hacían, él no sería quien cargara con las consecuencias.
Se acercó a la puerta trasera de su monovolumen y dio unos leves toquecillos en la ventana. Una bestia se lanzó con los ojos encendidos y las fauces abiertas contra el cristal, hasta que vio el rostro de Adolfo. Entonces se calmó.
El profesor entró en la furgoneta y salió en dirección a la vieja frontera con España.
4
Clara no podía esperar a llegar a Pau. Todo el viaje estuvo pensando cómo pedirle a Sophie, con su mejor cara de niña buena, que le dejara conectarse un rato a internet para mandar un mensaje a Adolfo y, de paso, entrar también en su cuenta de Facebook y hablar con sus amigos.
Pero al llegar a la casa, Óscar y Gabriel cambiaron inmediatamente todas las compras de coche.
—¿No nos vamos a quedar? —preguntó Clara.
—No —contestó Gabriel—. Salimos en media hora. Quiero que lleguemos cuanto antes a nuestra nueva casa.
—Pero es ya muy tarde, ¿no? —insistió, consciente de que, fueran a donde fueran, sin la ayuda de Sophie ni en sueños podría conectarse a internet—. Por poco que dure el viaje, no llegaremos hasta la madrugada.
—No te preocupes por eso —replicó Óscar.
Sophie le trajo el colgante de plata con las runas íberas que le había mostrado esa mañana.
—Deberías ponértelo —le dijo.
Clara estaba enfadada. Nada estaba saliendo como ella quería. Todo el mundo podía opinar sobre su vida y ahora tenía que ponerse un colgante absurdo que le impediría decir su apellido. Y entonces tuvo una idea. Esa comedura de tarro era bien fácil de desarmar.
Se puso el amuleto al cuello con aire desafiante. Ahora les demostraría que todo eso de la alquimia era una estupidez alucinatoria. Y también se probaría a sí misma que lo de sus propios poderes era pura psicosis. Pronunciaría su nombre y quedaría claro el grado de delirio de los alquimistas, de esa mujer, de ella misma.
—Clara Crosdodfajant —dijo. Vaya, se le había trabado la lengua.
Lo intentó de nuevo:
—Clara Crisodanitx. —¿Otra vez? Volvió a insistir—: Cisrudgadfa… Claslkdjaot… Chustireated…
Era imposible. Cada vez que intentaba decir «Carrasco», la lengua se le trababa.
—¿E…es magia? —preguntó, asombrada.
Sophie la miró, sin decir nada, negando con la cabeza. Clara sintió cómo una desazón amarga reptaba con lentitud para instalarse dentro de su cabeza. Su culpabilidad había encontrado la certeza que buscaba. La magia existía, luego era su solo deseo el que había provocado la muerte de sus padres. Gruesos lagrimones empezaron a caer por sus mejillas.
—Ma petite. —Sophie la abrazó—. ¿Qué te pasa, mi niña?
Clara solo lloraba. ¿Cómo podía contarle lo que le estaba carcomiendo? ¿Cómo explicarle quién era de verdad? No. Tenía que soportar el dolor ella sola. Ni siquiera tenía derecho al perdón.
—Estarás bien, cariño —le decía con ternura Sophie—. Te lo prometo.
Óscar se acercó para decir que el coche ya estaba preparado, pero se detuvo al verlas abrazadas. Volvió hacia donde estaba Gabriel y habló con él en voz baja.
Clara se calmaba frente a una infusión caliente. Sophie la miraba con ternura y Gabriel esperaba en silencio. Habían hablado largo rato y al final habían decidido que Pau seguía siendo un lugar seguro y podían esperar a que terminara el puente de la Constitución para que Clara empezara en su nuevo instituto.
Clara los miraba pensando que no habían entendido nada. Pero tampoco le importaba. Tal vez mañana fuera capaz de apreciar las posibilidades que tenía quedarse unos días más junto a Sophie. Pero ahora solo podía sentirse miserable, como no se había sentido desde el entierro de sus padres. Solo quería dormir; dormir y no despertar jamás.
Entre tanto, una fina nevada empezaba a cubrir de blanco la ciudad.
5
Clara se despertó más despejada. El aroma dulzón de los croissants parecía susurrarle que el mundo también podía ser un lugar amable. Clara se lanzó a comer con apetito el desayuno que Sophie le había preparado. La dueña de la casa le contó su plan: relax, paseos y diversión, las dos solas. Óscar y Gabriel se quedarían en la casa.
Visitaron el castillo y comieron en el restaurante del museo. De cuando en cuando, Sophie se paraba a hablar con los transeúntes, que recordaban con nostalgia los tiempos en que su pequeño hotel aún funcionaba. Y ella siempre tenía una sonrisa amable, presentando a Clara como une parente venue d’Espagne.7
Clara intentó decir «Carrasco» alguna que otra vez a lo largo de la tarde, solo para comprobar que las propiedades del colgante eran reales. Dijera Sophie lo que dijera, eso era magia.
—No lo es —había perjurado Sophie por enésima vez, mientras paseaban por el parque del castillo. Era increíble lo rápido que esa mujer recuperaba el dominio del castellano. Ahora, solo de cuando en cuando se colaban giros franceses en su discurso—. La Alquimia no se basa en oraciones ni en invocaciones, ni en la acción de un ente superior sobre la materia, sino en seguir un método modificado y perfeccionado a lo largo de siglos. Es el origen de la ciencia moderna, que se asienta sobre nuestras bases. El método científico no existiría más de no haber existido primero los alquimistas. La ciencia es la versión materialista de la alquimia, el método sin la filosofía. De hecho, la palabra «química» viene de la palabra árabe alkímya. Aunque los resultados te parezcan cosa de magia, no lo son. Si la gente del siglo XIX viera de pronto un móvil, o un ordenador de hoy en día, también pensaría que es magia. Pero tú lo sabes: es tecnología.
«Lo que tú digas —pensó Clara—. Pero eso es magia, lo llames como lo llames».
Esa noche fueron a ver una función de ballet. Clara revivió sus clases de danza viendo a los bailarines evolucionar como sin peso en el escenario. Recordó las lesiones que le obligaron a dejarlas e imaginó lo distinta que hubiera sido su vida si… La verdad es que todavía le gustaba bailar. A veces disfrutaba, a solas, repitiendo los ejercicios que había practicado tantas veces en las clases de danza y aún era capaz de hacer un spagat.
El espectáculo terminó y las dos volvieron a la casa en el viejo coche de Sophie.
—Sophie —preguntó Clara, cuando entraron en el salón—. ¿Podrías dejar que me conectara a internet?
Sophie suspiró antes de contestar.
—Clara, por mí sería muy fácil decirte que tu tío no me deja y cargarle toda la responsabilidad. Pero la verdad es que es peligroso. Para ti, para nosotros… cualquier contacto con tus amigos ahora revelaría a los que os persiguen dónde te encuentras. Y eso sería terrible. Quizá mortal. No puedo. Lo siento.
—Los echo de menos —replicó, suplicante.
—Ya te lo dije. Si todo va bien, volverás a verlos muy pronto.
Clara comprendió que no conseguiría nada y dejó de insistir. Por ahora. Lo volvería a intentar más adelante.
6
Sophie, Óscar y Clara