VIII
PAU
1
Óscar llevó el coche a toda velocidad por las calles de Madrid, buscando las menos transitadas, hacia la A-1. En unos veinte minutos, estaban pasando junto a San Sebastián de los Reyes.
Entonces Óscar los vio. Dos coches grises, a unos 500 metros por detrás de ellos.
—¿Nos siguen? —preguntó Gabriel—. ¿Cómo demonios…? Si he tirado el móvil…
Miró a Clara.
—Clara, dame el tuyo.
Ella se negó.
—Clara, no estamos para tonterías. Dame el móvil.
A regañadientes, la muchacha lo hizo. En cuanto lo tuvo en sus manos, Gabriel lo tiró por la ventana. Clara ahogó una maldición.
—Para el coche —ordenó, histérica—. Tengo que recuperarlo. Tengo que bajar y… tengo allí todos los teléfonos de todos mis amigos, tengo mi cuenta de Facebook, tengo… Eres un mierda y te juro que en cuanto pueda te mataré.
Y empezó a pensar: «Ojalá te muer… » pero no pudo seguir. Por mucho que odiara a su tío en ese momento, por mucho que quisiera hacerle desaparecer, no podía cargar con otra muerte. Si con solo desearlo podía matar, sus padres ya erán más que suficiente. El dolor y la rabia se mezclaron y sintió que el aire le faltaba. Intentó inútilmente contener las lágrimas pero, al no conseguirlo, fijó su vista en la carretera, evitando la mirada de Gabriel. Él la observó en silencio. Hizo un amago de acercamiento, pero Clara se removió, violenta. Una cosa era no querer matarlo, y otra muy distinta dejar que fuera el culpable de su situación quien la intentara consolar.
Entretanto, Óscar intentaba despistar a sus perseguidores. Al llegar a la salida A-19, dribló aprovechando un cambio de rasante y apagó las luces. Era imposible que, a esa distancia, sus perseguidores se percataran de la maniobra, y cuando finalmente se dieran cuenta sería demasiado tarde.
Por unos segundos creyó que los habían perdido de vista, pero apenas habían recorrido unos cientos de metros cuando por el retrovisor pudo ver que los coches les seguían por la avenida de los Pirineos.
—Llevamos un localizador —afirmó, convencido, Óscar.
Gabriel se encaró con su sobrina:
—¿Qué es lo que te han dado, Clara?
Clara dejó de llorar, atónita. ¿Todo esto era por el beso con Lucas?
—¿Qué te ha dado Antonio, o Alfredo, o… como se llame el profesor que ha hablado conmigo?
—Nada. No me ha dado nada, solo su tarjeta.
—Dámela.
—No.
—Dámela, maldita sea. Puedes morir, Clara, ¿no te das cuenta?
—Pero morir ¿por qué? —Ella sintió que el pánico le congelaba la espina dorsal—. Por favor, tío, no me mates, ya te la doy, pero no me mates.
Gabriel se quedó anonadado.
—¿Eso crees? ¿Crees que sería capaz de matarte? Nunca, jamás; daría mi vida mil veces por ti. Pero necesito que me des esa tarjeta. Porque es a él y a los que están con él a quienes debes temer, Clara. No a mí. Y esa tarjeta es un localizador con el que nos están siguiendo.
Clara se lo quedó mirando. En la vida le habían dicho una estupidez tan descomunal. ¿Un papel con GPS? Su tío estaba loco como veinte cabras. Decidió que lo mejor sería seguirle la corriente y le dio la tarjeta. Gabriel la tiró por la ventana. Ella no dijo nada. Estaba concentrada intentando memorizar el número de móvil de Patricia. Una y otra vez, repasaba los dígitos que había oído y leído cientos de veces sin prestar atención, cada vez que Patricia o ella misma daban el teléfono a otra persona, pero era incapaz de confirmar que eran los correctos.
Óscar realizó una maniobra, girando bruscamente en una calle y entrando en un garaje que había visto abierto. Los dos coches grises pasaron de largo un par de minutos después. No había más localizadores, al parecer. Salieron y retomaron la autovía de Burgos. Cada cierto tiempo, salían de la vía principal para circular en un recorrido paralelo. Así lo hicieron en Cerezo de Abajo, luego en La Horra, esquivando Aranda de Duero y, ya en Vitoria, tomaron la E-5 hasta la A-10 y la A-15, de ahí a San Sebastián y por Hendaya pasaron a Francia. Tomaron la Route Nationale 117 hasta Orthez y desde ahí la route hasta la ciudad francesa de Pau.
A las tres de la madrugada circulaban ya por la villa y llegaron a una casa señorial de la Rue d’Orléans. Allí, Gabriel bajó, abrió la verja y esperó junto a ella a que el coche entrara. Al fondo de un patio que encerraba un frondoso jardín, una casa de finales del XIX les daba una fría bienvenida.
No parecía haber nadie. Solo una luz en la planta baja revelaba que estuviera habitada.
La puerta, pintada de verde oscuro, se abrió, enmarcando a una mujer de unos sesenta años que los saludaba con efusión.
—Ah, quelle joie! Ça fait longtemps qu’on ne s’est pas vus, mais la famille Riglos est toujours la bienvenue!1
Clara conocía el suficiente francés para saber que les estaba llamando «familia Riglos». Riglos, no Carrasco. Ella no era Riglos. Y si su tío lo era… bueno, definitivamente no era su tío. Empezó a hilar cabos. Un hermano que nunca ha existido aparece para hacerse cargo de ella al morir sus padres, asesina a dos profesores para separarla de todos los que ella aprecia y traerla hasta Francia y allí…
Tenía que ser un secuestro; estaba secuestrada y aunque se escapara, no podría ni siquiera llamar a Patricia y decirle dónde estaba porque no conseguía recordar su maldito número de teléfono.
—Oui, ça fait longtemps —asintió Gabriel—. Vingt ans, peut être?2
—Bien plus! —replicó la mujer, con una sonrisa—. Vingt-cinq ans, au moins.3
Entraron todos en la casa, hasta una salita coqueta y un tanto recargada, donde Clara se derrumbó sobre un sofá algo pasado de moda. Mientras intentaba pillar el sentido de la conversación que los tres adultos sostenían, fingió quedarse dormida. A nadie pareció extrañarle. Había sido un día duro y Clara casi se durmió de verdad. Fue la indignación lo que la mantuvo despierta. Le irritaba que estuvieran manteniendo una conversación en sus mismas narices, sin importarles un bledo si ella entendía o no francés.
Al final consiguió recordar el teléfono de Patricia, con un par de cifras un tanto dudosas. Ahora solo tenía que distraer a su tío, a Óscar y a la dueña de la casa. Pan comido, claro. De paso, podía descubrir la teoría de campo unificado o la fusión fría. A no ser que sucediera algo parecido a un milagro, Clara no tenía ni la más mínima posibilidad de escapar.
Mientras esperaba a que esa coincidencia cósmica se diese, procuraría averiguar qué querían de ella.
—Tu dois le lui dire. Je sais qu’elle n’a que quinze ans, mais c’est son destin, sa vie, ses risques…4
La conversación entre su tío, Óscar y la mujer, que al parecer se llamaba Sophie, seguía desarrollándose en francés y, a pesar de sus esfuerzos, Clara solo pillaba algunas palabras sueltas. Ahora se arrepentía de no haber prestado más atención en clase. Se movió un poco y todos callaron. No se habían olvidado de ella.
—Je vais l’amener à sa chambre —dijo Gabriel—. Où…?5
—En bas —contestó Sophie, señalando una escalera—, dans la chambre de ta grand-mère. Je pense souvent à elle. Comme elle était belle, ta grand-mère…! Et Clara, elle a ses yeux. Comme une forêt en automne.6