Javier L. Ibarz

La Biblioteca de Ismara


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en Príncipe Pío para hacer las compras del amigo invisible. Gabriel no le puso ningún problema, siempre y cuando volviera antes de las nueve.

      Unos treinta minutos después, Óscar recibió una llamada, se puso rápidamente el abrigo y se fue diciendo que volvería a la hora de cenar.

      Clara estaba casi con la mano en la puerta cuando recibió un SMS para retrasar la quedada a las siete. Pensó en salir de todos modos, pero prefirió aprovechar esa hora extra. Ahora tendría tiempo para seguir dándole vueltas al cuento y encontrar un final más potente o algo que sonara mejor que lo que tenía.

      Su tío volvió hacia las seis y, pensando que no había nadie en casa, se fue directamente al despacho.

      Diez minutos más tarde sonó el timbre. Gabriel gritó:

      —¿Puedes abrir tú, Óscar? —Y acto seguido rezongó para sí—: Pero si no hay nadie en casa…

      Se levantó para ir a abrir pero Clara ya había salido de su habitación diciendo:

      —Óscar no está, tío. Abro yo.

      Gabriel salió del despacho a la carrera, visiblemente azorado.

      —Clara, no, déjalo, voy yo. No…

      Pero la muchacha ya estaba abriendo la puerta.

      La profesora de inglés, María Benedé, apareció en el umbral llevando un paquete de buen tamaño. Pasado el primer momento de sorpresa, la profesora empezó a musitar una gran cantidad de absurdas excusas: que había venido a comentar las notas, a hablar de sus buenos resultados, a comprobar si se encontraba bien… Era obvio que María no había venido a verla. Y, como para confirmar las sospechas de Clara, su tío y la profesora hicieron como que no recordaban sus nombres.

      Clara se vio obligada a hacer unas presentaciones que sabía superfluas antes de despedirse para irse de tiendas. Desde la calle llamó a Patricia para contarle lo extraño que le parecía todo. Patricia le preguntó si no había pensado lo más obvio.

      —¿Lo más obvio?

      —Que estén enrollados.

      Y de pronto, Clara se sintió estúpida. Era una posibilidad que ni siquiera se había planteado. Y lo explicaba prácticamente todo. Tal vez debía dejar descansar su imaginación y olvidarse de tramas policíacas.

      2

      María Benedé salió de casa de Clara hacia las ocho y cuarto y entró en el metro. Línea 10. No podía quitarse de la cabeza a la propia Clara abriéndole la puerta y ella soltando un montón de excusas no pedidas. Encontrarla allí era lo último que esperaba. De hecho, habían quedado en casa de Gabriel porque este le aseguró que la muchacha estaría fuera. Verse al día siguiente en el instituto sería embarazoso, sin duda. A saber lo que se había imaginado.

      Aunque lo importante era que el manuscrito estaba, por fin, en manos de Gabriel. Esperaba que ese fuera el final de un viaje largo y peligroso que ya había costado al menos una vida. Desde que Sophie lo encontrara en Lyon, años atrás, el documento había sufrido un continuo peregrinar de criptógrafo en criptógrafo hasta que cayó en manos de Fernando y este logró por fin dar con la clave. Un hallazgo que tal vez había provocado, indirectamente, su muerte.

      María esperó en el andén hasta que el tren llegó, y entró en el vagón mirando con desconfianza a todos lados.

      Ella nunca había sido una mujer asustadiza. Pero desde la muerte de Fernando, cualquier ruido, por pequeño que fuera, la hacía saltar. En otro tiempo, solo quienes trabajaban en primera línea debían preocuparse por ese tipo de ataques. Y ella siempre había preferido quedarse en la retaguardia. Las guerras no solo se ganaban en el campo de batalla. Los pertrechos, la sanidad, la intendencia… eran necesarios. En eso ella era buena. Y no quería ser nada más.

      El asesinato de Fernando lo había cambiado todo, cubriendo a todo el mundo con una sombra de sospecha. ¿Cómo pudo localizarle la Hermandad? El ataque había sido demasiado preciso. Sabían contra quién actuar, e incluso dónde estaban los despachos. ¿Quién estaba mandando información desde dentro?

      Bajó en la estación de Príncipe Pío e intentó apartar esos pensamientos de su cabeza. Ahora se relajaría junto a Enrique Castán, el crítico de cine, y luego tomarían un trago comentando la película. Él solía invitarla a los estrenos, pero esta vez le había hecho llegar una entrada por correo, advirtiéndole de que se retrasaría y de que el filme se proyectaba en los multicines de Príncipe Pío, doblado. Lástima. Aunque así estaba más cerca de su casa. Comprobó que llevaba la entrada en el bolso y salió del metro.

      En la sala uno, la más grande, estrenaban la cuarta entrega de una saga de espada y brujería y regalaban entradas a los cinco primeros que llegaran disfrazados. Catorce o quince frikies hacían cola vestidos de guerreros.

      «Me estoy haciendo mayor. Cada día entiendo menos las tonterías que hace la gente», se lamentó, para sí, María.

      Canjeó la invitación, subió al último piso y se dirigió a la sala tres; no había acomodador y entró, confiando en que, a pesar de todo, Enrique ya hubiera llegado.

      Todavía no.

      María se sentó en la fila diez, centrada, casi al final de la pequeña sala. Estaba sola. No era el tipo de cine que la gente veía en un centro comercial.

      Miró la hora. Faltaban un par de minutos para que empezara la sesión. Le encantaba ese momento mágico antes de que se apaguen las luces, cuando todo es posible y parece que los personajes se preparan para vivir sus pasiones en pantalla. En el fondo era una sentimental. Aunque los documentales le gustaban, sus películas favoritas eran las comedias románticas. Llamaron al móvil. Era Enrique.

      —¿Dónde estás? —preguntó María, sin esperar a que hablara.

      —Lo mismo te digo. Estoy sentado en la sala desde hace un rato y como no llegues pronto…

      —Espera, espera —le interrumpió María—. Yo llevo aquí cinco minutos y aún no ha venido nadie.

      —¿Estás en la sala dos?

      —No. La peli es en la tres. En la dos ponen la de Woody Allen.

      —¿En dónde estás tú?

      —Pues en Príncipe Pío, ¿dónde voy a estar?

      —En los Princesa, como siempre.

      —Pero si la invitación era para…

      En ese momento la puerta de la sala se abrió y uno hombre vestido de guerrero, con una filigrana hexagonal bordada sobre su capa gris, entró y cerró tras de sí.

      3

      Clara se estaba tomando un batido de fresa sentada en una terraza del centro comercial. Habían acabado comprando cada uno diez chorradas a un euro con las que podrían organizar sin problemas el amigo invisible. Martín y Elena tonteaban y se lanzaban puyas por enésima vez (¡paraestarasícasaosya!) y Jorge se había perdido en una juguetería que también tenía maquetas de Warhammer, que era lo que más le gustaba.

      Se topó con los frikies que estaban haciendo cola en los multicines vestidos de guerreros y pensó «qué pringaos». Y entonces entrevió a María Benedé dirigirse a las salas del tercer piso.

      De inmediato, uno de los frikies, alto y corpulento, cubierto con una capa gris y una capucha, subió también. Clara creyó reconocer el traje y el signo que había visto en sueños y un escalofrío le recorrió la espina dorsal, pero enseguida se tranquilizó: «Ahora me lo explico —pensó—, seguro que he visto algún tráiler de la película en internet y por eso he incorporado la imagen en el sueño. Los X-men, una película de frikies… me estoy convirtiendo en un cliché».

      No volvió a mirar hasta que oyó unos gritos en la entrada de los multicines. El portero