—replicó Óscar—, solo lo han localizado a él. Si supieran dónde estamos, habrían organizado una ofensiva y en este momento estaríamos luchando.
—Pero si han localizado a Fernando, tal vez ya han encontrado… —Gabriel calló. Ambos sabían lo que eso significaba.
—Confiemos en que no. Lo único claro es que andan muy cerca.
—Salgamos. Tendremos que ocuparnos del cadáver.
—No, Gabriel —le detuvo Óscar—. Pueden haber dejado un merodeador esperando que se presente alguien. Por mucho que nos duela, no podemos hacer nada hasta mañana. La mejor manera de no despertar sospechas es seguir con nuestra rutina hasta que podamos volver a Ismara.
—Ismara. —Gabriel negó con la cabeza—. No lo veo claro. Clara todavía no está preparada.
—Estaría segura —insistió Óscar—. Piénsalo bien; allí nadie la alcanzaría, sabríamos en todo momento dónde está… Todo son ventajas.
—No para ella —replicó Gabriel—. Estuviera dispuesto a enviarme esa carta o no, mi hermano dejó muy clara su voluntad: quería, por encima de todo, que Clara se criara alejada de mí, de los nuestros. Que yo no le contara nada de, en sus propias palabras, «mis absurdas ideas sobre el mundo, reales o no». Murió por mi culpa, porque yo no fui capaz de mostrarle la verdad sin ofenderle. No voy a traicionar su última voluntad. No… —La voz se le quebró—. Mientras Clara no tenga edad para decidir por sí misma, intentaré darle una vida normal.
—Estupendo. Solo tienes que convencer de eso a los que nos están matando.
—No la llevaré a Ismara, Óscar.
—Muy bien. Pues entonces sigamos con el plan original. Vayámonos a Bosca. No estaremos en Ismara, pero sí cerca.
—Bosca… Antes estaba de acuerdo, pero ahora… No sé si es buena idea volver a abrir el refugio en la boca del lobo.
—El lobo solo puede ver su propia boca si la ve reflejada —contestó Óscar—. Y los lobos no se miran al espejo. Es lo que dices siempre.
—Cuando solo éramos tú y yo. Ahora es distinto. Ahora la tenemos a ella. Ahora podemos perderlo todo. —Gabriel se frotó los ojos, cansado, y suspiró—. Fernando muerto… No puedo creerlo.
Clara estaba dormida en su cuarto, pero algo extraño, como una desazón, la sacó del sueño, y en el duermevela le pareció ver brillar el medallón que le había regalado su tío. Pensó que debía ser un reflejo, o la luz de la ventana. A través de la puerta llegaba la voz apagada de su tío hablando con Óscar, pero solo entendió unas pocas palabras inconexas: «lobo», «muerto», «Fernando».
Sin duda estaba soñando. Se arrebujó en la cama y volvió a dormirse casi de inmediato.
3
Las alarmas del instituto Lope de Vega se pusieron en marcha en cuanto el Hermano rompió los cristales de una ventana del segundo piso. Tenía poco tiempo, pero sabía que el lyko le advertiría en cuanto alguien se acercara. Recorrió a toda prisa los interminables pasillos, acompañado por el sonido metálico de sus botas. Llegó a la planta de despachos y localizó el de Fernando. Cerrado con llave.
Reventó la puerta de una patada. En el interior, todo parecía escrupulosamente ordenado. Se entregó a una búsqueda frenética, tumbando estanterías, rompiendo cerraduras, partiendo a espadazos los cajones y destrozándolo todo. Pero nada. Allí no parecía estar lo que buscaba.
Iba al despacho contiguo, dispuesto a hacer lo mismo, cuando oyó la llamada de advertencia del lyko: alguien se acercaba. Pateó la puerta, entró y rebuscó a toda prisa pero sin resultados.
El lyko seguía gruñendo en la calle.
Echó una última mirada, se encaramó a la ventana del despacho, saltó desde el alféizar y aterrizó en el suelo limpiamente, dispersando el impacto de la caída con una precisa voltereta.
El lyko fue a su encuentro. En su grupa, embutidos dentro de una especie de arnés, llevaba los restos del otro animal. No podían correr el riesgo de que un feri llegara a ser analizado.
Dos coches de la policía se detuvieron en la calle San Bernardo, a la entrada del instituto. El encapuchado agarró el medallón hexagonal que llevaba al cuello, vio las filigranas de la joya iluminarse en ámbar, señalando hacia el sudeste, y salió a todo correr en esa dirección.
Una alcantarilla mostraba unos caracteres anaranjados fosforescentes. El monje levantó la tapa como si no pesara nada y el animal y él desaparecieron en su interior.
La tapa cayó sin apenas ruido y el brillo ambarino se extinguió mientras, en la fachada lateral del IES Lope de Vega, los policías descubrían la ventana rota.
4
Rebeca era una mujer nerviosa, menuda, que dependiendo de cómo fuera vestida podía aparentar tanto quince años como los treinta que tenía en realidad. Se había pasado toda la noche pendiente de recibir los documentos que le enviaba Fernando a través del servidor seguro habitual. Y ahora que los tenía, no podía esperar.
En cuanto abrió el archivo, comprobó satisfecha el meticuloso trabajo de su colega. La transcripción de las páginas originales al griego estaba distribuida respetando la estructura del manuscrito y las ilustraciones habían sido insertadas en los espacios correspondientes. Bien. En muchos legajos de esa época, tan importante era lo que se decía como dónde se decía.
Preparó un buen número de hojas de papel fotográfico A3 y empezó a imprimir el documento a tamaño un poco superior al real.
Lo ideal hubiera sido poder trabajar sobre el manuscrito y no sobre una copia, pero a ella no se le daba tan bien descifrar claves y una buena digitalización también tenía sus ventajas. Poder ampliar el documento era una de ellas, y otra, que podían trabajar más personas sobre el mismo manuscrito en lugares diferentes. Había excelentes medios técnicos en el siglo XXI.
Se preparó una infusión mientras esperaba a que la impresora terminara su trabajo. Tomó la taza caliente con las dos manos y suspiró. Tras la ventana la vieja Oviedo se empapaba con lentitud bajo una lluvia menuda. Tiempo atrás, la investigación se hubiera hecho en la Biblioteca de Ismara, donde ese documento habría tenido un lugar de honor. Pero gran parte de los fondos, especialmente aquellos que hablaban de la historia del Alquimista Oscuro, fueron robados o destruidos. Los pocos investigadores que trabajaban en la Biblioteca, y Rebeca no era uno de ellos, se encontraban una y otra vez con ejemplares catalogados en los índices que habían desaparecido para siempre. Tal vez en este manuscrito se hallaran las claves necesarias para…
Un pitido en la impresora le indicó que se había quedado sin papel. Fue a solucionarlo y reparó en la última hoja que acababa de salir. Estaba bellamente ilustrada, aunque no era el dibujo lo que le llamó la atención, sino una frase escrita en latín, no en caracteres griegos: Ex sanguine nihil. Pero si el manuscrito estaba codificado y en griego clásico… ¿Era un error de Fernando? Cotejó la página con la imagen del original que tenía en pantalla. La frase estaba en latín en ambos documentos.
Un momento… ¿qué era esa especie de brillo metálico? No parecía casual. De hecho, la forma era semejante a una ro, una «erre» griega. Comparó las dos copias, pero en la imagen del original no se veía tan claro. Quizá era un problema de la luz del escáner, o de la tinta de la impresora o tal vez… Mañana llamaría a Fernando para preguntarle. Dio otro sorbo a la infusión y continuó imprimiendo.
Un pálido resplandor verdoso se insinuó bajo su blusa y una sensación de congoja le hizo soltar la taza, que se rompió en mil pedazos contra el suelo.
«Fernando —pensó—. Lo han descubierto».