darse la vuelta para ir a la cocina, pegó un grito, sobresaltada por una sombra. Óscar, vestido de pies a cabeza, como dispuesto a ponerse en marcha en cualquier momento, la esperaba en el pasillo, junto al despacho de su padre.
—¿Quieres alguna cosa? —preguntó el hombre con una voz cálida y agradable. Clara lo miró, estupefacta. La voz le pegaba, pero la amabilidad con la que hablaba, no. Había esperado un tono más severo, ronco, agresivo. Negó con la cabeza y lo esquivó en su camino a la cocina.
No recordaba nada de esa noche y se encontraba extrañamente relajada. ¿Le habrían puesto algo en la leche? «¡Qué tontería!», se dijo. Mejor que no se dejara llevar por su imaginación. La situación ya era bastante rara de por sí, sin necesidad de añadirle literatura.
Y, en cualquier caso, se sentía con fuerzas. Triste, arrasada, inconsolable, pero fuerte.
Al ver la vieja caja de galletas, recordó a su madre alcanzándosela todas las mañanas a lo largo de su vida. La vio desde su altura de cuatro, de diez, de doce años. Su rostro se volvía hacia ella y sonreía…
El dolor le retorció el estómago y tuvo que correr a su cuarto. Pasó por delante de Óscar como una exhalación, entró en su habitación y cerró la puerta con pestillo. Se sumergió entre las sábanas, deseando con todas sus fuerzas poder retroceder dos días y que alguien le impidiera pronunciar esas palabras y causar ese accidente.
No hubo respuesta.
3
Los días que siguieron al entierro su tío se mostró muy respetuoso. Dejó que Clara llorara todo lo necesario, consintió que durmiera hasta muy tarde, y le permitió no volver al instituto hasta que se sintiera con fuerzas, mientras se encargaba de solucionar la ingente burocracia que hace falta para morir en el siglo XXI.
Pero los nichos lucían ya el nombre de sus padres en letras de bronce y Gabriel se estaba haciendo cargo de todos los gastos. El dolor se empapaba lentamente de normalidad.
Fernando se dejó caer de cuando en cuando para verla y ella se lo agradeció. La sensación de que su tío y él se conocían de antes le parecía a Clara cada vez más peregrina. O quizá es que estaba asumiendo su nueva situación.
En cuanto a Óscar y su tío, Clara, poco a poco, les iba tomando cariño. No le quedaba otra familia.
Una mañana, al pasar por delante del despacho de su padre, vio a Gabriel leyendo unos papeles manuscritos. Hubiera jurado que lloraba, pero él, al oírla, le rehuyó la mirada y preguntó:
—¿Qué quieres, Clara? ¿Necesitas algo? —mientras se pasaba la mano por los ojos.
—No, nada, tío. Iba a prepararme una tostada. ¿Te preparo otra?
—No… o, mejor, sí. Con tomate y aceite, por favor. Tengo que terminar un par de cosas, pero en cuanto acabe, voy a la cocina y te ayudo.
Clara asintió. Antes de salir, vio cómo su tío metía los papeles en un sobre en el que estaba escrito «Gabriel», con la letra de su padre.
—¿Una carta de papá? —preguntó.
—Sí —contestó él, lacónico.
—Tío. —La duda le rondaba desde que Gabriel apareciera en el tanatorio, pero no había encontrado el momento de resolverla. Hasta ahora—. ¿Por qué mi padre nunca me habló de ti?
Los ojos del hombre se nublaron con un brillo vidrioso.
—Sabía que no tardarías en hacerme esta pregunta. —Le indicó con un gesto que se sentara y suspiró—. Es una larga historia: César, tu padre, era mi hermano mayor y nos queríamos mucho. Pero hace ya varios años, antes de que nacieras, tuvimos una discusión terrible, ninguno quiso retractarse y eso nos separó. Ni siquiera tu nacimiento pudo volvernos a unir, pero mantuvimos el contacto, hasta que, cuando cumpliste seis años, volvimos a discutir y esa vez fue la definitiva. Desde entonces ni siquiera respondió a mis llamadas o a mis cartas. Hasta hoy.
—¿Y por qué discutisteis?
Él dudó antes de contestar, y empezó a hablar con lentitud, como si cada palabra le costara un gran esfuerzo.
—Fueron disputas entre hermanos, asuntos que nunca deberían haber llegado tan lejos, nada que no hubiéramos podido solucionar de saber… —Tragó saliva antes de continuar—. Tal vez, cuando haya pasado más tiempo y duela menos, pueda contártelo. No digo que no fuera importante, solo que los dos nos queríamos y deberíamos haber pensado más en el bien de nuestra familia; haber sabido llevar mejor nuestras diferencias. Pero de nada vale lamentarse: ahora estoy aquí y no voy a permitir que te suceda nada malo.
Clara lo miró. Aunque no tenía hermanos, conocía de primera mano las discusiones familiares. A lo mejor eso también estaba en los genes de los Carrasco… Sintió deseos de abrazarle, pero no lo hizo. Apenas se acercó para darle un beso en la mejilla. Gabriel sonrió, pero no fue capaz de corresponderle. Tras unos segundos incómodos, ella se levantó y salió del despacho.
Una semana más tarde, Gabriel la instó a volver a clase, pero Clara aún no se veía capaz y su tío lo aceptó, siempre y cuando se comprometiera a conseguir los apuntes para no perder demasiado el ritmo.
Y por fin se sintió con fuerzas para hacer lo que había postergado tantos días; entrar de nuevo, a solas, en el despacho de su padre, en esa habitación donde tantas veces habían hablado, reído e incluso discutido. Los ojos le ardían cuando se acercó al cajón donde, días atrás, había descubierto el regalo. Inspiró hondo, tragó saliva y sacó el paquetito. Lo sostuvo un instante entre sus manos, intentando manejar los sentimientos que se agolpaban en su cabeza y terminó llevándoselo a su habitación. Sentada en la cama, sintiéndose más sola que nunca, se enjugó las lágrimas y lo abrió.
No era un libro, sino una libreta para tomar notas, un cuaderno negro de viaje que se cerraba con un elástico. En la contraportada, su padre le había escrito una dedicatoria:
«Un buen escritor siempre lleva encima una libreta de notas, y las que se cierran con goma son las mejores. Úsala y disfrútala. Te quiero».
Un medallón y una libreta. Eso era lo último que le había dejado. Nunca más le daría otro regalo, ni habría más «te quiero», ni más besos; con lágrimas en los ojos, Clara se dio cuenta de que las que acababa de leer eran las últimas palabras de su padre. El dolor la partió en dos. Abrazó la libreta y se acurrucó en la cama, hecha un ovillo.
Óscar y su tío la dejaron bastante libre toda la semana, haciéndole saber tan solo que estaban allí. Pero llegado el domingo, Gabriel insistió en que tenía que volver al instituto.
La vuelta fue dura. El otoño estaba bastante avanzado y los días eran tan fríos y desapacibles como el ánimo de Clara. Al principio todos la trataron como si fuera de cristal, en especial los profesores. Aprendió a fingir que se encontraba bien para cortar esas miradas de compasión que la enervaban. Su vida fue volviendo poco a poco a la rutina y la gente empezó a comportarse con ella como antes. La tristeza se convirtió en una compañera silenciosa y el sufrimiento mismo también cambió; en unas semanas, dejó de ser una opresión constante en el pecho para irse transformando en punzadas de un dolor agudo, inesperadas, intensas, pero cada vez más espaciadas.
Los días fueron pasando y Clara se sumió en un estado semisonámbulo en el que no tomaba decisiones, sino que las delegaba en su tío, en sus profesores, en sus amigos. No quería pensar ni elegir. Tal vez las cosas se irían resolviendo o tal vez no.
De momento, no le importaba.
III
LA HERMANDAD
1
Fernando