Javier L. Ibarz

La Biblioteca de Ismara


Скачать книгу

profesor de francés, el responsable de que odiara el idioma suspendiéndole dos exámenes seguidos, se acercó con cara compungida para decirle cuánto lo sentía y Clara pensó que era más de lo que podía soportar.

      No entendía los ritos de la muerte. Gente a la que no conocía de nada, gente que jamás había mostrado el más mínimo interés en ella o gente que directamente no la soportaba, iba ahora a rendirle pleitesía como si fuera la reina, a abrazarla y a darle el pésame. Los odiaba a todos.

      Pero sobre todo se odiaba a sí misma.

      Se fue al baño.

      En el espejo no reconoció a esa muchacha de quince años y pelo castaño que la miraba con sus hermosos ojos almendrados de color madera, estragados ahora por el llanto. Era como si esa mecha violeta que asomaba entre sus cabellos ya no fuera suya. Como si el óvalo perfecto de la cara y la nariz, que a ella no le hacía demasiada gracia, no pertenecieran ya a su rostro. Eran rasgos armoniosos y equilibrados, y ella una joven hermosa, pero no quería aceptarlo. Solo podía pensar que esa boca carnosa y bien dibujada había deseado la muerte de su madre.

      Se refrescó la cara.

      Había dormido en casa de Fernando, que se estaba portando realmente bien. Ese hombre de barba poblada, mejillas sonrosadas y oronda barriga era lo más parecido a una familia que Clara había tenido jamás. No había conocido a ningún pariente de sus padres. Los dos se habían quedado huérfanos muy pronto, y ahora Fernando era todo lo que le quedaba.

      Pero, pensaba Clara, él no podía protegerla de sus obsesivos pensamientos, porque no sospechaba que existieran y ella no podía confesárselos. Nadie, ni siquiera Fernando, comprendería por qué lo había hecho, ni entendería cómo alguien puede desear la muerte de las personas que más quiere. Él no podía salvarla de sí misma, ni sería capaz de perdonarla si alguna vez supiera que ella era una asesina.

      II

      GABRIEL

      1

      Un desconocido se detuvo frente a la sala donde se encontraban los ataúdes. Mediría algo más de un metro setenta y cinco, complexión delgada y nariz rotunda, con el cabello entreverado de canas recogido en una impoluta coleta. Habló un momento con un par de profesores y estos le señalaron a Clara. Asintió brevemente con la cabeza y se dirigió hacia ella. Cuando llegó a su altura, se presentó, mientras Fernando la miraba con curiosidad.

      —Hola, Clara. Soy tu tío Gabriel.

      Clara levantó la vista, incrédula.

      —¿Quién?

      —Tu tío Gabriel, el hermano de tu padre.

      —¿Mi padre… tenía un hermano?

      —Sí. Yo. He venido para hacerme cargo de todo.

      —¿Cómo que «hacerse cargo»? —interrumpió Fernando.

      Clara los miró, extrañada. No sabría decir porqué, pero notaba algo raro en esa conversación, como si no fuera del todo real. Como si esas dos personas se conocieran de antes pero quisieran fingir que no era así.

      —Soy el padrino de Clara y su único pariente vivo —explicó el extraño—. He venido en cuanto supe de la muerte de César. Voy a ser su tutor de hoy en adelante.

      Clara miraba desconcertada al recién llegado. Sus padres jamás habían hablado de ningún pariente. Sin embargo, allí estaba Gabriel y aparentaba tenerlo todo bajo control. Clara reconoció en él algunos rasgos de su padre; los ojos claros, algo en el porte… Tenía un cierto aire de familia, sin duda. Pero si lo que decía era cierto, eso planteaba un montón de preguntas: ¿cómo podía ser su padrino alguien a quien ella no conocía? ¿Dónde había estado todo ese tiempo? ¿Por qué nunca la había visitado? Y, sobre todo, ¿cómo era posible que nadie le hubiera comentado nunca nada de él? Para ella fue demasiado. Algo en su cabeza hizo clic y se desentendió. Solo quería que ese día acabara, que alguien se diera cuenta de que todo ese dolor lo había causado ella y le proporcionara el castigo que merecía; que le permitieran ajustar cuentas y pagar su crimen. Y tener así, por fin, algo de paz.

      Su tío traía consigo los papeles de la comunidad, un viejo libro de familia, su DNI, todo lo que podía probar que era quien decía. Habló largo rato con Fernando, le dejó tiempo para que se despidiera de Clara y después estrechó su mano, le dio las gracias con amabilidad y se llevó consigo a su sobrina.

      Un elegante coche negro, algo pasado de moda, los esperaba en la puerta. Junto a él, un hombre trajeado. Gabriel los presentó.

      —Óscar, Clara. Clara, Óscar. —Óscar era un hombre cercano al metro ochenta, al que, bajo un traje de corte impecable, se le adivinaba atlético y flexible. Un coche con chófer. Evidentemente, su tío tenía dinero.

      —¿A dónde vamos? —preguntó Clara.

      —A tu casa; allí estarás más tranquila. Mañana será el entierro y tienes que reponer fuerzas. Necesitas descansar un poco.

      —No necesito descansar —replicó Clara, llorosa—; necesito a mis padres.

      Su tío acusó el golpe y sus ojos brillaron con dureza.

      —Por desgracia, esa es la única cosa que no puedo conseguir. Ni tú tampoco. Tus padres no van a volver. Y tienes que empezar a vivir con eso.

      Clara sintió como si la hubieran abofeteado. Le odió, con todas sus fuerzas. ¿Qué hacía ese monstruo allí? ¿Por qué tenía que hacerse cargo de ella alguien a quien ni siquiera conocía? ¿Por qué nunca nadie le había hablado de él?

      Los tres subieron en el ascensor y entraron en la casa. Todos los muebles, todos los rincones, parecían hablarle de su madre, cuya muerte había deseado, y de su padre, que la había acompañado en ese absurdo accidente.

      —De momento, hasta que podamos organizarnos en Madrid, nos alojaremos aquí —dijo Gabriel.

      Clara pensó en rebelarse, negarse a esa invasión, echarles a los dos y que la dejaran tranquila. Al levantar la vista, su mirada se cruzó con la de Gabriel, que la observaba con una intensidad casi dolorosa. En su mano llevaba una cajita.

      —Ábrela —le pidió su tío.

      Clara lo hizo. Dentro había una medalla octogonal, lisa por completo salvo por unas finas incisiones paralelas, a un par de milímetros del borde.

      —Este medallón era de tu padre —dijo Gabriel mientras sacaba la joya de la cajita—. Yo tengo uno igual.

      Y le mostró el que llevaba colgado alrededor del cuello. Era también octogonal, solo que trabajado con unas intrincadas filigranas.

      —Los dos lo llevábamos cuando éramos niños. Luego… luego nos distanciamos. Creo que ahora deberías tenerlo tú.

      Clara miró el medallón. Era bonito. Sencillo, de plata. Y se sentía cálido y agradable al tacto. Llevarlo puesto sería como si su padre y ella compartieran algo más que una joya. Pensó en el paquetito con su nombre guardado en el cajón y si tendría algún significado que los dos últimos regalos de su padre le hubieran llegado después de su muerte. Las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas. Gabriel no dijo nada y salió de la habitación.

      Óscar le trajo un vaso de leche y Clara, sin protestar demasiado, se lo tomó. Apenas ingerido, durmió sin sueños toda la noche.

      2

      Se despertó sobresaltada. Notó el tacto del medallón contra su pecho y lo miró. Juraría que ahora tenía unas filigranas que no estaban allí ayer. Debía de haberlo visto por la otra cara, porque, pensó, lo que estaba claro es que una joya no podía cambiar de aspecto.

      Sin reflexionar, como un autómata, fue a la habitación de sus padres. Iba a llamar con los nudillos y a decir «mamá, déjame entrar»,