el servidor y lo desconectó. No sabía en qué circunstancias se había producido la muerte, pero era imprescindible bloquear el acceso a su red de comunicaciones. El protocolo era aislar el servidor del exterior por completo hasta que se supiera si la seguridad de la conexión corría o no peligro.
Miró las páginas que seguían saliendo de la impresora. Al menos el documento estaba a salvo. Pero ahora ella sería la única que trabajaría en él.
Fernando había muerto. ¿Cómo era posible?
5
En el instituto no se hablaba de otra cosa. Habían matado al profesor de Lengua como a un prota de videojuegos. Decapitado, lleno de heridas de arma blanca y mordiscos de perros salvajes. ¡En pleno centro de Madrid! Pero además habían entrado en su despacho y también en su apartamento y lo habían dejado todo patas arriba. Como si buscaran algo y no les importara qué pudieran destrozar en el intento. El ataque no había sido casual.
Las noticias hablaban de crimen ritual, de sectas satánicas, de juegos de rol, de ajustes de cuentas, de drogas, de mafias… No tenían ni idea.
Si eso no era la propaganda de una peli, era para tener miedo de verdad.
Los de primero de Bachillerato se hacían los gallitos asustando a la gente en los recovecos de los pasillos, aunque la verdad es que todos tenían miedo. Fernando no era el personaje más apreciado del instituto, pero era un profesor, y el crimen sucedía un mes y medio escaso tras la muerte de los padres de Clara. Algunos empezaron a evitarla, como si tuviera gafe o pesara sobre ella una maldición. Al fin y al cabo, Fernando era muy amigo de su padre, y encima le ponía las mejores notas, siempre hablando de Clara, del talento de Clara, de lo buena escritora que era Clara… Habían muerto ya tres de los adultos que la rodeaban. ¿Cómo podían estar seguros de que todo eso se pararía allí? ¿O esas muertes no eran sino el comienzo de una serie interminable de desgracias?
Lo peor de todo es que la propia Clara empezaba a pensar que tenían razón. Porque, en el mismo momento en que se enteró de la muerte de Fernando Navarro, la relacionó con lo que había oído entre sueños y una imagen siniestra se empezó a formar en su cabeza. Su tío Gabriel podía estar detrás de la muerte del profesor de Lengua. «Por supuesto —pensaba—, también podría ser una paranoia de las mías. Pero yo oí “Fernando”, y algo de lobos y muertos…». Una idea, que ella misma catalogó de absurda, se abrió paso en su cabeza: su tío había aparecido en su vida tras la desaparición de sus padres. ¿Pero y si no era así? ¿Si ya estaba allí y usó el accidente como excusa para presentarse? ¿Y si de algún modo inimaginable, también estuviera relacionado con esas muertes?
Al día siguiente todo el instituto se congregó en el patio para guardar un minuto de silencio por el profesor asesinado, pedir más seguridad y manifestarse contra la violencia. Jefatura de Estudios proporcionó brazaletes negros para quienes quisieran llevarlos y las banderas ondearon a media asta.
El director del Lope de Vega reunió a los delegados de los cursos afectados por la desaparición de Fernando. María Benedé, la profesora de Inglés, se encargaría de las clases hasta que llegara el sustituto definitivo. Los trabajos pendientes, hasta que se pudieran recuperar los materiales de Fernando Navarro, seguirían sin hacerse. Ella continuaría donde lo habían dejado y a partir de allí intentaría terminar lo propuesto antes de los exámenes, que eran la semana siguiente.
Miró a Clara de un modo extraño y Clara pensó: «Lo sabe. Sabe que mi tío es culpable». El codazo de Lucas la sacó de sus pensamientos:
—Le vas a echar de menos, ¿eh? Seguro que esa no te pone notazas; con la mirada que te ha echado, conténtate si te aprueba.
—Eres lo más insensible que me he echado a la cara. Era amigo de mi padre, ¿sabes?
Lucas intentó balbucear una disculpa, pero Clara le cortó:
—Y además: ¿a tu profesor le han cortado la cabeza y crees que lo echaré de menos solo porque me ponía buenas notas? Cómprate un euro de cerebro y luego hablas.
—Eh, perdona, que iba de coña, señorita ofendida.
—Que te pires.
IV
EL NUEVO PROFESOR
Pero María no duró mucho como profesora de Lengua. Solo una semana después ya había aparecido un sustituto. Un hombre cuando menos peculiar; de modales exquisitos, metro noventa de estatura, un cuello larguísimo y un cuerpo de gimnasio que le hacía parecer más un atleta que un profesor.
—Adolfo Recarte —se presentó.
Dijo que había repasado los expedientes de todos los alumnos y que se veía en condiciones de adaptar la materia impartida para terminar el curso cumpliendo con el temario propuesto. Así todos saldrían ganando y la pérdida de un profesor en circunstancias tan trágicas no significaría un drama en lo académico.
—Y os voy a proponer una cosa para empezar —continuó—. Mañana me traeréis un trabajo de medio folio que describa un objeto personal. Algo pequeño; una goma de borrar, una cinta del pelo, cualquier cosa que sea vuestra, pero que no vayáis a necesitar, porque, y os lo advierto para que luego no me vengáis con que tengo que devolvéroslo, me lo quedaré junto a vuestro trabajo, a modo de ilustración. Y no, no quiero una foto del objeto. Quiero la pestaña postiza, el guante o la goma de borrar. Conque mejor que no sea más grande que una tablet y que sea muy barato. A este primer trabajo lo llamaremos «Estudio del natural», como los pintores a sus bocetos.
Un bosque de manos se levantó preguntando si tal o cual objeto podía servir. Adolfo fue dando indicaciones a todos y finalmente se inclinó junto a Clara, que ni se había movido.
—¿Tú no tienes dudas? —le dijo en voz baja.
Clara lo miró, inexpresiva:
—Un objeto pequeño y personal, ¿no?
—Eso es. ¿Cómo te llamas?
—Clara Carrasco.
La cara del profesor se iluminó en una sonrisa amplia. Se incorporó.
—Atención, clase —exclamó en voz alta—. Clara es una de las personas con más talento de este instituto. Sabe cómo contar historias, manejar los tiempos y el suspense. Si alguno de vosotros tiene alguna duda sobre cómo redactar o terminar un trabajo, consultádselo.
Clara se quedó de piedra, roja como la grana, sin saber qué decir. Aunque el profesor felicitara después a otros alumnos, a Clara no le hizo ninguna gracia entrar así con un profesor nuevo.
Bueno, ninguna, ninguna… nunca estaba de más que te felicitaran. Y ella estaba muy orgullosa de su forma de escribir. Pero al terminar la clase el profesor la citó para que acudiera a su despacho antes de irse a casa y eso ya le gustó menos.
Cuando acabó el día, algo incómoda, Clara se encontró llamando a la destrozada puerta del antiguo despacho de Fernando Navarro, ahora ocupado por Adolfo Recarte.
—Pasa y siéntate, Clara —le invitó la voz grave y calmada de Adolfo—. Sé que has pasado por momentos muy duros en estas últimas semanas, e imagino lo difícil que te habrá sido seguir luchando a pesar de todo. Quiero que sepas que lo que he dicho en clase es totalmente sincero. Confío en tu talento y creo que puedes llegar a ser una gran escritora, periodista o cualquier trabajo que tenga que ver con el dominio del lenguaje. Por eso, si necesitas ayuda, apoyo o consejo, académico o no, puedes contar conmigo.
Clara se quedó mirándolo, atónita. ¿De dónde había salido ese marciano y a qué venía todo eso de la confianza? Ella no era de las que se confesaban al primero que le ofreciera su hombro. Y menos a un profesor. Jamás había sido una «pelota» y no iba a empezar ahora. Pero Adolfo seguía hablando:
—De