Javier L. Ibarz

La Biblioteca de Ismara


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cumplido con creces el objetivo de acercarse al hermano de Gabriel y convertirse en su amigo. Pero su misión también consistía en evitar que a Clara le sucedieran desgracias, y en eso había fracasado, de un modo terrible, por razones que todavía no lograba explicarse. Tal vez por eso se había volcado con tanta intensidad en esta otra misión. Tal vez por eso, esa noche aún seguía en el instituto trabajando a contrarreloj.

      El bedel se había retirado a las nueve a regañadientes, después de repetirle una y otra vez que no se olvidara de cerrar bien todas las puertas. Tras asegurarle que lo haría y que podía irse tranquilo, Fernando había vuelto a su despacho a seguir trabajando. Ahora eran casi las doce de la noche y el resultado estaba allí, extendido sobre la mesa. Había logrado desencriptar por completo el manuscrito descubierto en los subterráneos de Lyon: un intrincado alfabeto jeroglífico que ocultaba un texto escrito en griego clásico. Fernando había organizado el nuevo texto respetando la distribución y la estructura del original. Rebeca se encargaría ahora de traducirlo y Fernando procedió a enviarle el documento escaneado y toda la documentación necesaria mediante un servidor seguro.

      Cuando tuvo la confirmación de que lo había recibido sin problemas, envolvió con cuidado el original en un grueso papel e introdujo el paquete resultante en una caja de madera bellamente trabajada. Ahora debía devolverlo al despacho de María Benedé.

      El edificio donde el instituto se encontraba era un antiguo palacio del siglo XVIII reformado hacia 1970, y en el despacho de María habían dejado una pared de piedra vista sin cubrir, tras eliminar del muro el revoco original. Fernando sacó un medallón de su pecho, un octógono de plata con sutiles y elegantes filigranas, y lo apoyó en uno de los sillares. Un rectángulo de unos ciento cincuenta por noventa centímetros se empezó a destacar; una pequeña puerta en el muro. Fernando presionó sobre el batiente y la portezuela giró sobre sus goznes. Colocó el manuscrito dentro del hueco no demasiado profundo que se abría tras ella, cerró la puerta, retiró el medallón y la abertura desapareció del muro como si nunca hubiera estado allí.

      Volvió a su despacho y destruyó en el triturador de papeles las pocas notas que había apuntado fuera del portátil. Recogió sus cosas y dio una vuelta por el instituto. Una vez hubo comprobado que aulas y despachos estaban bien cerrados, dejó las llaves en la portería, se aseguró de que alarmas y mecanismos de seguridad estuvieran conectados, cerró con varias vueltas la puerta de entrada y salió del edificio.

      Atravesó la plaza del Dos de Mayo camino del parking. Empezaban a bajar de verdad las temperaturas y Fernando se subió el cuello del abrigo para protegerse del ambiente nocturno. Se dio cuenta de que llevaba desatado el cordón de un zapato y se agachó a atárselo. Al hacerlo, escuchó un ruido, sutil, a su espalda, como el que hace involuntariamente alguien que no quiere ser oído. Los sentidos se le agudizaron y todo su cuerpo se puso en tensión. Quizá no fuera nada, pero en su situación no podía arriesgarse. Tenía que llegar a su coche de inmediato.

      Corrió hacia la entrada del aparcamiento. El sonido a su espalda cambió; unas patas de considerable tamaño iniciaban también una carrera.

      Lo habían localizado.

      Corrió aún más rápido. Llegó al parking resoplando y bajó por las escaleras hasta la planta menos dos, donde tenía aparcado su automóvil. Los pulmones le ardían.

      Su coche era el único que había en ese nivel. Accionó la apertura automática y las luces parpadearon dos veces a lo lejos. Solo tenía que ponerlo en marcha y salir, sin maniobras. Los jadeos tras él eran más y más cercanos.

      El coche estaba apenas a unos metros cuando una bestia, parecida a un lobo grande y oscuro, surgió de entre las sombras, se lanzó en dirección a Fernando y, saltando por encima del vehículo, se plantó entre el coche y él, bloqueándole el paso. Era un lyko, sin duda, uno de los feri de la Hermandad.

      El profesor dribló con agilidad; la bestia intentó seguirle pero resbaló sobre el asfalto del aparcamiento. Fernando rodeó el coche, abrió la puerta del copiloto e intentó encerrarse dentro del vehículo. El animal logró introducir una pata entre el marco y la puerta. Fernando, sujetando la manija, tiraba hacia sí mientras pisoteaba la garra del lyko. Unos golpes sobre el capó le advirtieron que otro animal se había subido al techo del vehículo.

      Dos lykos. El dueño no andaría lejos.

      Intentó una maniobra arriesgada: abrió un poco la puerta; la bestia retiró la pata dolorida, Fernando pudo cerrarla de nuevo y bajó los pestillos de seguridad. Ahora solo tenía que poner el coche en marcha. Metió la llave mientras las bestias zarandeaban el vehículo.

      Entonces lo vio, parado delante del coche, con la espada desenvainada, una capa con capucha gris y el característico emblema hexagonal en el lado izquierdo: un miembro de la Hermandad. Un monje. Un esbirro asesino.

      El encapuchado subió de un salto al capó y al caer incrustó la espada en el motor. El coche emitió un gorgoteo antes de detenerse.

      —¿Dónde está? —gritó el intruso con voz áspera.

      Fernando analizó rápidamente el panorama. Lykos a los lados y el Hermano sobre el capó. Ninguna posibilidad de huida: tenía que presentar batalla. Saltó el respaldo de los asientos delanteros, desmontó los de atrás para acceder al maletero y empezó a levantar el falso suelo bajo el que guardaba su propia espada, mientras el monje bajaba del coche y lo rodeaba asestando un mandoble tras otro. El esbirro consiguió perforar la puerta trasera y el arma fue a incrustarse en la pierna de Fernando, atravesándole el gemelo derecho. Fernando aulló de dolor. Tiró de la espada que guardaba en el maletero y, al hacerlo, la cruz de la empuñadura se enganchó en un saliente. El profesor forcejeó para soltarla mientras el cruzado extraía su mandoble para volver a clavarlo de nuevo, esta vez más arriba, traspasándole el muslo. Fernando ahogó un juramento.

      —¿Dónde está? —repitió el encapuchado, sacando el arma y blandiéndola en el aire.

      El profesor consiguió liberar por fin la espada, un magnífico mandoble decorado con filigranas al igual que su medallón. Maniobró dentro del coche con dificultad, quitó los seguros de las puertas y salió del auto por el lado contrario al de su atacante. Una vez fuera, cojeando, enarboló el arma. Mientras vigilaba los movimientos del monje gris, echó mano al medallón e intentó concentrarse para pedir ayuda, pero las dos bestias se lanzaron contra él.

      De un tajo, segó la cabeza de la que venía por su derecha, que sufrió un par de espasmos antes de quedarse inmóvil.

      El monje dio un gruñido de disgusto.

      La otra bestia se abalanzó sobre Fernando y le hincó los dientes con furia en el brazo izquierdo. Fernando intentó defenderse con la espada, pero el arma era demasiado larga para hincársela sujetándola por la empuñadura. La tomó por la mitad de la hoja y clavó la punta en el cuello del lyko.

      El cruzado aprovechó para acercarse y atravesar a Fernando por la espalda. Al sentir en sus entrañas la fría hoja de acero, este se revolvió, golpeó con la empuñadura de la suya la boca de su agresor y le saltó dos dientes. El monje ni se inmutó. Tan solo hincó aún más su espada y la retorció con saña.

      Fernando cayó al suelo, agonizante. Se llevó la mano al bolsillo y sacó una ampolla de vidrio recubierta de plata que intentó acercarse a la boca. El monje gris le pisó la muñeca, apartó el recipiente con el otro pie y lo aplastó contra el pavimento del parking. Un líquido verdoso se derramó del frasquito, brilló un segundo y fue absorbido por el suelo, que se volvió de un negro intenso, como recién asfaltado.

      El cruzado empuñó el arma y cortó de un tajo la cabeza de Fernando.

      El medallón octogonal del profesor emitió un apagado brillo verde y sus filigranas empezaron a desaparecer. Una especie de vaho verdoso salió de la joya y recorrió como una onda expansiva el aparcamiento, perdiéndose en el infinito.

      2

      Gabriel y Óscar conversaban en el despacho cuando lo notaron. Esa extraña