Javier L. Ibarz

La Biblioteca de Ismara


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desde que llegó mi tío… —Y dudó un segundo antes de añadir—. Creo que…, de alguna manera, él…, él está relacionado con los asesinatos.

      —Por esa regla de tres, también podría decirse que todo empezó con la muerte de tus padres —replicó él—. No me interpretes mal. Quiero decir que todos podríamos estar relacionados de algún modo con estas muertes. Todos conocíamos a esos profesores.

      —¿Usted conocía a Fernando Navarro?

      —Es una forma de hablar. Eran profesores del instituto, conque tenían contacto con más de mil personas entre alumnos, profesores y padres.

      —¿Y eso qué significa? ¿Que todos somos sospechosos?

      —No. Pero establece una conexión entre nosotros y los crímenes. Y eso incluye a tu tío. A ti te parece que tiene relación con las muertes, pero ¿por qué? Solo por estar cerca cuando sucedieron. Aunque tú también andabas por ahí y no eres la asesina. Hoy estabas en el centro comercial y en esta plaza está el aparcamiento donde mataron a Fernando. Tú también serías sospechosa, si seguimos tu razonamiento. O yo.

      Lo que estaba diciendo Adolfo sonaba lógico, aunque Clara tenía más motivos para dudar de su tío que las meras coincidencias:

      —Pero ni usted ni yo hablamos del asesinato antes de que nadie supiera nada —añadió—, ni invitamos a ninguna víctima a nuestra casa.

      —¿Tu tío invitó a Fernando a su casa? —Adolfo parecía muy sorprendido.

      —Bueno, Fernando vino a verme alguna vez, pero no; yo hablaba de María.

      —Vaya. —Clara notó que el profesor dudaba, buscando una interpretación satisfactoria— … Bueno…, era tu casa, ¿no? Conque tú también estabas allí… Y sé que todos los profesores del instituto se han preocupado mucho por ti estos meses. Es normal que fuera a visitarte.

      —Pero es que no vino a verme a mí, sino a él.

      —Clara, son dos adultos —contestó Adolfo, con rapidez—. Seguro que hay más puntos en común entre ellos que unos crímenes, por horribles que sean. Estoy convencido de que tu tío quiere lo mejor para ti. —Y ahora cambió el tono—. Pero si crees, de verdad, que tu vida corre peligro, puedes contar con mi ayuda.

      Sacó una tarjeta de visita de su bolsillo.

      —Este es mi teléfono particular. Solo se lo doy a personas en las que confío plenamente. Como espero que tú confíes en mí.

      Y le entregó la tarjeta. Clara se la guardó en el bolsillo interior del abrigo mientras volvía a plantearse sus sospechas. ¿Tan convencida estaba de la culpabilidad de su tío? ¿De verdad creía que era el asesino? Le molestaba mucho que se la llevara de Madrid, eso es cierto, pero…

      —Clara. —Adolfo la sacó de sus pensamientos—. No te estará maltratando.

      —No. —Fue categórica—. Nada de eso, ni hablar. No. Es solo que yo… no quiero irme.

      —¿Quieres que hable con él? —se ofreció—. Puedo intentar convencerle. Si el problema es la seguridad, vamos a contratar un servicio de vigilancia para proteger el instituto. No habrá más crímenes.

      —¿Lo… lo haría? ¿Hablaría con mi tío?

      —Pues claro. Dame su teléfono y lo llamo ahora mismo.

      Clara le dio el número y Adolfo lo marcó.

      —¿Gabriel Carrasco? —dijo, en cuanto oyó una voz al otro lado—. Soy Adolfo Recarte, profesor de Lengua de su sobrina. (…) Sí, está conmigo. (…) No, no le pasa nada. Soy yo quien quería tener una conversación con usted. Me gustaría hablar de lo que ha pasado con los profesores…

      Adolfo se fue alejando de ella conforme hablaba. Clara empezó a ver un rayo de esperanza. Si Adolfo consiguiera que su tío entrara en razón, si pudiera quedarse en Madrid con todos sus amigos, en su casa, entre su gente…

      Vio a Lucas que la miraba y le hacía señas.

      Adolfo seguía hablando con su tío. Clara quiso hacerle entender por señas que iba a hablar con Lucas, pero el profesor estaba demasiado enfrascado en la conversación para reparar en ella.

      —Que no te hace falta hacerle la pelota, que no te va a poner más exámenes. —Fue lo primero que le soltó Lucas cuando llegó a su lado.

      —Si te vas a poner idiota, me largo ahora mismo.

      Lucas cambió de inmediato.

      —No, Clara, no te lo tomes así. Ya sabes como soy. Solo quería decirte que te echaremos de menos.

      —Tú y quién más.

      —Venga, Clara, no me lo pongas difícil. Sabes que me cuesta, y seguramente si no te fueras no estaría hablando contigo, así soy de cagado, pero yo…

      —¿Qué? ¿Qué pasa, Lucas?

      —Pensaba que creías que era un idiota, por eso siempre hacía el tonto para que pareciera que no me importabas. Pero…

      —Pero…

      —Me importas. Y te voy a echar mucho de menos. Y ojalá hubiera tenido valor para hablarte antes, porque ahora te vas y yo no sé… Patricia me ha dicho que… te… caigo bien y si lo hubiese sabido antes no hubiera hecho tantas tonterías ni me hubiera metido tanto contigo, porque me gustas mucho, Clara. Desde el primer día que te vi.

      —Eso fue en primaria.

      —Venga, Clara, que ya sabes por dónde voy.

      —Sí, Lucas. Es que yo tampoco me esperaba que tú…

      Y acercaron sus labios y se dieron un pequeño beso, tímido al principio, que poco a poco se fue convirtiendo en un beso largo y dulce. Se miraron con ternura y Clara dijo:

      —Voy a matar a Patricia.

      —¿Por qué? Venga, no le digas que te lo he dicho, que me ha hecho jurar que no te lo diría.

      —No, si la voy a matar por no habértelo dicho antes… —rio, y se unieron en un segundo beso, más apasionado que el primero.

      —Clara —a su espalda sonó la voz familiar de Óscar—. Tienes que venir conmigo. Ahora. Es urgente.

      —¿Qué? —¿En ese preciso momento? ¿Estaba de broma o qué?—. ¿Qué pasa?

      —Te lo explico por el camino.

      —Deja que me despida.

      —No hay tiempo. Vamos.

      —No. Tengo que decir adiós.

      —Déjela que se despida —dijo Lucas, intentando parecer duro.

      —Clara, de verdad. —Óscar insistió, sin hacer caso a Lucas—. Es importante y no hay tiempo que perder.

      Algo en la mirada de Óscar le hizo ver que era en serio, en serio de verdad. Lo que pasaba era grave y no le quedaba otra que obedecer.

      —Adiós a todos, muchas gracias por venir. Tenéis mi móvil y mi correo y los que no lo tengáis, pedídselo a Patricia y os lo dará. Os echaré mucho de menos.

      Clara soltó esas cuatro frases a voz en grito, y Óscar y ella salieron corriendo hacia la calle Velarde.

      Adolfo la oyó, salió tras ellos e intentó alcanzarles, pero Óscar la llevaba en volandas a una velocidad pasmosa.

      En unos segundos estaban dentro de un coche aparcado en la calle Fuencarral, Clara asustada y Óscar mudo. En el interior les esperaba Gabriel, que colgó el teléfono por el que estaba hablando, lo abrió y le quitó la tarjeta y la batería. En cuanto se pusieron en marcha, partió la tarjeta y volvió a meter la batería. Llegaron a la calle Génova, siguieron hasta Colón, y cuando tomaron Jorge Juan, junto a los Jardines del Descubrimiento, tiró el aparato por la ventana. El teléfono voló por encima de las jardineras