Javier L. Ibarz

La Biblioteca de Ismara


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Los que persiguen a tu familia rastrean cualquier señal para encontraros. Y cuando dan con una pista, sucede lo que pasó en tu instituto; ellos asesinan.

      Clara se hubiera estremecido, pero estaba ya cansada de tantas historias rocambolescas. Lo único que quería era que le dejaran en paz.

      —Hasta la muerte de tus padres —siguió contando Sophie—, tu tío estaba convencido de que había conseguido despistarles. Mas ahora esclaro que os siguen. Por eso tenéis que cambiar de aspecto y de nombre. Por eso tenéis que iros a otro sitio donde poder empezar una vida nueva sin que nadie os conozca.

      —Mi vida estaba bien —gruñó Clara—. No sé por qué tengo que empezar otra. No veo qué tiene que ver todo eso conmigo.

      —Eres la sobrina de Gabriel y eso te convierte en una forma de llegar a él —respondió, paciente, Sophie—. Quizá aún no sepan que sois los verdaderos Riglos. Pero sí que estáis relacionados con ellos. Y eso es más de lo que han tenido en los últimos años. Si te atrapan, nada les impedirá utilizarte para chantajear a tu tío. Y créeme, él daría su vida con tal de salvar la tuya.

      —Sí, seguro…

      —No lo dudes, Clara. —La voz de Sophie sonó firme—. Gabriel hubiera podido seguir oculto y desentenderse de ti, mais no lo hizo. Gabriel te quiere. Y ha estado siempre a tu lado, aunque tú no lo notaras.

      A Clara le parecía todo tan retorcido y delirante que ni siquiera preguntó qué quería decir Sophie con esa última frase.

      —Vale. Resulta que me tengo que cambiar de casa, de ciudad, de amigos, de pelo, de ropa y de nombre. Y encima tendré que dar las gracias…

      —Lo siento. Sé que ahora es difícil que me creas, mas esta es la única solución posible, de momento. Si te hubieras quedado en Madrid…

      —Ahora sería feliz.

      —No. Lo más probable es que estuvieras muerta.

      Sophie hablaba en serio, sin duda. Sin embargo, eso no encajaba con la historia que le estaba contando. ¿Por qué iban a querer matarla si su tío era el objetivo? ¿Le ocultaban algo o es que ni siquiera habían conseguido inventarse una película en condiciones? Ese argumento hacía aguas por todas partes. Las conspiraciones, las familias marcadas con un destino y las sectas molaban en televisión, no cuando te las cuentan unos alucinados. Pero era evidente que tanto su tío como esa mujer creían de verdad en lo que decían. Eso les convertía en gente peligrosa; había visto las suficientes pelis de sectas como para tener claro que los fanáticos cumplen sus amenazas, así que no pensaba replicar. Estaba en Francia, lejos de Madrid y de sus amigos. Si les llevaba la contraria, tal vez ella sería la siguiente en desaparecer. No le quedaba otra que aceptar ir de compras, cortarse el pelo y cambiarse el nombre.

      —Aunque veo difícil que me acuerde del nuevo —ironizó.

      —Es con eso que contábamos ya —replicó Sophie—. Hasta que te acostumbres, tendrás que llevar este amuleto al cuello.

      Le mostró un hermoso colgante de plata con inscripciones rúnicas, tal vez íberas.

      —Tu voz sonará incomprensible cuando tú intentes pronunciar tu viejo nombre —explicó—. Así no podrás darlo par error. Por supuesto, tu tío tendrá también el suyo.

      La paranoia estaba alcanzando límites ridículos.

      —¿Y tendré que decir abracadabra antes de usarlo? —preguntó, cínica.

      —Mais no —contestó Sophie—, no es un amuleto mágico, aunque lo parezca.

      —¿Y qué es, entonces?

      Sophie se le acercó y le susurró al oído, como si le confesara un secreto muy íntimo:

      —Es Alquimia.

      1 ¡Ah, qué alegría! Hace mucho tiempo que no nos vemos, pero la familia Riglos siempre es bienvenida!

      2 Sí, mucho tiempo. ¿Veinte años, quizá?

      3 Ni hablar. Veinticinco, como poco.

      4 Tienes que decírselo. Ya sé que no tiene más que quince años. Pero es su destino, su vida, sus riesgos…

      5 La llevaré a su habitación. ¿Dónde…?

      6 Abajo, en la habitación de tu abuela. Me acuerdo mucho de ella. ¡Qué guapa era…! Y Clara tiene sus ojos. Como un bosque en otoño.

      IX

      ALQUIMIA

      1

      Serían las diez cuando salieron de la casa en el viejo Citroën GSA de Sophie. Les esperaba un viaje de casi cuatro horas hasta llegar a Andorra la Vella.

      —En realidad, España está mucho más cerca —comentó Óscar—. Pero en Aragón las tiendas tampoco abren los domingos y en Andorra llamaremos menos la atención.

      «Sí, por supuesto —pensó Clara—. En un coche del siglo XV. Lo más discreto del mundo». Y preguntó en voz alta, con cierto retintín:

      —¿Entonces, todos sois alquimistas?

      —Eso es —contestó Sophie.

      —¿Y yo? —añadió—. ¿También tengo yo poderes alquímicos?

      Los tres se rieron, pero Clara no. Había estado meditando después de la conversación con Sophie, y aunque le explicaron que no existían los «poderes alquímicos», que el conocimiento de la alquimia se obtenía a base de estudio, intenso y detallado, los medallones y los poderes mágicos no tenían nada que ver con la alquimia que Clara conocía por los cuentos infantiles, con sus piedras de la inmortalidad y sus señores de barba blanca trabajando entre retortas. No. Eso era otra cosa.

      Y su propio sentimiento de culpa se las ingenió para crear un argumento «irrefutable»: si en esas paranoias y yuyus había el más mínimo rastro de verdad, si la alquimia de la que hablaba Sophie era real, aunque solo fuera un poco, entonces las cosas se volvían más oscuras. En ese caso, tal vez fuera la causante de la muerte de sus padres.

      Si tenía poderes de algún tipo, entonces era una asesina de verdad.

      Tras dos horas y media de viaje pararon junto a una fuente, en mitad de una carretera secundaria, a estirar las piernas y tomar un refrigerio. Unas brioches rellenas de queso y un tupper de crudités. Clara comió en silencio. Los demás hablaban en castellano, pero si lo hubieran hecho en francés, o en chino, no se hubiera sentido más aislada. En su cabeza los argumentos se retorcían, contestándose unos a otros: «es imposible que sea verdad», «pero tus padres están muertos»; «son todo paranoias», «pero tú los mataste»; «son una secta», «pero las muertes que deseas se te conceden»…

      —Llegaremos a Andorra alrededor de las dos —comentó Sophie—, y enseguida iremos a comprarte toda la ropa que haga falta, un tinte para el cabello y, si te apetece, unas lentillas de color. Aunque te advierto que será muy incómodo y, además, puede resultar más sospechoso que respetar tu color natural.

      —Pues cámbiame el color de los ojos con alquimia, o lo que sea —dijo, intentando ser irónica. En realidad, le importaba un comino el color del iris.

      —Tendría que ser permanente —aclaró Óscar—. Luego no volverías a recuperar jamás tu color original. Y sería una pena, porque tienes unos ojos preciosos.

      —Me da igual —dijo. ¿Dónde se habían dejado el sentido del humor? ¿Pues no se lo habían tomado en serio? Si no hubiera estado tan harta de las ocurrencias de ese clan enfermizo, se habría reído un buen rato, pero lo cierto es que le daba igual. Por lo que a ella tocaba, podían ponerle la piel de color verde o magenta o teñirle de rosa. Eso no alteraría nada de lo que en verdad deseaba cambiar.