Javier L. Ibarz

La Biblioteca de Ismara


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Óscar la tumbó sobre la cama, le quitó los zapatos y la cubrió con la colcha, se durmió de inmediato. A su pesar.

      2

      A la mañana siguiente la despertó un olor a croissants recién hechos. Subió las escaleras, un poco amodorrada, y se encontró a Sophie en la cocina, preparando un abundante desayuno. Le sorprendió lo temprano que era. En cualquier otra circunstancia la habrían tenido que despertar con cañonazos para tenerla desayunando a las siete. Pero estaba asombrosamente despejada.

      —Bonjour, ma petite. ¿«Quiegues» huevos en omelette o «a la coca»? —preguntó Sophie con su cerrado acento del sur de Francia.

      —Pas «a la coca»; à la coque sont des œufs «pasados por agua» —aclaró Óscar—. ¿Cómo los quieres? ¿En tortilla, revueltos…?

      —Solo croissants, gracias —gruñó Clara—. Y un café con leche.

      —Ça c’est du café au lait, con eso seguro que no me confundo —dijo Sophie, con sus erres guturales y recias—. Perdona mi español, porque soy un poco oxidada. Hace mucho que no practico. Desde que cerramos el hotel y no tengo huéspedes de España.

      Clara no estaba por la labor de ser sociable y le dedicó una mueca torcida. Se había levantado en un país distinto, con un idioma que le costaba esfuerzo y tras un día sacado de una película de espías. Aunque Sophie pudiera parecer encantadora y los croissants olieran de maravilla, necesitaba saber qué hacía allí y por qué. Su tío aún le debía la explicación que le prometió cuando la sacó corriendo de la Plaza Mayor sin dejarle despedirse de nadie y a mitad de un beso indescriptible con Lucas.

      Apareció Gabriel. Se había cortado la coleta y parecía cuatro años más joven. Pero Clara no estaba para valorar mejoras. Lo miró con odio, se terminó el café con leche y el croissant, bajó los escalones que la separaban del jardín y se sentó en ellos.

      Hacía ya frío y el viento sur llevaba el aire gélido de los Pirineos, que se levantaban al fondo como un inmenso acantilado irregular. Algún copo de nieve aislado anunciaba la cercanía del invierno.

      —Nevó ayer, pero el sol aún tiene puissance… potencia, para derretir la nieve, por eso no queda nada. —Era Sophie, hablando desde la puerta de la cocina—. Mais la semana que viene tendremos los primeros fríos de verdad.

      —¿Qué hago aquí? —preguntó Clara, al borde del llanto. Sophie bajó los escalones y se sentó junto a ella.

      —Ma petite, yo te lo contaría todo, pero es a tu tío que le toca hacerlo. Lo único que puedo decirte es que es por tu bien. Por el bien de todos, en realidad.

      —Me ha tirado el teléfono a la carretera, con las direcciones y todo. Estoy secuestrada.

      —Tú eres… estás protegida —le corrigió Sophie con suavidad, utilizando su castellano trufado de giros a la francesa—. Ellos te seguían, usando tu teléfono y la tarjeta que te dio ese profesor. Es por eso que las tiró Gabriel.

      —¿Pero cómo puede una tarjeta…? —Clara ni siquiera se atrevía a completar la pregunta.

      —Porque la tarjeta era un localisateur… un localizador.

      —¿Y eso qué es?

      —Algo parecido al GPS, pero con una tecnología diversa. Uno móvil, claro, o no te hubieran podido seguir en el coche.

      La extrañeza en los ojos de Clara obligó a Sophie a precisar.

      —Los localizadores pueden ser móviles o fijos. Los móviles son más grandes. Un gran botón, un billete, un bolígrafo o un lápiz, pueden incluir un localizador móvil y son los más potentes y efectivos. Los fijos, al contrario, solo pueden transmitir su posición cuando llevan un buen rato quietos en un mismo lugar, lo que los hace de menos útiles para perseguir a alguien. Mais son mucho más discretos. Una simple raya en un papel o la cabeza de un alfiler pueden ser un localizador fijo.

      La expresión en el rostro de Clara era un poema.

      —Pero no te inquietes más —prosiguió Sophie, creyendo que la cara de la muchacha se debía a la preocupación—; aunque tuvieras algún localizador fijo, esta casa tiene barreras protectoras muy potentes, conque dentro no funcionan. Y si tú hubieras traído algún localizador móvil, los detectores habrían saltado al entrar y lo habríamos encontrado.

      Clara no daba crédito: la dulce Sophie era en realidad tan paranoica como su tío. Tras esa fachada de abuelita encantadora se escondía otra lunática más. Reparó entonces en que también llevaba un medallón octogonal, similar al que su tío le había regalado. ¿El medallón era la marca de la paranoia? Pero su tío le había contado que ese medallón era de su padre. ¿Sophie era, entonces, otra pariente? ¿La paranoia era hereditaria?

      —¿Quiénes son «ellos»? ¿Y quién eres tú? ¿Y quién soy yo? —preguntó, por fin. Tal vez si le seguía la corriente lograría entender cuales eran las verdaderas intenciones de sus secuestradores.

      La mujer suspiró, antes de decirle:

      —Te prometo que haré todo lo que pueda para que Gabriel te lo cuente. Mais aunque quiera, y te juro que quiero, no puedo decirte nada. Solo que con nadie estarás más segura que con Gabriel y Óscar.

      La besó con cariño en la cabeza, se levantó y entró en la casa. Clara la miró irse, deseando miles de cosas, ninguna de las cuales incluía permanecer allí junto a su tío.

      3

      —Tendremos que ir de compras. —No habían pasado ni treinta minutos desde el desayuno y ya Gabriel estaba complicándole otra vez la vida—. Y aquí, en Francia, las tiendas cierran en domingo. Iremos a Andorra. Todo; ropa, calzado, complementos… ha de ser nuevo antes de que volvamos España. Ah, y tendrás que teñirte el pelo. Es demasiado… tuyo.

      La bronca fue de campeonato. Primero, Clara odiaba ir de compras. Segundo, la ropa que tenía era la que a ella le gustaba y le había costado mucho elegirla. No, eso no era discutible. Y, por supuesto, de ninguna manera le tocarían la cabeza.

      A Gabriel se lo llevaban los demonios. ¿Pero es que no podía entender que todo eso no era fruto de un capricho, sino que era por su bien? ¿Acaso pensaba…?

      Sophie llamó a Gabriel a un aparte, intentando evitar que las cosas terminaran saliéndose de madre. Óscar, conciliador, se acercó a la muchacha:

      —Es lo mejor —intentó explicarle—, lo único que queremos es…

      —Es que me da igual. —Clara no necesitaba más declaraciones de buena voluntad—. ¿Me estáis metiendo a la fuerza en una secta o algo así? ¡Venga ya! Cada día que pasa os inventáis cosas más absurdas. Estáis todos mal de la cabeza y yo no pienso acabar dando botes vestida con una túnica.

      —Clara —le dijo Óscar—. Tú misma viste cómo nos seguían hasta que nos deshicimos de la tarjeta…

      —No —replicó ella—. Lo que yo vi es que me sacasteis de Madrid a toda velocidad, me apartasteis de mis amigos y ahora queréis convertirme en otra persona. Eso es lo que veo. Y, la verdad, preferiría que los que dices que nos seguían nos hubieran alcanzado.

      Óscar fue a decir algo, pero se contuvo.

      Sophie regresó, tomó a Clara de la mano y se la llevó a la cocina. Preparó una infusión aromática y la sirvió en dos tazas. Olía maravillosamente bien, a regaliz y frutas silvestres.

      La joven tomó un sorbo y una lágrima amenazó con rodar por sus mejillas.

      —Escúchame, Clara —empezó Sophie, dando pequeños sorbitos a la hirviente bebida—. Tu familia es muy importante. No porque sea rica o poderosa, sino porque tiene un deber transmitido de generación