le sonrió, encantada. Pero Nuria lo miraba con cara de pocos amigos:
—Vamos, Daniel, que ya te vale, siempre por ahí de asaltacunas. Vete con las de tu edad, anda. Serás…
Daniel hizo una seña con la cabeza y se retiró, no sin dedicarle a Clara un mohín pícaro que la dejó aún más encandiladita.
—Que tripite cuarto y aquí está, a ver si se enrolla contigo, como eres nueva… —apostilló Nuria, cuando Daniel estuvo lo bastante lejos—. Ni se te ocurra ir con él. Vive solo y dicen que monta de todo en su casa.
—¿Cómo es que vive solo? —preguntó Clara—. ¿Y sus padres?
—Es huérfano. Antes vivía en un pueblo con un pariente, pero para estudiar la ESO se tuvo que venir a Bosca. Y desde entonces… Dicen que una persona va a ayudarle con la casa una vez por semana.
Huérfano. Y había vivido con un pariente… Qué majo. Estaba claro que había sido muchas veces tema de conversación. Demasiadas cosas en común como para hacer caso al «consejo social» del Instituto. Clara tenía que conocerlo más.
—Pues a mí me ha parecido simpático —comentó—. Y dice cosas muy divertidas.
—Lengua de oro, pero corazón de hielo —soltó Nuria, encantada de haber encontrado una sentencia tan rotunda—. Vaya, esto sí que es una frase de culebrón.
Todas se echaron a reír.
Cuando acabaron las clases, Clara preguntó dónde estaba el aula de informática, o la biblioteca, o cualquier sitio con internet.
—Pues está allí —Nuria le indicó un aula al final de un largo pasillo, pero añadió—: Aunque si quieres conectarte al Facebook, lo tienes crudo. Está bloqueado para que no podamos entrar en redes sociales. De hecho, te deja meterte en muchas páginas, pero no puedes enviar nada. Es de una sola dirección. Te deja recoger datos, grabártelos en un pen y eso, pero si quieres chatear o enviar correo, olvídate; solo los profesores pueden hacerlo.
—Los profesores o yo. —Daniel se metió en la conversación con una sonrisa. Clara estaba encantada de verle otra vez, pero no Nuria.
—No estamos interesadas en nada que puedas hacer tú.
—¿Puedes conectarte a internet aquí? —interrumpió Clara, bastante ansiosa. Nuria la miró un poco molesta.
—Y donde quiera —contestó Daniel, enseñando un smartphone.
A Clara se le iluminaron los ojos:
—¿Me lo dejas? Solo tengo que enviar un mensaje.
—Los que haga falta —replicó él, agitando el teléfono.
Clara fue a por el móvil, pero él se lo apartó.
—Eh, eh, eh… —soltó, con una media sonrisa—. No hemos hablado del precio.
En ese momento, viendo la sonrisita estúpida de Daniel, su interés se desvaneció. Le pareció un cerdo prepotente, chulo y asqueroso.
—Que te den —dijo. Se colgó del brazo de Nuria y las dos juntas, después de hacerle la burla a dúo, bajaron por las escaleras del instituto.
Al llegar a la calle se echaron a reír a carcajadas.
—«¡Que te den!…» —se burló Nuria, cuando consiguieron parar de reír—. Eso es lo que tendrían que decirle todas, pero lo que pasa es que está muy mal acostumbrado. Se cree que con estar bueno ya lo tiene todo hecho.
—Pues con nosotras va listo —y se miraron cómplices.
Apenas un día en el nuevo instituto y ya hablaba con otra chica en plural. A lo mejor su vida en Bosca no sería tan mala, después de todo. Hoy se abría una nueva etapa en la vida de Clara Cslkjostt. Perdón: Sánchez.
XI
LA FIESTA DE BOSCA
1
Era un espejismo. La semana empezó y pasó, y la excitación del primer día se convirtió en monotonía. Al fin y al cabo, era otro instituto más, con las mismas estructuras, las mismas divisiones absurdas y los mismos clanes que los demás institutos. Y Clara se iba dando cuenta de que, aunque Nuria le caía bien, su clan era el de las «niñatas-que-no-causan-problemas», extremo que se confirmó en cuanto intentó pedirle que le dejara conectarse a internet en su casa y ella le contestó que tenía el ordenador en el salón para que sus padres supieran en todo momento con quién chateaba. Muy bueno para esquivar pederastas, pero malo para alguien que quiere navegar sin que le pregunten demasiadas cosas.
Y por otro lado, la ingeniería social imponía una serie de temas «neutros» para conversar a los que Clara no estaba acostumbrada. Cuando llegó el viernes y constató que llevaba varios días hablando de programas de cotilleo y famosos de medio pelo, decidió que tenía que encontrar más amigas, o podía empezar a elegir instrumental de suicidio.
Inés, catorce años, de mirada dulce y acuosa, fue su salvación. La encontró en el gimnasio del instituto, practicando ballet, y congeniaron enseguida. Al menos con ella podía hablar de algo que no fueran exnovias de toreros.
—Arantxa Argüelles en el Lago de los cisnes… —La cara se le iluminaba cuando hablaba de vídeos de danza—. ¡Veintidós doble fuetés! Tienes que venir a mi casa para verlo.
Inés podía invitar a gente a visitar su casa. Clara no.
A cambio, su nueva vivienda era fascinante: tres pisos, con las paredes pintadas en colores claros, sobrios y luminosos; dos grandes salones, uno en la planta primera y otro en la tercera; una enorme biblioteca, con miles de libros colocados en altas estanterías que llegaban hasta el techo, y un sótano tortuoso con una amplia bodega de origen medieval. El sueño de cualquier escritor.
Su tío le explicó que esa bodega era en realidad el final de un pasadizo que cruzaba por debajo la muralla de Bosca, usado en la Edad Media para escapar de los asedios a la ciudad. Formaba parte de una red de corredores que conectaban la casa con la Abadía del Temple, el castillo de Loarre o los numerosos alcázares y castillos de la comarca.
—O con Pau —apuntó Clara.
—No —replicó Gabriel—. Ese paso pertenece a otra red de comunicación. Solo nosotros podemos usarlo.
—¿Nosotros? ¿Quiénes sois «nosotros»? —se interesó la muchacha, y creyó ver cómo Óscar miraba a Gabriel con una cierta insistencia—. ¿Esa es la famosa información que aún estoy esperando que me cuentes?
—Ya te hablé de por qué teníamos que irnos de Madrid.
—No fuiste tú. Fue Sophie.
—Bueno —concedió Gabriel—, pero, fuera quien fuera, ya lo sabes.
—No me vale —insistió Clara—. Siempre que hablamos, llega un punto en que te callas y cambias de tema. Siempre parece que estés a punto de contarme algo importante de verdad y nunca lo haces.
—No hay nada más que debas saber. En cuanto lo necesites, no tendrás ni que preguntarlo, porque yo mismo te diré lo que haga falta. Pero, por favor, confía en mí. En este momento ya sabes todo lo necesario.
—Y, claro, tengo que confiar en ti porque no te había visto en la vida, pero eres mi tutor y el hermano de mi padre —hizo una pausa antes de añadir—, o eso dices.
—Sí.
—Pues no cuentes con ello. No soy una niña y tengo derecho a saber quién soy, quienes somos los Riglos y de qué va todo este asunto del ocultamiento. Por qué vuestros abuelos se cambiaron el nombre y quiénes nos persiguen. Si tengo o no más tíos o parientes sorpresa, si tendré que quedarme en Bosca el resto de mi vida o, en fin, si voy a acabar con la cabeza a dos metros del cuerpo antes de cumplir los dieciséis.
Óscar