Maureen Child

La seducción del jefe - Casada por dinero - La cautiva del millonario


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se detuvo delante de ella y extendió una mano para evitar que Caitlyn dijera nada.

      –Los contratos de Peterson están en su archivo correspondiente, Georgia –dijo con impaciencia–. Mira otra vez.

      Caitlyn sintió compasión por la que había sido su compañera. Pobre Georgia. Cuando tenía que hablar directamente con Jefferson, se ponía tan nerviosa como si estuviera haciendo equilibrismo. Sin duda, los nervios hacían que fuera más despistada que de costumbre.

      –No –replicó Jefferson mientras miraba a Cait-lyn de un modo que indicaba que consideraba que todo aquello era precisamente culpa de ella–. No me importa si ya has mirado y no puedes encontrarlos. Mira otra vez. Los contratos tienen que enviarse esta misma mañana al departamento jurídico. Si no los encuentras…

      –Por el amor de Dios, dame el teléfono –dijo Caitlyn, extendiendo las manos–. Hola, Georgia, soy Caitlyn –añadió, cuando Jefferson se lo entregó.

      Inmediatamente, la otra mujer empezó a balbucear algo sobre fotocopiadoras rotas, una secretaria que no había ido a trabajar porque estaba enferma y las tres cartas que aún tenía que escribir antes de que terminara el día.

      –Tranquilízate, ¿de acuerdo? Lo primero que tienes que hacer es enviar los contratos al departamento jurídico. Los contratos Peterson están en su archivo. Los puse allí yo misma. No importa. Ve a mirar otra vez y tómate tu tiempo. Yo espero.

      –Esa mujer es una incompetente –musitó Jefferson mientras se metía las dos manos en los bolsillos con un gesto de irritación.

      –No lo es. Tú la pones nerviosa.

      –Y ella me vuelve loco.

      –Eso es porque tú eres tan impaci… ¡Georgia! –exclamó Caitlyn. Entonces sonrió a Jefferson–. Bien. Los has encontrado. No, no te preocupes. Simplemente llévalos tú misma al departamento legal. Aún tienes tiempo… De nada… A mí también me ha gustado hablar contigo.

      Caitlyn cerró el teléfono y se lo lanzó a Jefferson.

      –Crisis solucionada.

      –Sólo porque tú te has ocupado de solucionarla –dijo él después de meterse el teléfono en el bolsillo.

      –Tú también podrías haberlo hecho –replicó ella. Entonces se dio la vuelta y prosiguió con su paseo por la estrecha calle, deteniéndose de vez en cuando para mirar un escaparate–. Lo que ocurre es que simplemente no sabes hablar con las personas –añadió, mirándolo de reojo.

      –¿Cómo dices?

      –Tú das órdenes, Jefferson. No hablas con la gente.

      –Soy el jefe.

      –Y te aseguro que todo el mundo lo sabe perfectamente.

      –Todos menos tú.

      –Tú ya no eres mi jefe.

      –Debería serlo –afirmó él. Echó a andar detrás de ella hasta colocarse a su lado–. No deberías haber dimitido, Caitlyn. Esa llamada de teléfono sólo reafirma el hecho de que tú sabes perfectamente cómo llevar mis asuntos.

      Caitlyn tenía que admitir que le gustaba que él le hubiera dicho algo así. A todo el mundo le gustaba escuchar que sus superiores apreciaban sus esfuerzos. Que su trabajo no se daba por hecho. Era una pena que hubiera tenido que dimitir para conseguir que Jefferson se diera cuenta de ello.

      –Tú debes estar conmigo, Caitlyn.

      –¿Cómo dices? –preguntó ella. Se había detenido en seco.

      –Ya me has oído. Tú debes estar conmigo. Con Naviera Lyon.

      –Ahh…

      «Idiota», se dijo. Tras centrar su mirada en el escaparate de la joyería junto a la que se había detenido, se dio cuenta que, efectivamente, él había estado hablando de su trabajo. No había querido decir que la quería para sí mismo. Sabía que, desde el principio, aquélla había sido la razón de su presencia allí. Tanto si quería admitirlo como si no, Jefferson estaba allí, en aquella isla, tentándola para que volviera a ser su ayudante personal.

      Y ella, desgraciadamente, estaba allí completamente desgarrada por sus sentimientos de lujuria y necesidad que la atravesaban como si fueran puñales de fuego mientras él, simplemente, estaba tratando que regresara a su despacho para trabajar para él. No iba a hacerlo. Por mucho que Jefferson lo intentara, ella no iba a regresar a su antigua vida. Aquella versión era la de una Caitlyn nueva y mejorada. No iba a volver a enterrar sus deseos y necesidades por otra persona.

      Jefferson observó cómo la expresión del rostro de Caitlyn pasaba de hosca a necesitada en un abrir y cerrar de ojos. Sonrió. De repente se sentía pisando un terreno mucho más firme. La conversación con Georgia había estado a punto de hacer que se arrancara el cabello. El hecho de ver cómo Caitlyn resolvía la situación casi sin esfuerzo sólo había servido para alimentar más aún sus convicciones de que la necesitaba desesperadamente. Sin embargo, no parecía estar haciendo progreso alguno en aquel sentido.

      No obstante, se le acababa de ocurrir otra idea.

      –¿Qué estás mirando?

      –Eso.

      Caitlyn golpeó suavemente el cristal del escaparate para señalar unos pendientes de oro, esmeraldas y topacios que relucían bajo el sol. En aquel momento, Jefferson supo exactamente lo que tenía que hacer. Lo que debería haber hecho desde el momento en el que llegó a aquella maldita isla. Quería seducirla, no enojarla. Debería haber sacado la artillería pesada desde el principio. No era demasiado tarde para empezar a hacerlo.

      –Vamos.

      Agarró a Caitlyn por el brazo y, a pesar de sus protestas, abrió la puerta y la metió en la tienda. Unos pocos minutos más tarde, volvieron a salir a la calle. Los pendientes que Caitlyn había señalado colgaban ya de sus orejas.

      –No deberías habérmelos comprado –dijo tocando suavemente las frías piedras–. Y yo no debería haberlos aceptado.

      –¿Por qué no?

      –Porque son demasiado caros.

      –Si insistes en mantener tu renuncia al trabajo, considéralos tu finiquito.

      –Yo ya tengo…

      –Caitlyn, por el amor de Dios –dijo Jefferson, algo irritado–. Son sólo un par de pendientes. Te sientan bien. Disfrútalos.

      Efectivamente, los pendientes lucían mejor en ella que en el escaparate. Aunque sabía mucho de joyas, también sabía mucho de mujeres y sabía perfectamente que aquél había sido el detalle apropiado. Todas las mujeres respondían favorablemente a los regalos. Aunque no quisiera, Caitlyn terminaría ablandándose ante él.

      –Puedes darme las gracias cenando conmigo esta noche.

      –¿Quieres decir a propósito? –preguntó ella, con una sonrisa–. ¿No porque tú te presentes y eches de mi lado a quien pudiera estar sentado a mi mesa?

      –Haz un favor a tus admiradores –respondió, recordando que, efectivamente, había muchos hombres en aquel hotel que se sentían atraídos por Caitlyn–. Dales una noche libre.

      –¿Y por qué debería hacerlo?

      Jefferson se encogió de hombros como si no le importara lo más mínimo.

      –La pregunta es, ¿por qué no? No tienes miedo de estar a solas conmigo, ¿verdad?

      Debería haber tenido miedo. Sentía que algo en su interior se iba ablandando en lo que se refería a Jefferson. Sabía que estaba pisando un terreno muy peligroso. En el momento en el que salió al patio iluminado por la luz de la luna y vio que él lo había preparado todo para que tuvieran una cena «íntima», comprendió que ese terreno era mucho más peligroso de lo que había pensado en un principio.

      El