Maureen Child

La seducción del jefe - Casada por dinero - La cautiva del millonario


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      Jefferson se encogió de hombros.

      –He venido para llevarte de vuelta a casa –dijo–. A Long Beach. A tu trabajo.

      –¿Acaso no te acuerdas que dimití? –replicó ella. ¿Cómo había podido pasársele por un momento por la cabeza que hubiera ido allí sólo por ella?

      –No puedes hacerlo, Caitlyn. El trabajo es tu vida. ¿Cómo es posible que dimitas de tu vida?

      –Eso era en el pasado. Ahora estamos en el presente y estoy construyéndome una nueva vida. Gracias.

      –Sin mí. Sin Naviera Lyon.

      –Así es –afirmó ella, sin querer admitir lo mucho que le había echado de menos en los últimos dos días.

      –No estoy tan seguro…

      –Venga ya, Jefferson –dijo ella para tratar de cambiar de tema–. No has venido hasta aquí para convencerme de que regrese a un trabajo del que he dimitido. ¿Por qué estás aquí?

      –Después de que te marcharas me di cuenta de una cosa –admitió él, dirigiéndose hacia ella.

      Caitlyn estaba a punto de retroceder sobre el colchón cuando se dio cuenta de que él podría reunirse con ella encima de la cama. Este pensamiento la hizo ponerse de pie como movida por un resorte.

      –¿De qué te diste cuenta?

      –De que necesitaba unas vacaciones.

      –Vaya… Tú jamás te has tomado vacaciones, Jefferson. Lo más cerca que has estado ha sido cuando te recorriste el mundo entero para ir a estropearme las mías. Además, ¿no deberías estar en tu despacho incordiando a otra pobre infeliz para que termine todos los detalles de tu viaje a Portugal?

      –Tienes toda la razón. Jamás me he tomado vacaciones, por lo que las tengo más que merecidas. En cuanto a lo de estropearte las tuyas, no estoy aquí para volver a hacer algo así. Tan sólo he venido para divertirme.

      –¿Divertirte?

      –En cuanto a lo del viaje a Portugal, mi excepcional ayudante ya se ha ocupado de todo.

      Excepcional. Había dicho que ella era excepcional. Estaba tramando algo. Ojalá supiera de qué se trataba.

      –Y… Te echaba de menos…

      Caitlyn soltó un bufido muy poco elegante. Decididamente, Jefferson estaba tramando algo.

      –¿Que me has echado de menos? Venga ya. Lo que quieres decir es que has echado de menos que yo no esté para solucionarte todo. Sólo han pasado un par de días, Jefferson.

      Un par de días en los que ella sí que le había echado de menos…

      –Esto no tiene nada que ver con el trabajo, Caitlyn –dijo él mirándola fijamente a los ojos–, sino con nosotros.

      Caitlyn permaneció mirándolo durante un largo instante. Aquella situación cada vez era más rara. En primer lugar, Jefferson estaba medio desnudo en la habitación de su hotel. Segundo, resultaba que la echa de menos y, por último, empezaba a hablar de un «nosotros»…

      –Creo que debo de haberme transportado a una dimensión paralela –susurró, tratando de no mirar la toalla que él llevaba puesta. Por un momento, le había parecido que se le estaba cayendo–. Sí, debe de tratarse de eso. Seguramente me he visto atrapada en uno de esos agujeros temporales. Tal vez si doy un paso atrás, podré volver a mi propio universo y no estará ocurriendo nada de esto.

      –¿Agujero del tiempo?

      –Tiene más sentido que creer que esto está ocurriendo de verdad.

      –Pero sí está ocurriendo…

      –No, no lo está…

      Caitlyn dio un paso atrás. No iba a dejarse arrastrar por el juego de Jefferson. No iba a volver a trabajar para él. Iba a mantenerse firme y… a no mirar a esa toalla.

      –Jefferson –dijo, apartándose un poco más de él–. Olvidémonos por un momento de la razón por la que has venido aquí. ¿Cómo has entrado en mi habitación?

      Jefferson sonrió y ella sintió que le temblaban las rodillas. No se trataba de una buena señal.

      –Te he seguido.

      –Sí, bueno. Eso ya me lo imagino. ¿Cómo supiste adónde venía?

      –No resulta difícil para un hombre de mi posición conseguir las respuestas que necesita, Caitlyn.

      Probablemente no. Jefferson tenía contactos por todo el mundo y suficiente dinero para pagar la información que pudiera necesitar. Sin embargo, ¿por qué había decidido tomarse tantas molestias? Además, ¿por qué había tenido que meterse en su habitación?

      –Bien. Me has encontrado, pero, ¿quién te dejó entrar en mi habitación?

      Jefferson se sentó en el borde de la cama. La toalla se le abrió, dejando al descubierto un músculo bronceado y bien torneado, cubierto con un ligero vello rubio. «Dios…».

      –Cuando expliqué en recepción que mi esposa había llegado unos días antes que yo, estuvieron encantados de darme la llave.

      –¿Tu esposa? ¿Les has dicho que yo soy tu esposa? ¿Y te han creído?

      –Por supuesto –dijo él, como si fuera lo más normal del mundo–. Además, no había más habitaciones disponibles. El hotel está lleno. ¿Qué se suponía que tenía que hacer?

      –¿Marcharte a casa, tal vez?

      –Sin verte no…

      Se reclinó hacia atrás y se apoyó con los codos sobre la cama. La toalla se abrió un poco más, haciendo que Caitlyn contuviera el aliento. La toalla cubría ya tan sólo lo imprescindible.

      Caitlyn cerró los ojos y se frotó suavemente el entrecejo mientras se decía que debía contar hasta diez. Cuando hubo terminado, contó hasta veinte. No le sirvió de nada. Seguía muy furiosa, algo asombrada y muy necesitada. No se trataba de la combinación más adecuada.

      Jefferson la observó atentamente y deseó poder leerle el pensamiento. Los sentimientos que se reflejaban en su rostro eran tan diversos que sabía que sus pensamientos debían de ser de lo más entretenido. Mientras Caitlyn paseaba por la habitación, él se limitó a mirarla atentamente. Al observar sus largas y esbeltas piernas, bronceadas con el color de la miel, sintió que algo se despertaba en su interior. Recordó que el recepcionista la había descrito como la que tenía unas largas piernas y tenía que admitir que aquel tipo estaba en lo cierto. ¿Por qué no se había fijado antes en las piernas de Caitlyn?

      Podía haber tratado de encontrarse con ella en las zonas comunes del hotel, pero así había resultado mucho más… intrigante. No le había costado mucho conseguir la llave de la habitación de Caitlyn y eso que no era el dueño de aquel hotel en particular. Afortunadamente para él, el apellido Lyon tenía el peso que necesitaba para conseguir lo que quería. Además, seguramente el hecho de que hubiera reservado el resto de las habitaciones del hotel que quedaban disponibles para no poder dejar la habitación de Caitlyn había terminado de convencer al pobre recepcionista para que se mostrara más transigente que de costumbre.

      –No te puedes quedar aquí…

      –No tengo elección. No hay más habitaciones disponibles.

      –Ve a comprarte una casa.

      –Estamos en una isla privada.

      –Ése no es mi problema –replicó ella, colocándose las manos sobre las caderas.

      –Vaya, vaya… ¿Así es como habla una esposa a su esposo?

      –No me puedo creer que hayas hecho algo así. De hecho, me sorprende que hayas conseguido pronunciar la palabra «esposa».

      –Pero