Marcos Vázquez

Emma al borde del abismo


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      Índice de contenido

       Emma al borde del abismo

       Portada

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Capítulo 13

       Capítulo 14

       Capítulo 15

       Capítulo 16

       Capítulo 17

       Capítulo 18

       Capítulo 19

       Capítulo 20

       Capítulo 21

       Capítulo 22

       Capítulo 23

       Capítulo 24

       Capítulo 25

       Capítulo 26

       Capítulo 27

       Capítulo 28

       Capítulo 29

       Biografía

       Legales

       Sobre el trabajo editorial

       Contratapa

      ...cierto cuarto de hora en que la mirada

      está absorta en el abismo...

      E. Acevedo Díaz

      —¿Vas a saltar o tendré que empujarte, Emma?

      Giré para asegurarme de que la voz provenía de una persona real. En el fondo, deseaba que todo fuera una invención de mi mente, algo a lo que estaba acostumbrada.

      —Creí que habíamos decidido que era lo mejor para tu hermano –me increpó el hombre, tras quedar enfrentados. Apenas nos separaban unos centímetros.

      Estuve tentada a estirar un brazo y tocarlo, pero me contuve al ver que me apuntaba con un arma.

      Volví a girar y quedé de frente hacia el acantilado. El repentino destello de un relámpago dejó al descubierto cuán alto me encontraba. Cuando el trueno se acalló, percibí el estruendo del mar al estrellarse contra las rocas.

      Sentí miedo.

      No le temía a la muerte, sino a estar consciente en el momento de tocar el suelo.

      Cerré los ojos y traté de visualizar la cara sonriente de Guille, mi hermano. Nunca me perdonaría por lo que iba a hacer. Mucho menos, si se enteraba de que lo hacía para salvarle la vida. Además de mi padre, mientras vivía, Guille era la única persona que se preocupaba por mí. No le importaba si hablaba sola, o si mi mirada estaba perdida; él siempre me traía de regreso a la realidad. Con mi madre era diferente, a pesar de que intentaba demostrar lo contrario, ella se había dado por vencida desde que los primeros síntomas se manifestaron cuando todavía era una niña. Tras la muerte de mi padre, solo se limitaba a darme la medicación y a mantenerme alejada de sus amigas. Aunque no lo reconocía, sabía que se avergonzaba de mí.

      De todos modos, ya no importaba. La decisión estaba tomada.

      Me concentré en mis pies; sentía que no podía moverlos.

      Después de un gran esfuerzo, logré recorrer los escasos centímetros que me separaban del borde del acantilado.

      —¡No lo hagas!

      Sorprendida por el grito, me detuve y miré hacia atrás. Era Daniel, mi compañero de desayuno. Me resultó extraño escuchar su voz por primera vez. En la cocina, solo se limitaba a sonreírme. Ahora estaba parado delante del arma, como si quisiera protegerme. Pero el hombre no lo veía ni lo escuchaba. Solo yo lo hacía.

      Estiré una mano hacia él y le supliqué:

      —No me dejes, por favor. Acompáñame.

      Noté que el arma se elevaba sobre la cabeza de Daniel y apuntaba hacia mi cara.

      —¿Qué estás haciendo? –me preguntó el hombre, con una mezcla de sorpresa y enojo en la voz, al mismo tiempo que amartillaba el revólver.

      Daniel avanzó, temeroso, se aferró a mi mano y me miró con ternura.

      —Creí que íbamos a celebrar juntos tu cumpleaños –dijo.

      Sonreí. Todavía faltaba algo más de un mes para que