Marcos Vázquez

Emma al borde del abismo


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de la mía.

      Trece horas antes...

      Cuando abrí los ojos aquella fría mañana, lo primero que hice fue mirar el reloj de la mesa de luz. Me extrañó que fueran casi las diez y que mi hermano no hubiese venido a despertarme. Cada domingo, minutos más o minutos menos de las nueve, Guille entraba sonriente a mi cuarto, levantaba las persianas y se sentaba a los pies de la cama con la bandeja del desayuno apoyada sobre sus piernas. El aroma a café con leche y a tostadas recién hechas era todo lo que necesitaba para despertarme. “¡Arriba, dormilona!”, decía, y me daba un beso en la mejilla. Todavía recuerdo la primera vez que apareció con la bandeja en la mano. Fue el primer fin de semana después de que falleció papá. Yo tenía trece años y mi hermano dieciséis. “No sé si será tan sabroso como el que te hacía papá, pero tiene las mismas cucharadas de cariño”, dijo, con la voz quebrada por la emoción.

      Desde ese día, no dejó de prepararlo ni un solo domingo. A mí me fascinaba; era mi momento preferido de la semana, no porque le quedase demasiado rico, jamás le dije que me gustaba más el que preparaba mi padre, sino porque durante esa media hora, me sentía una persona diferente. Luchaba contra mi mente para mantenerme presente. No siempre lo lograba, a veces le contestaba a las voces que me atrapaban, pero él hacía como si nada hubiera sucedido. Solo me miraba, y yo sentía que podía aferrarme al mundo a través de su mirada.

      Mientras comíamos las tostadas, me contaba cómo había sido su semana: me hablaba de sus amigos, de las materias que disfrutaba y de las que no y, de tanto en tanto, hasta mencionaba a las chicas que le gustaban. Yo lo escuchaba en silencio. A veces le preguntaba algo sin importancia, solo para que supiera que estaba ahí, que no había regresado a mi mundo interior. Pero no era necesario; él lo notaba con solo mirarme.

      Los domingos por la mañana, solo por un instante, tenía la certeza de que, si me lo proponía, podría volver a ser una persona normal, aunque no recordaba bien el significado de esa palabra. Solo por un instante, ese que, aquel día en particular, parecía que no llegaría.

      Abandoné la tibieza de las sábanas, me vestí y caminé en dirección a la cocina. Estaba convencida de que allí encontraría a Guille; la noche anterior había salido, así que supuse que se habría quedado dormido.

      Al mirar hacia el living descubrí que mi madre conversaba con dos personas. Por el tono de voz y por la forma en que gesticulaba, parecía molesta, como si no comprendieran lo que ella decía. Estaba parada frente al sillón en el que se habían ubicado los visitantes. Uno de ellos, un joven que vestía uniforme de policía y sostenía una pequeña libreta y un lápiz entre sus manos. Era delgado y de tez muy pálida; algo demacrado y con gesto cansino en el rostro, como si hiciera más de una noche que no dormía. Me sorprendió que a esa edad alguien pudiera ser policía. Supuse que no sería mucho mayor que yo.

      El otro era un hombrecillo de mediana edad, calvo y regordete, de cara bien redonda y con las mejillas tan coloradas que me divertí al imaginar que iban a prendérsele fuego en cualquier momento. Un ancho y descuidado bigote le tapaba la boca. Se notaba que hacía varios días que no se afeitaba. En la comisura de los labios le asomaban los restos de un escarbadientes que masticaba sin cesar.

      Al verme aparecer, ambos me miraron.

      —Ya se lo dije varias veces, detective –insistió mi madre, sin prestarme atención–, mi hijo no tiene ningún problema en casa y no sucedió nada que lo pudiera haber motivado a ausentarse sin avisar.

      —¿Y si hablamos con ella? –dijo el más veterano, mientras me señalaba–. Quizás pueda contarnos algo que usted no sepa. Entre los adolescentes conversan sobre temas que no siempre quieren compartir con los padres.

      —Mi hija no va a ayudarlos. Tiene un problema de salud que…

      —¿Cómo te llamas? –me preguntó el más joven, al mismo tiempo que le hacía un gesto a mi madre con la mano para que se callara–. Es para dejar constancia en el acta.

      —Emma –respondí.

      —Mucho gusto, Emma –dijo con una amplia sonrisa–. Soy el agente Andrés Martínez y él –señaló al otro– es el detective Cortés.

      —¡No le digas nada! A la policía no hay que decirle nada, Emma.

      La voz que resonó en mi cabeza fue la de Nacho, al menos así me gustaba llamarlo. Siempre la escuchaba al ratito de haberme levantado. No me molestaba conversar con él pero, en ese momento, quería averiguar qué sucedía.

      —No molestes, Nacho. ¿No ves que se trata de algo relacionado con mi hermano?

      —¿Quién es Nacho? –preguntó el detective, con el ceño fruncido.

      —A eso me refería con que no iba a ayudarlos –intervino mi madre–. Mi hija padece de una enfermedad mental que no le permite distinguir entre qué es real y qué no.

      Noté que el más joven me miraba con un dejo de compasión. Debe de haber pensado: “Pobre, está loca”. Estaba acostumbrada a que me vieran así. El único que no lo hacía era Guille.

      —¿Qué le pasó a mi hermano?

      —¿Por qué no vas a tomar el desayuno, Emma? –sugirió mi madre.

      —Tu mamá nos llamó porque cree que algo malo le sucedió –dijo el uniformado.

      Sentí como si me hubieran golpeado en el medio del pecho.

      —Es mentira, Emma –susurró Nacho–. No te dejes engañar. Guille sabe cuidarse muy bien.

      —Estoy de acuerdo –le respondí.

      —¿Y qué te hace pensar que tu madre tiene razón, jovencita? –me increpó el detective.

      —No, yo le hablaba a…

      Era inútil que se lo explicara. Las demás personas no escuchaban a mis amigos.

      Vi que ambos policías se miraban. Sus expresiones reflejaban perplejidad.

      —Les dije que no perdieran el tiempo con ella. Concentrémonos en la desaparición de mi hijo, por favor.

      —Ya le explicamos, señora, que una ausencia de tan solo unas horas no es suficiente para que una persona se considere desaparecida –replicó el detective–. Estamos aquí por cortesía, dado que su difunto esposo colaboró muchas veces con nosotros en el pasado, pero nada más que eso –movió el escarbadientes con la lengua de un lado hacia el otro de la boca y comenzó a masticarlo ruidosamente–. ¿Está claro?

      —Qué asqueroso –comentó Nacho–. Me pregunto si se lo quitará para lavarse los dientes.

      Solté una carcajada.

      Mamá me miró con el ceño fruncido y dijo con enojo:

      —¿Por qué no vas a desayunar, Emma?

      No pensaba irme, así que la ignoré. Quería saber dónde estaba mi hermano.

      Ella volvió a dirigirse a los policías.

      —Guillermo nunca ha vuelto más tarde de las cinco o seis de la madrugada. No es de salir los sábados y, cuando lo hace, siempre va acompañado de amigos –aseguró. Hizo una pausa y miró con dureza al detective, que parecía no prestarle atención. En un tono de voz más elevado, añadió–: Anoche se fue a las once. Me dijo que iba a reunirse con unos amigos, pero llamé a todos los que conozco y ninguno lo vio.

      —¿Y amigas? –preguntó el detective– ¿No hay ninguna chica con la que pueda haber salido?

      —¡Mi hijo sería incapaz de mentirme!

      —Todos los adolescentes mienten, señora –replicó el detective, en tono burlón–. Sobre todo si se trata de una joven que quieren esconderle a su madre.

      —Tu hermano no miente –aseveró