con un leve movimiento de cabeza–. Entonces usted realiza rondas periódicas por el perímetro.
—Así es. Fue por eso que hoy, cerca de las diez de la mañana, decidí darme una vuelta por el ala sur, la que da hacia la playa. Con el frío que hace, trato de no ir muy seguido por ahí. A mi edad tengo que cuidarme, no vaya a ser que me agarre una pulmonía –tosió un par de veces como para justificarse–. Entonces lo vi: estaba junto al muro exterior, como si lo hubieran tirado por encima de la pared durante la noche. No creo que hayan entrado para dejarlo ahí –meneó la cabeza–. Al principio pensé que se trataba de una broma, alguna clase de muñeco, pero cuando me acerqué, me di cuenta de que no.
—¿Por qué cree que fue durante la noche? ¿A qué hora hizo el recorrido anterior?
El viejo agachó la cabeza, pensativo; tomó la pala con ambas manos, la desenterró y volvió a clavarla en el mismo lugar.
—Fue ayer, como a las cinco de la tarde –dijo–, antes de que se ocultara el sol.
—¿Hacía diecisiete horas que no revisaba esta zona?
Al ver la expresión de desaprobación en la cara del policía, intentó justificarse:
—Ya le dije que me tengo que cuidar del frío –volvió a toser–. No puedo salir a caminar a las tres de la mañana.
—Entonces pudo haber sucedido en cualquier momento entre ayer a las cinco de la tarde y las diez de la mañana de hoy –concluyó Cortés.
—Si me permite, detective, creo que no me equivocaría si le dijera que fue a las cuatro y media de la madrugada.
—¿Qué lo lleva a pensar eso?
—Que los perros hicieron un gran alboroto a esa hora. Estaban desesperados por salir. Ladraban como locos.
—Puede ser –admitió Cortés, sin estar convencido. De todos modos lo registró en la libreta. El testimonio de aquel hombre no le resultaba de gran ayuda. No había visto nada, así que decidió tomarle los datos personales y dejarlo ir. Ya volvería a convocarlo si lo necesitaba–. Gracias por su colaboración –le dijo–. Ya puede irse y continuar con sus tareas, pero no abandone la ciudad sin avisarnos.
—¿Abandonar la ciudad? –el viejo rió hasta que le dio un incontenible acceso de tos–. ¿A dónde voy a ir?
Continuó riendo mientras se alejaba con la pala.
¡Justo me tenía que tocar estar de guardia hoy!, se quejó el detective para sí. Primero, un caso bien simple: la denuncia de una madre que creía que su hijo había desaparecido. Era obvio que regresaría a casa en algunas horas y se ligaría una buena reprimenda. Y ahora, este dolor de cabeza: un homicidio que no parecía sencillo de resolver. Tendría que elaborar una serie de reportes, esperar a que llegara la policía técnica, el forense y seguramente trabajar tiempo extra antes de retirarse a descansar. Y todo por haber cambiado de día con un colega. De no haber aceptado, sería el otro quien tendría que arreglárselas con ese condenado caso, mientras él estaría cómodamente sentado en el sillón de su casa en compañía de una buena copa de vino.
—Encontré algo, detective –dijo Andrés, hincado junto al cadáver.
Cortés se acercó y vio a qué se refería el agente: en el pecho de la víctima había varios cortes.
—¿Qué tienen de raro? –dijo, restándole importancia–. Seguramente se los hizo contra el muro mientras caía. Dejemos que se ocupe el forense de las heridas y concentrémonos en encontrar pistas que nos ayuden a descubrir quién lo asesinó.
—No son simples cortes –insistió Andrés–. No están hechos de una manera caprichosa, como si alguien quisiera transmitirnos algo. Cuando los vi por primera vez pensé lo mismo que usted, pero después, cuando los fotografié, me di cuenta de lo que eran en realidad: cuatro números y una letra.
El detective se alejó un poco y volvió a observar las heridas.
El novato tenía razón. El asesino había utilizado un instrumento cortante como si fuera una lapicera y el cuerpo del muerto como papel. En el pecho se leía: "20A10".
Cortés volvió a maldecirse. Primero la forma en la que estaba mutilado el cadáver y ahora esos signos. Otra prueba de que no se trataba de un asesinato común y corriente.
Pero lo siguiente que encontró Andrés fue aún más perturbador: detrás de la oreja derecha, muy cerca de la base del cuello, había un nombre tatuado con tinta negra. La inscripción rezaba: "Guillermo Z".
Tras mostrárselo al detective, recordó que el nombre coincidía con el del joven supuestamente desaparecido.
—¿Cuál era el apellido de la familia que visitamos antes de venir aquí? —preguntó.
Cortés se tomó la cabeza con ambas manos y respondió con voz apesadumbrada:
—Zanneta…
—Te reitero la pregunta, Emma: ¿qué estás haciendo en el cuarto de tu hermano?
La voz de mi madre sonaba entre sorprendida y enojada.
—¡No le cuentes nada! –me ordenó Nacho–. Si se entera de la reunión en la universidad, no va a dejarte ir.
Debía tomar una decisión.
Aunque Nacho tenía razón, igual, si se lo contaba, no creía que me tomase en serio. Seguramente pensaría que se trataba de otra de mis alucinaciones. No la culpaba, también yo me lo cuestionaba.
—Estaba buscando a Guille –mentí–. No vino a traerme el desayuno como todos los domingos, así que creí que se habría quedado dormido y vine a despertarlo.
Me miró con desconfianza. Supuse que se preguntaba si podía estar tan enajenada como para no haber escuchado nada de la conversación con la policía.
—Tu hermano no regresó todavía –dijo, resignada–. Yo me encargaré de prepararte el desayuno hoy. Te espero en la cocina. No demores.
Dio media vuelta y se marchó.
Me sentí aliviada. Al parecer, no me había visto cuando estaba sentada frente a la computadora.
Salí del cuarto y fui tras ella. Al llegar a la cocina me senté a la mesa y esperé.
—Hay pan en la panera para que te hagas unas tostadas –dijo–. En la heladera están la manteca y la mermelada.
Encendió dos hornallas y puso a calentar la leche y el café.
No tenía hambre, así que no me moví de la silla. Mientras pensaba en una forma de escabullirme para ir a la universidad, vi a Daniel sentado frente a mí. Cuando descubrió que lo miraba, me regaló una sonrisa, apoyó el mentón sobre ambas manos y se quedó observándome en silencio.
—¿Qué mira? –preguntó Nacho de manera despectiva–. ¿No tiene otra cosa que hacer?
Me reí. Daniel era mi compañero de desayuno, aunque solo de lunes a viernes, los días que mi hermano se iba temprano a la universidad.
Cuando estuvo lista la leche, mi madre la sirvió en una taza y le agregó un poco de café.
—Aquí tienes el desayuno, Emma, y tu pastilla –dijo, y me alcanzó el pocillo junto al primer medicamento del día. En total tomaba tres: uno a la mañana, el que se suponía que apagaba las voces; otro al mediodía, para no estar tan deprimida; y uno a la noche, antes de acostarme. Este último no sé bien para qué servía, supongo que me ayudaba a dormir mejor.
Lo cierto es que el comprimido matinal no solo apagaba las voces, también me apagaba a mí. Ese día, decidí no tomarlo. Necesitaba estar más despierta que nunca. Llevé la píldora hacia la boca y simulé que la colocaba dentro, pero en realidad la mantuve escondida entre mis dedos.